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– Levántese la falda, señorita.

Algo así le dirían, sin acusar ella ni rubor ni vergüenza, consciente tal vez de inaugurar un ritual de miradas y deseos que había de llevarla muy lejos.

– Vamos, Carmen, no seas tonta. Es lo corriente -la animaba a su lado el joven pianista con traje de dril blanco.

Obedeció Menchu. El ayudante del empresario dijo vale, está bien, y entre las dioptrías de sus gafas quedaron prendidos los dos espléndidos muslos.

– Venga el lunes al ensayo.

Sobre la tristeza del decorado sin iluminar, fingiendo una rosada alcoba nupcial con el balcón abierto a una noche de luna, resbala de pronto la luz de las diablas, azul seguido de rojo y luego amarillo. Cantaban en ringlera y cogiéndose de las manos por detrás de la cintura, con plumas y lentejuelas y medias de red, cuando escucho tu voz melodiosa que invita a soñar, y me dices cantando muy quedo tu inmenso querer, y tus frases apasionadas llegan a mí veladas, a mi infancia arrullada en tus brazos quisiera volver.

Sale en el apoteosis final con todas las coristas, comentan los maduros bien trajeados de las primeras filas, es la más alta y la más rubia, a la derecha de la vedette. Mírala, Muñoz, una estatua griega, duerme duerme mi niño querido, no tiene voz ni sabe cantar ni menearse, pero es una real hembra, una mujer de bandera, fíjate bien.

En el verano del cuarenta y cinco sería, poco después que el mando francés ordenara la disolución de las unidades guerrilleras. Todas las tardes sentada en la cafetería El Oro del Rin, con las piernas cruzadas y una revista en las manos, mirando la Gran Vía con el aire de no esperar nada ni a nadie. Tras ella, una tertulia de ex futuros cadáveres y hombres de negocio arrellanados en butacas de cuero miran sus rodillas yodadas, sus zapatos blancos de suela de corcho, su cabellera platino; saben que ya no exhibe en la pasarela del teatro Victoria sus muslos de locura y algo han oído contar a los camareros acerca de su primer amante recluido en un sanatorio y del siguiente que la ha abandonado, un pianista de orquesta barata: está pasando una mala época.

Una tarde calurosa de julio, un caballero con chaqueta sport color vino ribeteada de amarillo le hace llegar por medio del camarero un sobre abierto. Contiene un talón bancario en blanco con la firma Muñoz. Carmen observa desdeñosamente el talón, apaga el cigarrillo y descruza las rodillas, dejándolas irradiar quietas a la misma altura, un poco demasiado separadas. Indiferente le pide una pluma al camarero, escribe algo en el talón, introduce éste en el sobre, ensaliva, cierra y lo entrega para que sea devuelto al remitente.

Traía tabaco y revistas, velas, churros, algún libro, una botella de colonia. Suplicaba no salgas ni siquiera de noche, hazme caso que un día tendrán que recogerte del suelo por esas calles, podrías caerte de debilidad, espera unos años y todo habrá pasado. Se echaba desnuda sobre el colchón, sin soplar la vela, decía es una delicadeza que tengo contigo, ¿te gusta?, con los otros lo hago a oscuras. ¿O prefieres dormir?

– Duerme tú, si puedes.

– ¿En qué piensas, tantas horas aquí, solo?

En el último atraco al banco Hispano Colonial, lloviendo, el limpiaparabrisas del Ford marcando la espera y el motor en marcha, Jaime Viñas sentado al volante con la tartamuda entre las piernas y el recuerdo caliente de alguna mujer entre ceja y ceja: hablándome siempre de ellas, de sus arrebatos con mordiscos y uñas clavadas en la espalda, en los momentos quizá de mayor peligro. Revisando el largo cargador con las 33 balas. Va de perilla: ninguna alarma, ningún tiro. Cuatro hombres con chubasqueros saliendo tranquilamente del banco, el último limpiándose la frente con un pañuelo. Trescientas cincuenta mil de recaudación y el Fusam con una brecha en la frente.

Disponiendo de más armas desde que acabó la guerra, adquiridas a los maquis franceses y en subastas del ejército aliado. Manteniendo contactos irregulares con los demás grupos, intercambiándose hombres y armas y alternando períodos de inactividad para desbaratar el cerco de la policía. Se discutía la nueva orientación guerrillera de los exiliados en Francia. Las infiltraciones de pequeños grupos a través de la frontera eran ya frecuentes desde principios de año.

Al volver Sendra de algún viaje a Toulouse, hablaba de sus conversaciones con el secretario de defensa de la rue Belford y de sus visitas a la Colonia Aymerich. Navarro y el Fusam le preguntaban por la mujer y los hijos.

– ¿Se ocupan de ellas? ¿Están bien?

– La Organización prevé todo… Toma, tu mujer me dio esto, lo tenía hecho desde el invierno pasado.

Era un jersey de lana. Añadió que Ramón, el contacto en Barcelona, traería más cosas para todos. Pero Ramón también trajo la confirmación de aquello que algunos temían:

– ¿Tu mujer? Pues… en la vendimia. La Organización pasa ahora cantidades insignificantes, la verdad. Las pobres mujeres tienen que reclamar lo que es suyo una y otra vez…

Indignados pero aguantándose, tragándose las protestas delante de Sendra, sobre todo Navarro, un anarquista tan disciplinado que duerme en posición de firmes, a ver quién coño lo entiende, solía decir Palau. Ja, la Central se ocupa de todo: ja, se reía, mano, esto no pita. En cambio dicen que el Socorro Rojo funciona muy bien.

Ese mismo día el carota asaltará por su cuenta una joyería de la calle Santa Ana, en Gracia, y dos días después, en compañía de Jaime y sin que el grupo tampoco se enterara, se llevó cuatrocientas mil pesetas del Banco de Bilbao de la calle Mallorca. Por medio del contacto y adjuntando una nota que decía «aquí se vive de realidades», el botín fue a engrosar los fondos de la Central en Toulouse, menos una parte que se reservaron él y Jaime y otra que destinaron a las mujeres de Navarro y el Fusam, en Montpellier, sin que se enterara ni el mismo Ramón, que fue el portador.

Entra por la gatera una postal pinzada entre dos plátanos, detrás del plato de lentejas. Un mensaje escrito por el carota, aquella vieja idea suya de: qué tantos remilgos, si ves a un tío con chistera en un Haiga pues a él, clávale la Parabellum en los riñones y ten la conciencia tranquila, que si no es un facha qué otra cosa puede ser, con la chistera y el cochazo… Y si aún sales alguna noche a estirar las piernas, acércate el viernes por el Alaska y hablaremos, en la carretera de la Rabassada hay mucho que hacer.

El carota siempre con sus bromas: la postal es de la colección Vencedores de la Patria y propone un experimento entretenido: Fije usted la vista durante treinta o cuarenta segundos en el retrato y, volviendo la mirada hacia el techo, verá reflejada la efigie de nuestro malogrado Fundador. ¡Presente!

– ¿Piensas ir?

– Sí.

– Una noche te caerás por ahí…

Transpiraba el «Taylor» con su camisa blanca, las sobaqueras empapadas de sudor y las culatas de las pistolas tan ajustadas a las axilas que caminaba con los brazos separados del cuerpo como si tuviera ganglios. Llega a la mesa y envuelve la caja de zapatos con papel de periódico. En su bocamanga cuelga el pequeño escorpión y Sendra no le quita ojo, captando los destellos dorados, el brillante juego de la cola con su picadura venenosa. Ten mucho cuidado, le dice. Luego clava los ojos en Palau.

– Carota, ¿cuándo nos enteraremos de todas tus chorizadas? ¿Es cierto que Marcos te ayuda? ¿Cómo hay que deciros que no actuéis por cuenta propia?

Palau engrasa la Parabellum:

– Sólo limpio a los cerdos germanófilos. Palabra.

Pero qué va. La cara tapada con el pañuelo negro y el sombrero calado hasta los ojos, obliga a parar el automóvil en una revuelta de la carretera de la Rabassada. Introduce el brazo por la ventanilla y clava el cañón del arma en la sien del conductor. Un hombre gordo y lustroso, bien vestido, con canoso pelo de cepillo y ojos aterrados. Aligera, tú: la cartera y el reloj y todo lo que lleves encima, volando. Primero echa el freno de mano y pon los pies en el asiento. De prisa.

El hombre obedece tembloroso. Mira al carota, después a mí. Puedo oír el viento silbando entre los pinos. Desde la otra ventana del coche le arranco la aguja de la corbata.

– Tú eres un cerdo alemán -le dice Palau -. A que sí.

– No… Yo soy de aquí, de Sabadell, lo juro.

Arruga Palau el ceño sobre los bordes del pañuelo, se dibuja bajo la tela apretada por el viento su mueca despectiva. Para tranquilizar su propia conciencia, insistía:

– Pero eres germanófilo, al menos. A que sí.

– No, de verdad…

– Te gustaría que los alemanes ganaran la guerra, a que sí.

– Que no sé, que yo no entiendo…

– ¡Pues peor para ti, si no entiendes! ¡Más ligero, collons! Encogido en el asiento, los pies bajo el trasero, el hombre ha entregado la cartera con tres mil quinientas pesetas, el reloj de diez kilates y la estilográfica con capuchón de oro. Se quita los gemelos obedeciendo a mi señal. Palau ve en el asiento de atrás un paquete del tamaño de un plumier envuelto en papel seda y atado con un cordel de purpurina dorada. ¿Un regalito para la parienta?, dice el carota, y el hombre palidece. Dámelo, rápido. Ya puedes largarte.