Sarnita se interrumpió, sus ojillos como bellotas reventonas espiando al portero: doblaba el diario, se levantaba, iba a charlar con la taquillera. ¿Y qué pasó?, dijo Amén, ¿le dio los cuartos? Nanay, no salió bien. Sarnita hundió de pronto la cabeza entre los hombros como si fuera a embestir y empujó a Martín y éste a Luis: ¡Ahora, va, que no nos guipa…! No, esperad, quietos, ordenó Sarnita. Y los clavó muertos de risa. Pues no lo entiendo, aprovechó para decir Amén, ¿por qué se inventó al poli mariquita? Tontolculo, replicó Sarnita, ¿cuándo entenderás de negocios?, el plan era volver otro día y decir nada, nos engañó, los mariquitas son traicioneros, doña, se quedó los dos duros y todo mentira, no era ella, no se puede uno fiar… ¡Ahora, adentro!
Se colaron, pero antes de finalizar el No-Do hubo un apagón. Silbidos y pataleo en el gallinero. El acomodador puso dos velas encendidas al pie de la pantalla. Martín y Luis tiraban pellejos de altramuces y cerillas encendidas a la platea, barrida de vez en cuando por el cono de luz de la linterna del acomodador. Amén fumaba e incordiaba sin descanso: ¿y dónde dijo el Mianet que vio a Ramona? No lo sé, pelma. ¿Pero Mingo lo oyó decir y se fue corriendo a avisar a Java? Sí. ¿Y qué pasó?
– ¿Dices que la han visto? ¿Quién? -dijo Java.
– El Mianet.
– No hay que fiarse del viejo. ¿Dónde está?
– En el Delicias -dijo Mingo-, mirando cuadros.
Llevaba el sol en sus viejos zapatones de vagabundo, destellos cegadores. Rondaba los vestíbulos de los cines del barrio con su mugrienta guerrera sin color y su macuto, arrimándose a las muchachas que cogidas del brazo leían en voz alta los diálogos escritos en las fotos color sepia clavadas con chinchetas en el panel, frases de amor o de risa mecidas por el ruido de la proyectora en la cabina, que se oía incluso desde la calle. Destacaba en medio de las muchachas su cabeza de tortuga, calva, arrugada y negra, que desprendía un metálico olor a conservas, a lata vacía. Su simpática cara de viejo simio simulaba un franco interés por la tragedia de guante blanco que expresaban las fotos y leía en voz alta, porque siempre había alguna chavala que se quedaba a su lado a escucharle un rato más: la experiencia le había enseñado que no todas sabían leer. Sólo un observador muy agudo podía captar la tierna maniobra; primero su cabecita infectada de miseria oscilaba sobre el largo cuello, y había un suave y reverendo parpadeo al mirar de reojo a la presa; en seguida el lento, cauteloso desplazamiento del pie hasta rozar el de ella; bajaba entonces los ojos con humildad, ladeando un poco la cabeza, se inclinaba con cierta prevención, como si estuviera al borde de un precipicio, y el espejito semioculto entre los cordones flojos del zapato le devolvía desde el fondo de un pozo aquellos pálidos fulgores blancos, rosados o celestes, en medio de los muslos.
Entonces una sonrisa beatífica endulzaba la cara de Mianet. Alternaba la fijación del difícil encuadre con la lectura susurrante y fervorosa de los diálogos en las fotos del panel, arrastrando a su joven presa de una escena a otra, de un beso de amor a una mirada de celos, de un duelo de espadas a un peligro en la jungla, sin descomponer nunca la figura de espontánea y gentil deferencia hacia la analfabeta. Y con precisos desplazamientos del pie, según exigiera el vuelo de la falda o la postura de ella, mejoraba pacientemente la perspectiva, tanteaba aquella suerte de claroscuro que alguna vez debió pararle el corazón ante el feliz hallazgo: alguna vez debió ocurrir.
– Cuando Java llegó, ya lo habían pescado -dijo Sarnita-. Ya lo estaban vapuleando.
El portero del cine y un espontáneo indignado, un fulano de gran papada, mandón y colérico. Lo empujaban de malos modos hacia la calle y él refunfuñaba, medio caído en el suelo, barriéndolo con la bufanda y el petate. En la pechera abierta de su guerrera asomaban hojas de periódico que le protegían del frío como una camisa. Le decían cerdo piojoso, baboso, rojo, aléjate de las niñas, lo patearon, hicieron añicos sus espejitos mágicos, tiraron lejos sus zapatos, abollaron su fiambrera y tropezó y cayó con un triste ruido de quincalla. Viejo indecente, gritaban, que lo encierren, escupiéndole mientras el portero y aquel fulano lo arrastraban hacia la calle. Java se interpuso y recibió tal bofetada del gordo que, encogiéndose en el acto como un felino, la mano se le fue como el rayo al bolsillo de la navaja. Pero no la sacó, no hizo falta: algo en sus ojos enfermos de legañas, pelones y rojos, mirando desde abajo, acojonó al tipo, que reculó y le permitió ayudar a Mianet, calzarle los zapatos, levantarlo del suelo y llevarlo a una taberna allí cerca.
Lo sentó y le dijo volviste a las andadas, viejo loco, no escarmientas y un día te matarán a palos, ¿por qué no vuelves a pedir por los pueblos, qué esperas de esta cabrona ciudad de chivatos, que te trinquen? Un día se sabrá todo y acabarás con la boca llena de arena en el Campo de la Bota, viejo tonto. El Mianet sacó la fiambrera y se puso a comer, le ofreció a Java un poco de carne en conserva y masticaba ligero con sus encías sin dientes, decía ja, ¿los pueblos dices?, ahora los payeses sólo te dan almendras y avellanas, nadie tiene un real y se pasa más hambre que aquí, el que crió un cerdo lo mata de noche y a escondidas, con la radio bien alta para que nadie oiga los chillidos, son unos agarraos, hijo. Y riéndose, más tranquilo: ¿qué, qué hace tu abuela, qué hay del marinero…? Nada. ¿Dónde duermes ahora, Mianet?, le preguntó, ¿ya tiraste el saco, no quieres traernos papel?, mira que la abuela siempre te daba algo. Y él ja, eso se acabó, ya tampoco estañaba ollas ni arreglaba paraguas, ahora hacía algo mucho mejor, vendía nomeolvides en el barrio chino y le iba bastante bien, tenía una clientela de putas que le encargaban hacer grabar el nombre y la fecha… Sí, allí la había visto la semana pasada, en un bar de Escudillers, no le compró nada porque andaba en las últimas, cómo está la pobre, hijo, quien la ha visto y quien la ve, claro que tú la conoces de hace poco, habrás ido de dormida con ella, pillastre, pero está de piojos y de miseria que da pena, hecha un fideo y tan asustada, desconocida, una cara todo ojos; pero si ni fuerzas deben quedarle para aguantar a un fulano encima, si apenas habla, si ni siquiera visitaba a su tío Artemi por no acercarse a la Modelo, eso me dijo; yo sí, era un amigo y le llevaba algo de comer cuando podía, estuvimos juntos con el Chepa en la ofensiva; va listo el pobre Artemi, no saldrá ni en treinta años. ¿Y qué bar era ése, Mianet?, dijo Java. Ah, pillastre, podrían ser tantos, éste o el otro a ella le da igual, mira en Escudillers, y si no acércate por La Maña: está pasando una mala racha.
Fue un sábado por la noche. El día tiene la desventaja del mucho trabajo para ellas, pero el mucho trabajo es precisamente la garantía de encontrarlas. Se pateó todo el barrio chino, todas las casas de putas, desde La Maña al Jardín y La Carola, y nada, en todas le decían lo mismo: aquí no queremos enfermas, esto no es un asilo, tuvimos que echarla porque hasta apestaba, de verdad.
– ¿Tan mal está, chaval, tan acabada? -decía Amén agazapado en la sombra del cine, apurando con avidez la pestilente colilla-. ¿Tuberculosa sin remedio? ¿Un vejestorio con bigotes y tetas caídas? ¿Ya no la quieren los hombres, Sarnita, ya no les da gusto?
Sarnita achicaba los ojos, rumiaba: no, dijo. ¿Te acuerdas de las momias que sacaron a la puerta del convento de las Salesas, en el Paseo de San Juan, que mi padre nos llevó a verlas de niños, te acuerdas? Pues así, una momia. Atiza. Y ya muy de noche la encontró por fin en una tasca de mala muerte, y chico, qué sorpresa: un fideo, sí, un pellejo que hedía a vinagre, una momia pero muy pintada y teñida, muy puesta y ni hablar de sentirse perseguida y con miedo: timándose con dos marineros en la barra, calentándolos aunque luego nada, porque se largaron y ella se quedó con las ganas. Algo de miedo: retrocedió al verle entrar, diciendo ¿otra vez, niño? De miedo: apenas si habría hecho dos chapas en toda la noche y era sábado, se le notaba el fracaso en la cara. ¿Será por la cicatriz, Sarnita? ¿Por lo aburrida y triste, una Magdalena? Java salió a esperarla fuera. A través del cristal la vio pagar un cortadito. Él no había podido sacarle aquellos dos duros a la doña, sólo tres pelas, más dos que ya tenía…
– Traigo el dinero -dijo parándola en la acera-. ¿Subimos, Ramona?
– ¿Dónde quieres ir, mocoso, dónde te dejarían entrar?
– No tengo los dieciocho, pero se lo creen. ¿Subimos? Ella suspiró cansada, cerró los ojos. El bolso colgado al hombro, las manos en los bolsillos de la gabardina, las katiuskas donde bailaban sus piernas que se le habían quedado como palillos. Déjame tranquila, por el amor de Dios, no me busques líos y olvídame, rico, no me hagas esta faena. De pronto él cogió su mano por sorpresa y se la puso ahí, sonriendo: mira cómo estoy de malito, Ramona, mira cómo me tienes. Quita, niño. Si quieres aviso a Maruja y subes con ella, es lo único que puedo hacer.