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Fue poco después de irse Pedro, dijo. Ella se había puesto la bata y empezó a vaciar ceniceros, sacudir la alfombra, barrer y fregar. Siempre que pasaba con el cubo y el estropajo junto a la puerta del cuarto de baño, la mano se le iba instintivamente a la manecilla por efecto de un reflejo condicionante. Y esta vez se abrió. Sorprendida, sin terminar de abrir del todo, vio luz y oyó las patas del taburete chirriando al retroceder él, luego un frasco de cristal estrellándose contra el suelo y la resistencia temblorosa detrás de la puerta. Abrió del todo, ya con el grito en la garganta. Y allí estaba, recostado contra la pared con el albornoz echado sobre los hombros, espatarrado para no caerse del todo, en medio de un sembrado de colillas y cristales rotos y un charco oloroso hasta la náusea, el cuartito lleno de humo de tabaco y sudores irrespirables. Y estrujando, sobando con dedos de maniático la toalla amarilla…

– ¿Qué hizo cuando se vio descubierto?

– Yo me asusté tanto. Quería irme pero él no me dejó, se empeñó en darme una explicación. Primero suplicó, se arrastró a mis pies implorando: que era como una enfermedad, dijo, que no lo podía evitar y que no hacía mal a nadie con eso, que lo perdonara, que por el amor de Dios no le dijera nada a su madre. Luego se dio cuenta que yo lloraba aún más que él, que estaba aún más asustada que él y que era casi una niña, y se calmó. Yo no sabía qué hacer. Quería irme a la Casa y meterme en la cama y llorar, recuerdo que esa noche una de las chicas me oyó y vino de puntillas a acostarse conmigo. Tenía que desahogarme con alguien y se lo conté todo. Muertas de vergüenza y de rabia, cortamos las cabezas de todas las muñecas de las huérfanas y al día siguiente se armó la gorda.

– ¿Se lo dijiste a tu novio?

– Lo habría matado. Pensaba decírselo, pero más adelante, aquellos días había tiros por las calles y sé que Pedro habría ido a matarle, a él y a Justiniano, que era el que me traía los regalos. Justiniano era el chófer de su padre y solía venir con el Hispano a recoger a Conrado los días que comía con la familia. A veces me lo encontraba abajo en la calle y al verme me sonreía, no puedo decir que se portara mal conmigo pero era su confidente y su cómplice, y creo que sólo por eso me juré joderle algún día. También solía encontrármelo en el ático, cepillando los trajes del señorito o lustrando su colección de botas de montar, y yo no sé por qué pero la gozaba viendo aquel hombrón haciendo esas faenas, parecía un perro feliz meneando el rabo, hasta habría jurado que lamía las botas. Aunque debía saberlo todo, nunca se había metido conmigo ni siquiera en plan de broma. Pero un día que trajo bebidas al ático por orden del señorito y me encontró sola, fregando el pasillo, me propuso tomar una copa de coñac. Fue la primera vez que lo vi con la camisa azul. Yo no acepté y se puso pesado, estaba muy eufórico y bromeaba, y al disponerse a descorchar la botella me quiso abrazar y con el forcejeo, sin querer, me clavó el sacacorchos aquí y aquí, mira. Entonces ya me urgía hablar con Pedro, pero de pronto no hubo tiempo para nada, vino la guerra y Pedro se marchó al frente y yo, al ser la mayor de la Casa y quedarnos sin directora, tuve que ocuparme de las chicas. El señorito Conrado se pasó a los nacionales con su padre, que ya estaba en Pamplona, y luego se marchó también la señora, y las milicias anarquistas confiscaron su piso del Ensanche y dicen, no sé, que durante un tiempo fue una cheka, yo nunca estuve. De cualquier modo sé que tío Artemi no permitió nunca que se tocara nada, ni un cubierto se tocó de aquel piso y mira cómo me lo agradecen. A ese desgraciado nunca volví a verle, y tampoco a su madre… Aún no me has besado en la boca, ¿es que te doy asco? Y tampoco he notado tu lengua, chato mío…

Y los abortos que han tenido: también eso te cuentan, chaval. Y el cuidado que ponen en no correrse, en que no les des mucho gusto, en distraerse con algo, por ejemplo contando mentalmente hasta cien. Por no gastarse. ¿No sabes que el nervio del gusto lo tienen muy fino y acaban estropeándolo de tanto darle gusto? ¿No ves que no podrían aguantar, con lo que trabajan, no ves que acabarían tísicas de tanto correrse?

– Pero a su padre sí -dijo Java notando la lengua en las ingles, cogiendo su cabeza con las manos, quizá con la idea de mitigar un poco aquella fiebre, aquella ansiedad que la consumía-. Espera… Al padre sí que volviste a verle, ¿verdad? Ramona se incorporó con una tristeza en los ojos, pellizcando con dedos temblorosos un pelito pegado a la comisura de los labios. Suspirando, se recostó a su lado.

– Sí -dijo-. Entonces ya otra gente se ocupaba de las niñas y yo volvía a servir, esta vez en una torre de la barriada de La Salud que los señores dejaban largas temporadas a mi cuidado. Salía cada noche y me iba emputeciendo, es la verdad, no sé cómo pudo ocurrir pero así es. Me desesperaban los bombardeos, y no lo digo como excusa, me deprimía meterme en el metro y en los refugios. Balbina y yo frecuentábamos el hotel Falcón, en las Ramblas.

– ¿En busca de plan?

– En busca de compañía. Amigos de Pedro y de mi tío. El hotel siempre estaba lleno de milicianos con permiso y la paga aún caliente, y a veces invitábamos algunos a la torre de La Salud y se quedaban a pasar la noche. Balbina quedó embarazada y la señora la despidió. Pero yo seguí, me enamoré locamente de uno y después de otro, y no creas que estaba triste ni amargada, no, no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi tío se enteró y un día me dio una paliza. Entonces se lo conté todo: que me gustaba, que no podía pasarme sin eso, que nunca olvidaría a Pedro pero que necesitaba a un hombre y que la culpa la tenía el mirón. Mi tío no dijo nada, no quiso saber los detalles, sólo su nombre. Conrado Galán, le dije. Dos meses después me vinieron a buscar unos hombres de las Patrullas de Control y me llevaron al hotel Falcón en coche, recuerdo que era primavera y había tiros y barricadas en las calles, se veían ventanas protegidas con sacos terreros y aspas de papel engomado en los cristales, y los hombres de mi tío iban preocupados y callados con sus fusiles y granadas, sus pañuelos rojos y negros anudados al cuello, eran muy jóvenes. En las Ramblas no se veía un alma. En el hotel, una miliciana con el gorrito ladeado sobre los rizos fue en busca de tío Artemi. Se oían risas y canciones de soldados, en el pavimento resonaban culatazos de fusiles y había mucho trajín de chicas recaudando fondos para el Socorro Rojo. Mi tío no estaba, había ido al Comité, que estaba más arriba, junto al café Moka. Fuimos y allí nos dijeron ha ido a hablar con el inglés en la azotea del edificio de enfrente, sobre el cine Poliorama, ¿ves esa cúpula?, me dijeron, ¿ves al Paco que asoma la cabeza? Recuerdo el perfil alertado de un hombre flaco, con el fusil vertical rozándole la nariz, leyendo un libro. Mi tío apareció a su lado ofreciéndole una botella de cerveza y palmeando su espalda. Me enteré entonces del asalto a la Telefónica y me explicaron la situación: se temía un ataque a nuestros locales, había que defender el hotel. Ahora vendrá tu tío, me dijeron, pero lo esperamos en vano, ellos decidieron volver al coche y poco después corríamos por una carretera de las afueras. Tendrás que identificarlo tú sola, me dijeron. Paramos en una curva y bajamos, ya era de noche y yo tenía frío aunque estábamos en mayo. Nos esperaba otro coche y dentro unos hombres que fumaban, el chófer era jorobado, llevaban cazadoras de piel y boinas y caras de sueño. Hasta que se volvió no reconocí su cara detrás del cristal, no iba esposado y los agentes que lo custodiaban no le prestaban atención. Siempre tan bien peinado y con su bigotito recortado, me miró con pena, pero todo ocurrió tan de prisa que no me dieron tiempo a pensar. Le había visto muchas veces en Las Ánimas, en compañía de la señora, y entonces le hacía en Burgos o en cualquier otra parte con los nacionales, no sé cómo lo pescaron pero allí estaba y lo sacaron del coche a empujones; deslumbrado por los faros, nos miraba de pie al borde de la cuneta con las manos en los bolsillos de su abrigo de cuero y la bufanda amarilla colgada al hombro, tan pálido y demacrado, envejecido de pronto, tan repentinamente cargado de espaldas y hasta más bajito. Pero no le oímos suplicar. Ahí le tienes, dijo el Responsable mirándome, y sacó la pistola y otro de los faieros también, pero una voz dijo espera, cuando lo ordene Navarro, no antes. Entonces comprendí, y quise decirles que se habían equivocado pero el miedo me atenazaba la garganta, no conseguía decir no es éste, éste es el padre, aunque los muchachos de mi tío debieron notar algo porque pareció que dudaban un instante. Pero los agentes del SIM tenían prisa, acabemos, venga, dijo uno de ellos. El señor me miraba esperando quizá un milagro, no era un mal hombre, él y la señora siempre se portaron bien conmigo. No protestó, no hizo la menor resistencia. En el silencio de los preparativos se oía el viento nocturno silbando entre los pinos. Todavía hoy no sé si conseguí decir, con una vocecita, qué vais a hacer o algo así, se trata de un error, pero ellos ni me escuchaban ni parecían dispuestos a echarse atrás, todos son iguales cuando empuñan una pistola, crueles y sanguinarios, le ha llegado la hora y basta, decían, y mientras el señor me miraba seguro ya de morir y yo repetía que no, que no lo mataran y que al que había que prender era a su hijo, alguien me empujó diciendo vuelve la cara si no quieres verlo o mejor vete al coche, y allí me encerré pero lo vi todo a través del cristal. Le dieron orden de caminar y empezaba a moverse al borde de la cuneta cuando, el más decidido, alcanzándole de dos zancadas, le dio dos tiros en la nuca, tan seguidos que pareció uno. Le descargó la pistola en la cabeza, cuando ya estaba caído, y le quitaron el abrigo de cuero, el reloj y los zapatos. Con la punta del pie le movieron la cabeza agujereada. Luego pasaron sobre él con el coche, el jorobado al volante miró atrás y preguntó ¿cómo ha quedado el señor?, y otro dijo: bien, planchadito. Y lo dejaron tirado al borde de la cuneta.