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– Tiniente, terminemos primero con su hermano -dijo un mójame-. Que no nos dejará pichar en paz.

– Eso. Je, je. Y mientras, que ella nos prepare un té caliente, tiniente.

– Unos pinchitos, paisa.

– ¡Silencio! -dijo el teniente acercándose al azotado con los brazos en jarras, provocándole-: No volverás a escupir. No tienes huevos.

– ¿Que no? -mirándole por encima del hombro, esa descarada-. Agárrame la bragueta y verás, fascista de mierda, toca: grandes, duros y agarraditos al culo.

– Tú misiano, paisa -dijo un moro-. Pero no tener hüivos.

– Prueba, moranco asqueroso.

– Espera y verás -dijo el teniente, y le dio una bofetada y

luego-: Tú, amárralo mejor. Con esa cuerda.

Cumplió la orden el mójame que se reía. Y otro aún más negroide, retinto, con barbita de chivo, se acercó y plantó las garras en los desnudos pechitos amarillo limón, enfangados, mordidos lirios de luz. Quedó entonces la niña aún más abierta de piernas, crucificada en la escalera, dando alaridos mientras el oficial hurgaba en las ingles con su manaza.

– Suai-suai -decían los moros riendo-. ¡Jaudulilá, que pronto se desmayará!

Se retorcía como una serpiente, gemía y lloraba y se reía, y el oficial, con los dientes apretados, dio un paso atrás y ordenó al moro que siguiera éclass="underline" aprieta, mójame, retuércelos que parecen de goma, así, apretaditos en el puño y ahora tira fuerte hacia abajo como si los ordeñaras, así, y él se puso a golpearlo con las rodillas y con los pies, mientras esa descarada hacía que se desmayaba de dolor o de risa. Entonces todos se volvieron a mirar a la gallega caída en el suelo, y en cuyos ojos había el espanto y el horror de verdad, mosén, el mismo de entonces con toda seguridad, y una ansiedad vengativa, sanguinaria. Tienes que pararles, pensaba, levántate y échalos de aquí, pero las piernas no me obedecían. Volví la cara cuando tres de ellos sujetaban sus brazos y sus piernas y el otro se sentaba sobre su vientre, busqué a Luis a mi espalda con ojos de auxilio pero ya no estaba en el vestuario, y una oleada de calor me envolvió, cuando noté algo moviéndose debajo de mí, en el tronco de cartonpiedra donde me sentaba…

Pero eso nunca tendría el valor de confesarlo, cómo podría si no estaba segura de que hubiese ocurrido, si debió soñarlo: que el niño se había deslizado dentro del tronco como una serpiente, que estaba enroscado allí desde hacía rato, conteniendo la tos y ardiendo de fiebre como dicen que arden los tuberculosos junto a una mujer; soñó incluso su boca morada y su lengua quemante, su aliento envenenado que traspasaba el cartón buscándola. Sin poder reaccionar, paralizada por lo que veía en el escenario: la más sucia porquería que unos moros degenerados pueden hacerle a una chica en las afueras de un pueblo devastado por la metralla y el pillaje, le diré, eso sí, pero cómo confesar lo otro si fue una ilusión de los sentidos, un desvarío, a caballo del tronco áspero y rugoso, descalza y con los zapatos en la mano, extraviada la conciencia y el corazón en un puño… Se levantó y escapó del refugio y de aquella visión atroz y de su propia vergüenza, me fui corriendo a casa y pensaba decírselo en seguida, mosén, hay que hacer algo con esos golfos, fue el último baile de su juventud tan triste y aburrida, castigarlos o expulsarlos de la Parroquia y no volverá a ocurrir, lo están corrompiendo todo pero mi vocación es firme, mosén, que el Señor me guíe, unos niños y a mis años, qué vergüenza.

Y el Tetas y Amén siempre con la torta: vestidos de monaguillo iban de acá para allá tras de entierros y misas, parando a ratos en la trapería para enterarse de todo con retraso y mal. Y Mingo ya era el colmo del despiste, sobre todo los días que se quedaba a comer en el taller de joyería. Luis iba algunas noches a un tostadero clandestino de café, allí le daba vueltas a una esfera de metal sobre unos leños encendidos, y estaba siempre en la luna, con sueño y el buen olor a café y azúcar tostado en sus ropas; pero al menos de día era libre igual que Sarnita y Martín y se iba con ellos a vender postales o al cine. Veían a Java con más frecuencia y por lo tanto estaban al corriente de todo, no tenían que andar jodiendo con preguntas como Amén:

– ¿La encontró por fin, Sarnita, de verdad? Que no me he enterado, hombre, que tenía un funeral, cuéntame -siguiéndole al trote, pisándole los talones camino de la plaza Rovira-. Venga, ¿qué pasó?

– No seas pelma. A Java no le gusta ventilar eso. ¿Cogemos el treinta? -indicó al tranvía que iniciaba la curva frente al cine-. ¿Ya viste Sendas Siniestras, de los hermanos Dalton? ¿O vamos al Delis?

– Vale. Pero oye, jolín, a mí nunca me contáis nada. ¿Es verdad que Java ha ido al barrio chino?

– ¡Corre!

Se colgaron del enganche trasero cuando el tranvía enfilaba la recta del Torrente de las Flores. Durante un buen trecho oyeron el tintineo de la campanilla y los chispazos del trole en el cable, luego el chirrido de las ruedas en la curva frente al cine Delicias: abrazados y con los ojos cerrados recibían en la nuca y la cabeza los puñados de arena que les arrojaba el cobrador, sus insultos y sus manotazos. Salta cuando te avise, dijo Sarnita, ¡ahora! El impulso les hizo correr varios metros con el cuerpo doblado hacia atrás, los brazos como ventiladores y las suelas de las botas percutiendo en el empedrado como pistones, hasta el mismo vestíbulo del cine. Martín y Luis ya estaban allí. A ver si hay tomate, porque si es una de amor yo me las piro al Iberia, que dan Aventuras de Marco Polo. Nos colamos juntos, ¿eh?, dijo Amén, no me dejéis el último, siempre me toca a mí.

Disimularon mirando los carteles. El portero leía el periódico sentado en su silla. Tras la cortina marrón ya se oía la sintonía del

No-Do. Luis compró un cucurucho de altramuces y lo repartió. Vieron al vagabundo Mianet rastreando colillas entre los pies de las chicas que miraban las fotos de reclamo del programa doble. Siempre guipando, el viejo Mianet. ¿Fue aquí, Martín?, preguntó Amén. Sí, se ve que el Mianet dijo algo mirando las fotos, estaba ahí mismo igual que ahora y Mingo lo cazó al vuelo y salió pitando a avisar a Java: ya sé dónde está, legañoso, la han visto. ¿Y fue a verla llevando mucho dinero, le sacó dinero a la doña?, dijo Amén. No, pero estuvo a punto, dijo Sarnita, verás: fue Java y le dijo, doña, esta vez sí que es ella, supe que salía con un policía armada y al principio me extrañó, luego resultó que el policía es mariquita, igualito que ella y hasta tiene una cicatriz en el pecho, qué cosas, doña, hasta se hacía vestiditos con una máquina de coser que le alquiló a ella. Ya no salen juntos, no ha vuelto a verla pero sabe dónde para y por decírmelo pide dos duros. Es un pobre sarasa muerto de hambre, los días que está libre de servicio hace horas en un taller mecánico. Es pariente lejano de la mujer del dueño del taller, que era marmota y dicen que tiene un hijo de un cura. Este cura era el confesor de las huérfanas de la Casa de Familia antes de la guerra, hasta que la Aurora se enteró que hacía manitas con las niñas y se lo dijo a un tío suyo anarquista, que echó al cura a patadas de la Casa, lo vio toda la calle Verdi y todavía lo recuerdan. Lo he sabido en un bar de furcias que frecuentaba el gris vestido de andaluza, qué elemento, ya lo expulsaron del cuerpo, doña, si es que no podía ser… Bueno, dos duros me pide, doña, son muchos cuartos pero yo que usted se los daría, no debemos perder la ocasión.