Pero Java dijo que no, repentinamente irritado y sin dignarse mirarle, no me vengas con historias tan de mañana, las pajaritas se las he comprado a un paralítico en un piso del Ensanche, y añadió:
– Tú siempre rumiando aventis, Sarnita. Acabarás majara.
Se metió en la cocina y estuvo lavando bajo el grifo un condón usado que luego infló con la boca para ver si tenía agujeros. Agachada junto a la pared de ladrillo rojo, sin encalar, casi oculta por rimeras de amarillentos periódicos y viejos semanarios llenos de polvo, la abuela recogía del suelo un plato de hojalata con su cuchara. Siempre había por ahí algún plato con restos de un potaje que instantáneamente se erizaba de moho: para el gato, solía decir Java como pillado en falta. Pero no había ningún gato en la trapería, y apenas en ningún lado; en todo el barrio no habría más de media docena, según el último recuento del viejo Mianet. Ver un gato allí habría resultado aún más extraño que ver una goma usada.
– Además -dijo Sarnita-, los gatos no comen con cuchara.
– Cosas de la abuela -dijo Java, desliando un manojo de cuerdas -. Va, que tengo mucha faena. ¿Estás sordo? ¿No oyes que te llaman de la calle?
– Ya voy. Pero todo eso es muy raro.
Se juntó con el corro sentado en la acera y le hicieron sitio rápidamente, algunos frotándose las manos de impaciencia: cuenta, Sarnita. ¿Seguimos con la aventi de ayer o inventamos otra? Sigue: la chica sabía demasiado, corría peligro. Una cresta de hierba brota en la acera frente a la bragueta abierta de Luis. Calles sin pavimentar, tapias erizadas de vidrios rotos y aceras despanzurradas donde crecía la hierba, eso era el barrio. El montón de basuras en la esquina Camelias y Secretario Coloma parecía más alto y repleto de sabrosas sorpresas, pero era que el nivel del arroyo, después de la última venida de aguas, había bajado. No era un zapato viejo lo que asomaba entre el fango, sino una rata envenenada. Todavía el cielo figuraba una gran telaraña gris. Pasó la tormenta, pero quedaba una llovizna tenebrosa, una cortina interminable y enmarañada que borraba las fachadas leprosas, portales y ventanas que aún sostenían trozos de vidrio y listones carbonizados. Cuenta, Sarnita, cuenta.
A partir de ahora, chavales, el peligro acecha en todas partes y en ninguna, la amenaza será constante e invisible, cada día es una trampa. Lejos, muy lejos, más allá de las trincheras y las alambradas de espinos, dicen que volverá a reír la primavera y también dicen que era una espía que sabía demasiado, y que muchos años después de estallarle en los pies la última granada agazapada entre la hierba, aquella tarde al cruzar el descampado corriendo en compañía de un desconocido, ¿os acordáis?, pues que el polvo que levantó la explosión aún caía sobre las cicatrices de su cuerpo rubio y duro pero magreado y sifilítico, porque era una puta, chavales, una fulana, una furcia de lo más tirado. Entonces, en la esquina de las basuras, apareció de pronto la voluminosa dueña del bar Continental ocultando una barra de pan blanco entre las solapas del negro impermeable. Sus ojos verdes pintarrajeados miran de refilón a la rata que chapotea en el fango girando temblorosa sobre las patas traseras, sin saber qué dirección tomar. Al pie del almendro en flor del solar de Can Compte, cuenta Sarnita, hay unas cartucheras podridas de lluvia y un máuser oxidado y con la culata partida: eso quiere decir que las municiones no andan lejos. La rata cruzó el arroyo en zigzag, chillando, encontró todas las cloacas taponadas por el fango y Java se asomó a la puerta de la trapería y miró a la mujer, entornando los párpados legañosos.
En medio del arroyo, la gorda del impermeable giró sobre los altos tacones como una negra peonza encapuchada y siguió con los ojos la última desesperada trayectoria de la rata. Sorteó con agilidad los charcos de agua negruzca y avanzó hacia la trapería.
Antes de verla abrir la boca, Java ya había notado su aliento de buitre.
– Hola, hijo. Qué.
– No puedo -dijo él-. Me gustaría seguir haciéndolo, han sido ustedes muy buenos conmigo y con la abuela, pero no puedo.
– Piénsalo bien, no seas tonto.
– Hay muchos tísicos, mastresa.
– Precisamente. En aquella casa siempre se pesca algo, ya sabes. Mira yo -dejó que asomara entre las solapas el pico tostado del pan-. ¿Quieres un aumento, quieres que se lo diga?
– No es sólo eso. Es que no puedo, tan seguido, me se pone una flojera en las piernas que me caigo. ¡Rediós, que no puedo!
– Anda ya. No seas comediante.
– Ella nunca es la misma y cada vez tengo que enseñarlas lo que hay que hacer. Es muy pesado, en serio, me estoy quedando tísico…
– Está bien -dijo la gorda-. Te pagarán más, yo me encargo.
Java desvió la mirada soñolienta haciendo una seña a Sarnita, que interrumpió su aventi y se incorporó avisando al corro con la misma voz reverencial, taimada: continuará, despejen la sala. Todos le siguieron, remolones, hacia las basuras amontonadas bajo el yugo y las flechas de tinta aún fresca, la negra araña estampillada en la tapia del campo de fútbol del Europa. Luis y el Tetas, en cuclillas, ya estaban escarbando; sus manos pestilentes sostenían rojos tirabuzones de piel de naranja, cáscaras de huevo y amoratados restos de escarola, lo cual hizo reflexionar a Sarnita: parece que los padres de Susana se han vuelto al chalet, dijo, mirad, se nota que ahora comen bien.
Desde el portal de la trapería no se veía el chalet de la calle Camelias, pero Java adivinó la verja del jardín abierta como antes, el aire impregnado del aroma a tilos, la grava limpia de hojarasca y la hamaca otra vez colgada entre la palmera y el eucalipto.
La gorda del Continental lo miraba esperando una respuesta. Negros rizos como tizones en la frente, restos del carmín en los gruesos labios cuarteados, labios rojos donde se acumulaban labios, y ribetes de rimel en las bolsas bajo los ojos verdes. Una cara ancha totalmente ocupada por una coquetería calculadora pero afable.
– Qué.
– Está bien. Pero ella nunca es la misma, y en cambio yo sí -insistió Java-. Qué extraño, ¿no?
– Así es como lo quieren -dijo la gorda con su gran boca desdentada-. A mí también me mandan, hijo.
– Esto es un merdé, mastresa. A veces la tía no quiere prestarse a todo, o no sabe, o tiene la mala semana.
– Yo hago lo que puedo, miro de escoger lo mejor. Bueno, todo se arreglará. Pero hoy no me falles, ¿eh? A las cuatro. Lávate bien antes. Y ya sabes, en boca cerrada no entran moscas. Sobre todo.
– Soy más mudo que la abuela, mastresa.
– Pues hala, adiós.
Una muchacha montada en una bicicleta amarilla de hombre pedaleaba llorando sin alcanzar el sillín, con rabia, desgarbada e inestable. Al pasar ante Java lo miró con ojos furiosos y tiró a sus pies un periódico doblado. Se alejó por la calle encharcada dando bandazos, envuelta en su apolillada bufanda roja y con las rodillas cárdenas de frío. Una americana gris de niño, con las costuras rotas, oprimía sus pechos, y lloraba. Era un día otoñal de alto cielo encapotado que parecía un incendio o el reflejo de un incendio muy lejano. La dueña del bar Continental se paró en la esquina y pellizcó el pico del pan para dárselo a Sarnita, que la había abordado con la mano mendicante y el otro brazo encogido saltando a la pata coja, a lo Cottolengo: un pobre meningítico, cabeza rapada al cero y piernas de alambre, incurable, buena señora, el puta, parecía de verdad. Antes de desaparecer, la gorda se volvió para guiñarle el ojo al trapero: No faltes, rey mío.
Y sigue contando que, cuando ella giró en la esquina y ya no podía ver a Java, éste se encogió de hombros y luego hizo butifarra con el brazo que lucía la muñequera de cuero negro, toma y toma, mastresa, y que entonces Sarnita explicó: pero no faltará, chavales, yo sé dónde es la cita y sé cuánto le interesa a Java, no faltará aunque ahora proteste y se haga el duro. Chisporroteando la corteza de pan tierno entre sus dientes podridos, en serio: yo sé cuánto le pagan por ir, qué clase de trabajo es ése, dónde y para qué lo quieren bien lavado. Y el corro cada vez más intrigado, siéntate y cuenta, Sarnita, ¿cuál es la contraseña?, ¿por qué eso de lávate bien antes? Calma, vamos por partes: la dirección la sabe de memoria, no hay ninguna contraseña, miedo no tiene y esta vez ni siquiera lleva la navaja en el bolsillo.
Cogerá el tranvía 30 para saltar en marcha desde la plataforma trasera en la calle Bruch esquina Mallorca y caminará un trecho dirección Paseo de Gracia. Liada la bufanda al cuello y con el estómago vacío, temblándole un poco las piernas igual que el primer día, pero no de cangueli sino de debilidad. ¡Miauuuuu! le hacen las tripas. Maldita sea. En menos de dos semanas es la quinta vez que acude a la cita secreta, y de todas ellas recuerda especialmente la primera, aquella tarde que hacía la busca siguiendo un trayecto distinto del habitual, lejos del barrio, por el Ensanche y bajo sus largos balcones forrados de banderas y colchas, ramas de laurel y palmas secas. Llevaba como siempre el saco al hombro y la romana al cinto, pero ya barruntaba que no le requerían precisamente para venderle papel ni trapos viejos ni botellas. Si hubiese sabido para qué, se habría lavado todo él con jabón y restregado la roña de los pies con piedra pómez, de verdad, la abuela me habría expurgado la cabeza, habría quitado ese olor a intemperie de mis ropas y yo no me habría hecho ni una paja desde un mes antes por lo menos. Pero sólo le habían dicho: por tantas pelas, en tal día y a tal hora preséntate en tal dirección. Y se preguntaba para qué, qué sería, ¿una trampa, una cheka de esas que aún funcionan pero ahora en manos de la bofia, que decía el padre de Mingo? ¿Un asunto de estraperlo, una viudita que necesita consuelo? ¿Alguien que busca noticias de un familiar desaparecido en el frente, o sangre para un tísico…? Java no lo sabía.