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Ramona devora su bocadillo dándole la espalda, encorvada en el extremo del diván, agazapada como una bestia hambrienta, sus dedos picoteando las migas en la falda, ni una dejó escapar. Luego dice:

– ¿Hay que esperar mucho?

– Depende.

– ¿Depende de qué?

– Qué sé yo.

– ¿Quién es él?

– No lo sé -Java la mira ahora con recelo-. ¿Ya sabes lo que tienes que hacer?

– Sí.

– ¿Y estás conforme en todo? Luego no me vengas…

– Lo único que quiero es terminar cuanto antes.

Parloteo de sirvientas y ruido de loza y cubertería en el patio interior, repentinamente. Java se guarda dos empanadillas en el bolsillo cuando ya la gorda abre la puerta y se asoma: ya, dice sin entrar, y ellos la siguen por el corredor en penumbra. Ahora Java nota en su mano la mano helada y sudorosa de Ramona, y se la coge apretándola con fuerza. En el dormitorio, de pie, ella se queda mirando las dos lámparas de gas de amarillas camisetas, una en la mesilla de noche y otra en el velador; emiten un constante silbido, como abejorros de luz. La cobertura central de la cortina color miel deja ver, sumida en sombras, una pequeña puerta de cuarterones, y ahí es donde la mirada de Ramona se queda prendida un rato, después que la gorda se ha ido dejándolos solos. Pero la muchacha recupera en seguida cierta viveza, abre el bolso y deja el tabaco y las cerillas en la mesita, se quita los zapatos, empieza a desnudarse. Java se descalza sentado en la cama y sus ojos legañosos vagan por la alfombra, por las borrosas líneas y desvaídos colores de la alfombra con su dibujo de hombres maniatados frente a un pelotón de fusilamiento: tiene que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque en la arena se ven cantos rodados forrados de musgo, y sangre, y hasta a veces me parece oír el rumor de las olas en la rompiente, la espuma rozando los pies de los caídos en primera línea, hostia, parecen de verdad… Por señas le indica a Ramona que se desnude despacio, se sitúa tras ella y abrazándola le quita la torerita musitando en su oído déjame hacer, yo sé cómo lo quiere el tío, el jersey por encima de la cabeza, la falda resbalando hasta el suelo, luego el sostén y ella muy quieta, respingando el trasero, mirando a un lado, dejándose morder la nuca. Su cuerpo blanco emite un efluvio enfermizo de sudor y jabón malo. Al acariciar sus pechos, moviendo ahora las manos con una exagerada lentitud, una obsequiosidad dedicada ya a una tercera presencia, Java captará en la piel un fino relieve de moneda, unos costurones.

Ahora tú, espabila, murmura Java, y ella volviéndose para darle el vientre, para golpearlo torpemente con el hueso de la pelvis y unos rizos como alambres. Todavía de pie, Java con los rápidos dedos recorriendo la piel, tanteando a ratos el costurón pero no sabe dónde, se le escurre bajo las yemas, lo encuentra y lo vuelve a perder: ¿qué es eso?, le dice, ¿una herida? Ella termina de desnudarle con manos frías y ausentes, ¿así?, vale, muérdeme, suspira, grita si hoy quieres comer caliente, nena, así ya vale. Restregándose de frente los dos un buen rato, pero de cintura para arriba cómicamente parados: abrazados como para descansar o reflexionar o permanecer allí de pie un rato, oyendo el rencoroso silbido de serpiente que sueltan las lámparas de gas.

Ramona con una pregunta muda en la mirada:

– ¿Está aquí?

– No sé.

– Pero tiene que vernos…

– Supongo. Baja la voz.

– Maldito sea mil veces.

– Cállate.

– Me cago en sus muertos.

– Ahora déjame hacer a mí. A ver, trae acá.

Guiar su mano yerta hasta el sexo, empujar suavemente sus hombros hacia abajo, ella arrodillándose despacio para dejar la boca a la altura conveniente, pero sin decidirse del todo, conteniéndose. ¡Grrrr!, maldición. Apartando la boca como una mojigata y una estrecha. El estremecimiento de sus labios, la nerviosa resistencia de la cabeza ladeada, ese empeño en mirar a otra parte: puñeta, piensa Java, otra que me hará sudar, cruzando por su mente la idea de que podría ser no una meuca como las otras, sino una de aquellas viudas de guerra que la miseria y el hambre de los hijos pequeños lanzaba cada día a la calle. ¿Por qué si no esa angustia en los ojos, por qué esos ramalazos de asco y de miedo?

El trato era que la función debía durar no menos de una hora, y él ya había adquirido cierta técnica: abandonarse en seguida al primer orgasmo para luego, instalado en un grado inferior de excitación y sin sobresaltos, poder controlar la lenta carrera ascendente de ellas y prolongar su gusto sin dejarlas caer, sin soltarlas nunca pero sin acelerarlas tampoco, llevándolas hasta el final del tiempo acordado.

– Eso no -dijo Ramona, simulando aplomo con una risita-. Todo menos eso.

– No me digas.

– Por favor.

– Cierra los ojos, chata.

El cuerpo bañado en sudor, reluciente a la luz limón del gas como una nieve sucia, boca abajo y abrazada a la almohada, rechazando a Java por segunda vez con ojos suplicantes. Eso no. Tienes que dejarte, va, no te hagas la estrecha. Jadeando. La carne viva de su miembro, tocada de una sensibilidad que no obedecía a ningún deseo sino que era más bien un triunfo ciego de la voluntad, no conseguía penetrar entre las nalgas contraídas. Va, no irás a decirme que es la primera vez, tonta. De pronto ella esconde la cara en la almohada, que estruja entre sus brazos. Java apoya casualmente la mano en la tela mojada, primero chasquea la lengua, sorprendido y contrariado, luego se entrega a la evidencia.

– Ya está, me lo temía. No llores, puñeta.

Pero no era por eso que ella lloraba, no por lo que hacía o se dejaba hacer. Aflojando él su brazo, mascullando en voz baja hostia me tocó la china, por qué mierda me tocará siempre apechugar con estas bledas muertas de hambre, se recuesta a su lado y espera a que se le pase la llantina. Enciende un cigarrillo de cara al techo: pues aún queda lo peor, nena, y le iba a preguntar: ¿cuánto tiempo llevas en el oficio?, cuando oye con toda claridad el doble chillido de pájaro detrás de la cortina.

La cortina ahora corrida tres palmos, dejando ver la puerta de cuarterones entornada. Ramona se incorpora un poco y ve algo que la acogota nuevamente sobre el cabezal empapado de lágrimas. Un estremecimiento recorre su cuerpo, se acurruca junto a Java, se oculta tras él. Entonces Java vuelve los ojos hacia la cortina y mira a su vez pero con toda tranquilidad, mira el nido bermellón de sombras donde parece flotar una máscara de cera y capta la orden imperiosa agazapada entre dos ruedas niqueladas: fuera cigarrillos, a trabajar, a encajar otra vez las ingles doloridas en las nalgas heladas de ella.

El mirón permanecía en una inmovilidad accidental e inhumana, de maniquí roto. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Brillaron en la sombra sus pupilas, un instante, luego se apagaron. Alzó en el aire la barbilla, un gesto que presumía el hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: otra vez. Tápame que no me vea, susurra Ramona echada sobre el costado al borde del lecho, recibiéndole ahora sin resistencia pero como cayéndose con él en un pozo, gimiendo. Sus ojos habituados al desdén, se cierran al fin. Terminamos en seguida, desliza Java en su oído, ayúdame, bonita, mordisqueando una nuca tensa, por favor.

Ella no sólo no volverá a mirar en dirección a la cortina, sino que todo el tiempo procurará ocultar la cara, como si de allí partiera un resol que dañara sus ojos y su memoria. ¿Qué diablos te pasa?, penetrando él a través de concéntricas ternuras que no esperaba, pero sin conseguir tocar el fondo de aquella humillación repentina y aquel miedo tan raros en una furcia. Las manos de Ramona por fin recorriéndole, abandonada a sus acometidas, alzando una pierna temblorosa como un ala y enroscando las suyas, pero todavía escondiéndose de algo. Acostumbrado a captar el fluido de mandatos que parten de la cortina, Java irá indicando lo que conviene hacer, gemir en ciertos momentos y en otros gritar, blasfemar, morder, insultar. En cualquiera de los casos, ella no dejará de ocultar tercamente la cara, incluso al rodar abrazada a él sobre la alfombra arrastrando consigo la suntuosa colcha, o al andar a gatas recibiendo golpes simulados a medias, fingiendo ella a su vez dolerse y protegerse con los brazos pero haciéndolo tan mal que él tiene que ordenarle en voz baja quéjate, insúltame, llora, que se te oiga o tendré que hostiarte de verdad, cabrona. La abofetea tres veces pero los gemidos son débiles y demasiado auténticos, no creíbles, sólo expresan sorpresa y vergüenza, ella acurrucada en el suelo y mirándole como un conejo asustado y él pensando esto no pita, sintiendo casi pena de ella: su rosario de vértebras, su cabecita de pelajos cortos como los de un chico, su triste nuca de piojosa.

En otro momento la verá arrodillada en el lecho restregándose la barra de carmín por los labios, ¿qué haces, puta presumida?, quizá para darse un respiro, por supuesto de espaldas a la cortina. Pero al instante suenan tres golpes de bastón en el parquet: fuera pintalabios, y nueva orden: tumbarla y espatarrarla y morderla donde ya sabes hasta hacerla gritar como loca, llevarla a la silla y vestirla la capa pluvial, juntar sus manos tras el respaldo y atarlas con el cordón morado, y chuparle los pechines mientras ella echa la cabeza atrás, pataleando. Esto saldría mejor, pero luego, arrastrándose sobre la alfombra mientras él la azota con el cordón, volvería a inmovilizarse acurrucada junto a los fusilados al amanecer con la cabeza oculta entre los brazos. Sudando, Java tira el cordón y ella clava las rodillas en la arena salpicada de sangre, entre la cabeza destrozada por la descarga y el sombrero de copa caído, ¿a quién se le ocurre ir a la muerte con sombrero de copa?, agachándose despacio con las manos en la nuca hasta tocar sus rodillas con la frente. Oye el rumor pedregoso de las olas en la rompiente, repitiéndose a lo largo de la playa. Entonces, de pie a su lado, abriendo las piernas, Java apunta cuidadosamente y vacía la vejiga sobre la flaca espalda curvada, por fin, qué alivio, sobre la nuca y la cabeza. Ella se estremece al recibir el chorro caliente, lo nota escurriéndose por sus flancos y sus muslos, goteando de sus cabellos, su nariz, su barbilla. Obedeciendo a otra señal, Ramona tenía que incorporarse, dejarse coger de las caderas y resbalar despacio sobre él, hacia abajo, entre sus piernas abiertas. Notaría Java en el sexo la mejilla regada por lágrimas y orines y sudor, y tendría que centrar la cabeza con las manos, obligarla, sujetarla, recordarle de nuevo: si hoy quieres comer, reina, no te pares. Y Ramona resistiéndose hasta oír los bastonazos exigiendo más decisión, más viveza. Ahora, el sexo de Java arde indiferente a unos centímetros de su boca. Arrodillada, ella cede al fin a la fuerza de las manos.