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Simulando en el acto arrebatos de ternura, Java instalaría un sueño rutilante allí donde la realidad seguía siendo dura y difíciclass="underline" oía gruñir de aburrimiento o de hambre unos intestinos que ya no sabía si eran suyos o de ella, adivinaba su boca contraída por la náusea y en cierto momento, por casualidad, su mano tropieza con la cicatriz aferrada al hombro de Ramona como un lagarto rosado, cerca del cuello. Es un costurón muy feo, largo, la marca de fuego, piensa Java, la Mujer Marcada, ondia, que se me baja… Entonces, un vacío se apodera repentinamente de su minga en la boca caliente de ella, y se la deja desarbolada. Ramona levanta la cabeza y lo mira con ojos interrogantes, remotos. Java se esfuerza por borrar de su mente la imagen de la cicatriz horrible, la tapa con la mano, pero es inútil. A gatas, resollando, ella remonta su cuerpo lamiéndoselo una y otra vez.

Finalmente lo consigue con los dientes, esmerándose más allá de su propio miedo, y Java la voltea, enzarzados los dos como en una pelea, buscándose y rechazándose. De nuevo ordena grita, puñetera, insúltame, chilla, aráñame, pero ella sólo dice en voz muy baja mátame, dos veces al final, mátame mátame, y él nunca supo si lo dijo en serio o fingía.

Poco después advierten que están solos. Ramona corre a encerrarse en el lavabo y él se viste. Al volver, ella no quiere mirarle a los ojos, todavía tiembla y tiene prisa.

– ¿Quién paga?

– Vas muy ligera, ahora. Eso antes. Me has hecho sudar la gorda.

– Él no, supongo.

– No. La mastresa.

Vestidos ya, esperan sentados en la cama. Ramona fuma furiosamente, Java saca una empanadilla del bolsillo y come mirando el vacío, absorto como un niño. Oyen golpear la puerta con los nudillos, salen al corredor y la gorda, después de entregarles un sobre cerrado a cada uno, les conduce hasta la puerta.

En la calle, antes de separarse, encuentran cerrado el paso frente a la Delegación Provincial de Falange; la acera la ocupan una treintena de hombres con camisa azul que, rápidamente apeados de un camión y alineados en doble fila, cantan. Muchos peatones se paran, recelosos y serviles, y unen sus flacas voces a ellos, el brazo en alto y la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. Tienen que esperar que el ritual acabe, volverá a reír la primavera, y cuando Java se dispone a atacar la última empanadilla oye una voz a su lado:

– Vosotros, ¿no sabéis saludar?

– Como saber, sí señor -dice Java.

– ¡Venga ese brazo, coño! -Sí, señor.

– ¡Ni señor ni hostias! ¡Arriba el brazo!

– Sí, camarada.

Ya estaba Java en posición de firmes cuando recibió la bofetada. Ni siquiera llegó a verle la cara, al que se la dio. También Ramona, con la barbilla clavada al pecho, oliendo todavía a orines, temblando, extiende el brazo hacia las desnudas ramas de las acacias que arañan un cielo de plomo; los ojos bajos, más que saludar ella parece rechazar con la mano a alguien que no quiere ver, que no quiere escuchar. Java, ocultando la empanadilla en la espalda, con la boca llena y les ojos húmedos a causa de la cachetada, mirando la nada frente a él, todavía le quedan ánimos para masticar disimuladamente mientras espera los gritos de rigor.

El Simca 1200 GLE, blanco, matrícula B-750370, emergía un palmo sobre la superficie del mar. Bañado por la luz rosada del amanecer, su techo de vinilo negro y la brillante pintura de sus formas aún exhibía toda la elegancia que un día pudo hechizar a su comprador. Hundía el morro en el agua, al pie de las rocas, y el oleaje levantaba chorros de espuma por encima de la blanca cola levantada. Una de las puertas estaba abierta y las olas jugaban con ella. En el asiento posterior, dos niños idénticos aplastaban las narices en el único cristal intacto que quedaba y miraban con sus ojos redondos y ya velados la turbia nada del entorno submarino. Sus cuerpos flotaban ingrávidos y ligeramente de costado, como en una cámara vacía de aire o en un acuario, en medio de algas cimbreantes y alguna medusa transparente. Los demás cristales del automóvil parecían hechos de nieve sucia: astillados, con miles de fisuras. Una de las ruedas traseras, con neumáticos radiales de banda blanca, se apoyaba desinflada en una roca sumergida. Sólo asomaban por entero las aletas posteriores de la cola, cuyas luces intermitentes, en los diez segundos inmediatos al accidente, habían estado emitiendo reflejos del alba, guiños inhumanos, frías señales de una supervivencia técnica sobre la catástrofe y la muerte; un parpadeo sereno y confiado, como cuando tragaba kilómetros, como cuando aparcaba en la puerta del club.

– Así que ya no era un pelagatos -comentó Ñito.

– Y qué, si tampoco lo va a disfrutar -dijo la monja -. Dios mío, Señor mío.

El automóvil parecía un animal abrevando tranquilamente al pie del acantilado, veinte metros más abajo de la curva más cerrada de Garraf. Los golpes de mar lo iban ladeando lentamente y en el flanco derecho de la carrocería, un poco más arriba de la improvisada línea de flotación, mostraba una gran abolladura de la que aún saltaba la pintura y varios agujeros por los que asomaba una madera astillada. Dentro del coche, todos los ingenuos requisitos de la opulencia: reloj luminoso, guantera cerrada con llave, encendedor, techo forrado, asientos reclinables. El hombre que yacía de bruces sobre el volante, frente al parabrisas astillado, había hecho instalar un receptor de radio, y su mujer había insistido mucho en poner una moqueta rojo salmón, quizá para impresionar a los vecinos. Ahora estaba acurrucada a su lado, descalza, la falda y los cabellos ondulando hacia el techo según el capricho de las corrientes marinas. Pegada al tablié había una reproducción exacta, en fotografía, de los gemelos que flotaban en el asiento trasero con las caras aplastadas contra el cristal.

En la superficie serpenteaba una mancha de aceite estrecha y viscosa. Un poco más lejos, entre las rocas, un cisne de goma medio desinflado picoteaba aquí y allá obedeciendo al oleaje. También flotaba una gran pelota azul junto a una maleta abierta que nadaba entre dos aguas, y, alrededor del coche, esparcidos en un área de quince metros, se veían camisas de seda y vestidos de mujer estampados, pamelas, toallas, sandalias y nikis de niño, dos gorritos de marinero, folletos de turismo y mapas de carreteras. Debajo, en aguas un poco más profundas, un banco de pececillos alargados y de color acerado, con franjas negras, daba vueltas alrededor del automóvil. De vez en cuando, los peces se precipitaban todos a una al interior del coche entrando por las ventanillas y tironeaban las puntas de deshilachados cuajarones de sangre que flotaban como cintas rojas en torno a las cabezas del hombre y la mujer.

Y cuenta que, en lo alto del acantilado, los camilleros vieron a una joven rubia tapándose la cara con las manos, de bruces en el volante de su coche sport abollado por detrás.

– Este loco, dicen que gritaba la chica, llorando -dijo Ñito-. Quería pasarme, le daba rabia ir detrás y se le metió en la cabeza que tenía que pasarme, chillaba. No pensó en otra cosa desde que se me pegó detrás saliendo de Sitges, pobre loco.

– Esta manía de correr y correr -suspiró Sor Paulina-. Dios mío.

Cada día, desde las tres de la tarde, aproximadamente, hasta la hora del rosario, durante aquellos sofocantes días de septiembre, el viejo celador permanecía sentado con su guardapolvo azul ante un vaso de licor amarillento en el cuartucho oscuro y sin ventilación que Sor Paulina se empeñaba en llamar farmacia, y que no era sino una especie de maloliente almacén de potingues y frascos. Allí la monja preparaba recetas y dulzones e inofensivos licores sin nombre a base de colorantes y una pizca de alcohol. Había un ventanuco enrejado cerca del techo, al nivel de la calle. A medida que el sol daba de lleno en este costado del Hospital Clínico, cerca del depósito de cadáveres, el calor aumentaba y la gran cara redonda y banal de Sor Paulina, de una viscosa bondad de patata pelada, parecía reafirmarse más y más en su silenciosa cualidad vegetal para dejarle a él hablar y divagar libremente mientras se bebía sus jarabes. La monja parecía no escucharle siquiera, dedicada a anotar pedidos en una libreta, a suspirar yendo y viniendo de los estantes a la mesa arrastrando sus pesados pies, invisibles bajo los faldones del hábito. Ocupaba una silla alta de rígido respaldo en la que sólo apoyaba sus posaderas, más que sentarlas, frente al celador, que a ratos la ayudaba a clasificar cajitas de inyecciones y de píldoras con la finalidad de quedarse un rato más y seguir bebiendo y parloteando. Aunque en ocasiones ella movía su gran cara de luna de párpados cosidos, ingrávida en medio de la penumbra, y miraba a Ñito sin que él se diera cuenta, generalmente sólo era para recriminarle alguna grosería; sus ojillos grises nunca dejaban ver una luz de interés, una señal que acusara el paso de un recuerdo compartido.