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– No. Contigo.

– Si estoy para el arrastre, hijo. ¿Ya me has mirado bien? Por mí no quedaría, no es por falta de ganas, te lo digo francamente -y cerró otra vez los ojos, cerró su mano en la mano que ardía, cerró las piernas temblonas y acercó la boca abierta rozando la bufanda de él-. Pero es mejor que no. No quiero tratos contigo, así de clarito. Abur.

– ¿Por qué? Tengo el dinero -ella se iba, pero la retuvo por el brazo-. Espera, oye una cosa…

– Dile que se vaya a paseo, a ese que te envía. Díselo.

– No diré nada, no diré que te he encontrado.

Ramona volvió a subir a la acera, de un tirón se desprendió de su mano y lo miró fijo. Pero sólo dijo, con una voz desconocida, con la cara repentinamente de otra, una calavera pintarrajeada:

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué, rico? ¿Por qué habrías de hacer eso por mí?

Java no resistió esa mirada. Pensó ¿qué pasa? Naturaclass="underline" no era ella, ese esqueleto no podía ser ella, Sarnita, se había equivocado de furcia; ésa no se escondía de nadie, así que no podía ser, ¿verdad? Sí que lo era, sí que tenía miedo, ahora, pero también ganas, pues acuérdate: un par de chapas solamente y tal vez con vejestorios, piensa lo que debe ser para ellas, tan acostumbradas a hacerlo cada día, un tormento, chico, iba como una perra, tú no entiendes de eso todavía pero así es la vida, Amén, así es el vicio. Y ya lo creo que era, porque en seguida añadió:

– ¿Y por qué iba yo a creerte? ¿Te crees que me chupo el dedo, que no sé que me denunciarías?

Se lo explicó cogiéndola del brazo, caminando: no me conviene, tonta, ¿no ves que si hablo te llevan a esas monjas de Gerona para regenerarte y se acabó el negocio para mí? Es matar la gallina de los huevos de oro, y no me interesa, ¿está claro?

– Entonces -dijo ella parándose- ¿qué buscas, qué quieres?

– Subir contigo. Sólo eso.

Lo pensó ella un momento y dijo: está bien, vamos. Pasaron dos borrachos alborotando y haciendo sonar palmas. Ya era muy tarde y cerraban los bares y los letreros luminosos se apagaban. ¿Tienes para una habitación?, nerviosa ella, dando traspiés: y cómo pasa el tiempo, chico, el mirón ni me reconoció, decía, fíjate, ¿tanto he cambiado, tan estropeada estoy?

– No hay mucha luz allí, y es de gas.

– No es eso. Han pasado ocho años, pero qué son ocho años…

– Debías ser casi una niña -dijo él para complacerla-. Ahora eres rubia y te pintas, y tan flacucha…

– Eso es, una buena birria.

– A mí me gustas.

– He estado enferma. Bueno, ¿tienes para la habitación, sí o no?

– Sí.

¿Que qué hay, Amén? Pues una cama, un bidet, una mesita de noche con un cenicero, nada más. Espejos en el techo, sátiros y ninfas persiguiéndose en las paredes, culos al aire, tetas. Luz roja, toallas, pomadas para el pito, nada más. Yo nunca he estado pero agárrate, que viene lo bueno: Java tampoco. No me lo creo, Sarnita. Como lo oyes, chaval, a lo mejor ni siquiera tenía roto el frenillo, el legañas. Y el caso es que no pudo hacer nada, no se le empinó. ¡Atiza!, ¿tan mal está la tía, tan jodida? No, parece un fideo pero se ve que desnuda está muy buena. Lo que pasa es que ésas siempre te cuentan su vida, ya sabes, una perra vida con hijos de padre desconocido y un chulo que las pega, siempre arrastrándose por los bares y las casas de meucas más tiradas, y eso te la baja, chaval, te la baja pero hasta los pies, si te descuidas acabas llorando, yo no he ido nunca con ellas a una habitación pero es así. ¡Ondia! entonces es mejor no dejarlas hablar. Eso precisamente haré yo cuando me estrene, Amén, pero depende de la tía y de todos modos si te tapas las orejas y cierras los ojos resulta fermi, tal como habías pensado antes de ir: estás tumbado en la cama con ella, fumando un cigarrito, hablando de la vida en general, tan a gusto, imagínate, no tienes más que alargar la mano y aquí está ella, a tu lado, desnudita, calentita como un pan.

– ¿Te dejan quitarles las medias?

– Si están enamoradas, sí. Y el sostén, y las braguitas.

Pero primero las katiuskas. Tumbado cara al techo, puestos los ojos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, se volvió un instante a mirarla arrodillada en el colchón, como la primera vez en el dormitorio del piso del Ensanche, mientras sujetaba sus cabellos en la nuca con una gomita. Mirando tranquilamente su cuerpo como una estatua antigua en medio de un jardín descuidado, en medio de una memoria frondosa que no era totalmente suya, mirando sus pequeños pechos castigados de cicatrices y mordiscos y sus ásperas caderas; pensando en el curioso destino de esta carne y la suya unidas en una cama ajena no por la casualidad, sino por el hambre o la necesidad: ese sentimiento de las cosas que ya son irreversibles, como el fracaso o la muerte.

Y si la tratas con dulzura te acaba cogiendo confianza, chaval, y entonces puedes preguntarle: ¿cómo te has hecho de la vida, nena? Y ella te cuenta cómo y cuándo empezó, quién fue el primero, dónde la desvirgaron, si la hicieron sangre, si le dio gusto, etcétera. Y es emocionante.

– Era mecánico de motores de aviación, trabajaba en Can Elizalde. Muy guapo, un poco echao palante, revoltoso, de los amigos de Durruti igual que tío Artemi, él me lo presentó cuando era capataz.

– ¿Ya eras directora de la Casa, entonces? -dijo Java-. ¿Ya hacías función con las huerfanitas en Las Ánimas?

– Eso fue antes, el primer año de la República. Iba a fregar y a barrer aquel ático pero dormía en la Casa. Cuando vino la guerra y la directora se las piró dejando a las niñas en la estacada, allí sólo entraban los cuatro reales que las mayores ganábamos yendo a fregar por ahí, alguien tenía que hacerse cargo y yo era la mayor. De hecho nunca fui directora de nada, tío Artemi y algunas mujeres del partido nos ayudaron mucho, aquello duró hasta que mataron a Pedro en Aragón.

Se había sentado en la cama y le esperaba. Él andaba ganduleando cerca del bidet, pensativo, amohinado. La vio levantarse, déjame que te lave, niño, la vio venir con unos ojos extraviados, una sonrisa que parecía una mueca, déjame hacer a mí.

– ¿Y las llevabas a misa, mandando los rojos? ¿Llevabas a las huérfanas a comulgar a Las Ánimas, a rezar y a cantar con el cura, en medio de aquel follón de los rojos? -dijo Java.

– A misa no, claro, no había, la capilla fue saqueada y quemada y no se abrió al culto hasta dos años después. No creas que era lo mismo que ahora, no nos pasábamos todo el santo día con el gorigori, sino jugando, aprendiendo solfeo o ensayando la función de teatro. Aquel invierno sirvió de alojamiento provisional a unos milicianos que regalaron varios pares de zapatos a las niñas, y ellas les ayudaron a instalarse en el jardín, aún me veo alrededor de las fogatas trajinando manojos de fusiles, haciendo equilibrios sobre los altos tacones… Todo fue bien hasta que perdí a Pedro.

Siempre dicen lo mismo: que el novio las engañó y abusó de ellas y después las abandonó. Y si insistes, si caes simpático, te cuentan cómo fue, llorando como Magdalenas al recordarlo, desconsoladas, chico, el rimel yéndose a la mierda con las lágrimas y el carmín también y el colorete; de pronto es otra fulana, es otra cara: una cara de pobre viciosa sin remedio.

– Quién tenía que decirme que me pasaría esto a mí, precisamente a mí, que ayudé a mi novio a recaudar para el Socorro Rojo y a pegar por las calles aquellos carteles que pedían a las putas que abandonaran su oficio, que era la hora de su libertad. Y mírame ahora.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo fue la primera vez, dónde?

– En una cama ajena y sin hacer. Antes de limpiar el piso, porque Pedro no podía esperar ni un minuto más. Sobre unas sábanas que aún guardaban el calor de él, el asqueroso. Aprovechábamos todas las ocasiones que el señorito no estaba. Pero se enteró. Un día debió descubrirnos y el cerdo no dijo nada, no hizo nada, sólo mirar: meses y meses mirando, espiándome al desnudarme y al vestirme, viéndome allí en su cama abierta de piernas, el miserable, viéndome gemir y llorar de felicidad, hoy lo sé, como sé que nunca más volveré a ser feliz en esta vida. Yo idolatraba a mi Pedro, niño, le dejaba hacer conmigo lo que quería, no es como ahora, ¿entiendes?, era un amor de los grandes. De modo que ese desgraciado se fue pudriendo por dentro, agazapado detrás de una cerradura, y así sigue, pudriéndose cada día más y no sólo por culpa de la metralla que lleva en el espinazo, pudriendo todo lo que toca, a su pobre madre y a ti y a otros que vendrán detrás de ti.

– ¿Y tú no te dabas cuenta? ¿Cuánto tiempo duró?

– Desde un día que no pude entrar en el cuarto de baño. Estaba siempre cerrado por dentro y para fregar tenía que acarrear cubos de agua de la cocina. Qué extraño, me dije, pero tonta de mí no se me ocurrió. Y él estaba por aquellos días tan amable, por otra parte, tan atento conmigo y con las chicas de la Casa: nos regaló una mesa de ping-pong y por la noche había una muñeca en todas las camas de las huérfanas, y a mí empezó a regalarme ropa interior. ¿Entiendes?, prendas monísimas, las más caras y finas, para poner cachondo a cualquiera. ¿Te das cuenta qué cosa más rebuscada, venirme con aquellos sostenes calados, aquellas combinaciones de raso y camisones transparentes, aquellas ligas con puntilla…? ¿Y las botellas de coñac y de anís que dejaba a nuestro alcance en la mesilla de noche, para que nos emborracháramos, para que nos animáramos a hacer todo aquello que a él más debía gustarle? Hasta el día que se le olvidó echar el cerrojo.