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Tres días más tarde, sin haber cumplido aún aquel propósito, llegó con retraso a la cita del segundo piso de la calle Mallorca. Al igual que los desechos tirados en la esquina, las meriendas en el saloncito verde mejoraban de día en día: ya no eran resecas empanadillas y vasitos de leche fría, sino humeantes tazas de espeso chocolate y rebanadas de pan blanco, mantequilla de la buena y mermelada. Pero ese día no recaló en el saloncito para ser presentado a la que había de ser su compañera, sino que fue introducido directamente al dormitorio. Pensó que era por llegar tarde, pero ya en el pasillo, flanqueado por el sordo fragor de espadas chocando y caballos encabritados, una sospecha se apoderó de él.

– Hoy no sé quién es, hijo -dijo la mastresa -. A última hora me han avisado que no viniera con la Beni. Que tenían a otra. Parece que ya está aquí.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Lo único que puedo decirte es que cobrarás el triple.

– ¿Y eso por qué, mastresa?

– Tú cobra y calla, tonto.

Lo primero que vio, al cerrarse tras él la puerta del dormitorio, fueron las joyas emitiendo cariñosos destellos sobre el velador: un nomeolvides de oro, una medalla de pulido bisel y una sortija con una calavera de plata y dos aguamarinas por ojos. Luego, sobre la cabeza canosa de Torrijos en la alfombra, sus zapatos color trigo, lustrosos, elegantes, con los calcetines rojo cereza al lado. En el respaldo de la butaca colgaba la camisa de seda azul, el traje marrón a rayas blancas, cruzado, y la corbata amarilla. Y al volverse le vio en la cama con la sábana hasta la cintura, brillando a la luz de gas su torso lampiño, una mano bajo la nuca y la otra en alto con el cigarrillo, mirándole con una indiferente complicidad. Era su vivo retrato: la misma piel morena y sedosa, el mismo pelo ensortijado y los mismos ojos estirados hacia las sienes como los de un gato, además de aquella otra relación felina que establecían los hombros con la nuca: cuando se inclinaba un poco hacia adelante, una cualidad de pantera al acecho.

Java escrutó de reojo la cortina, que se movió un poco. No rehuyó esta nueva e imprevista situación ni lo que se esperaba de él, fuese lo que fuese. Lo único que hizo fue desnudarse detrás del biombo de querubines anacarados, y dejarle al desconocido la iniciativa.

La cabeza colgando fuera de la cama, mordiéndose el labio a un palmo de la alfombra, debió entonces pensar en los kabileños del barrio y la negra distancia en que quedaban, tal vez insalvable, muchachos tan dispuestos que nunca conocerían incidentes como aquél, que nunca tendrían una oportunidad. Así, sentiría más hondamente el vértigo del despegue, la emoción anticipada del adiós a tantas cosas. Sobre la luz de gas derramada en la playa ficticia de la alfombra, intentaría concentrarse en el caprichoso poder del que dispuso la espectral escena y en el rumor expectante del mar, en la arrogante aceptación de la derrota mirando más allá de la muerte, en la crispación de los puños maniatados y de las lívidas caras donde asomaba la sequedad del hueso, una carne yerta que mucho antes de sonar la descarga ya había dejado de recibir el flujo de la sangre. Uno de los condenados parecía que no se tenía en pie. La playa se repetía en sus ojos como una desolación sin nombre. Cantos rodados forrados de musgo, cáscaras tal vez de mejillones pudriéndose y manchas de sangre desvaída en la arena. No era capaz de mantenerse en pie ni a la de tres, las piernas se le doblaban y acabaría por sentarse en un charco de agua espumosa que las olas, en su vaivén, renovaba constantemente. Viejo de años o envejecido de golpe, alelado, hablando solo, una ruina coronada por la nieve de los cabellos y el sombrero de copa del cual no quería desprenderse, quién sabe por qué. Por todos los medios tratarían los civiles de mantenerlo erguido, pero él se dejaba caer. El pelotón se puso nervioso. El oficial ordenó que lo sostuvieran por los sobacos. Pero al soltarlo, en el último momento, volvía a caer, y el oficial desistió. La primera descarga lo pilló sentado, la cabeza sobre el pecho, las manos atadas chapoteando en el charco, como un niño jugando a la orilla del mar.

Una hora después, mientras el desconocido aún se vestía, Java ya estaba en el pasillo recibiendo el sobre de manos de la mastresa. El triple, en efecto. ¿Qué tal?, preguntó ella. Bien.

¿Quieres comer algo, hijo?, no tienes muy buena cara. No, estoy bien. Al comentar que el precio era justo, ella dijo que sí, pero que la otra había cobrado el doble que éclass="underline" me ordenaron echarle el sobre por debajo de la puerta, dijo, pero antes de hacerlo conté el dinero. Java guardó silencio un rato, luego dijo: ¿Cómo se llama, mastresa?, y ella: ¿No se lo has preguntado? En el sobre ponía Ado, Adoración será.

Tuvo una corazonada que al anochecer le llevó al café Oro del Rin, a la tertulia del alférez. Y entre aquel rumor de conversaciones y tintineo de cucharillas en gruesas copas, ahí estaba Ado, sentado ante un batido de chocolate y junto al pagano, un joven de tez pálida y cabellos planchados, leyendo el periódico. Vio también, a su derecha, al alférez inválido charlando con unos amigos. Evolucionaba entre las mesas un enjambre de camareros flacos serviles y socarrones. Le hizo una seña sin que lo vieran los demás, y el chico se levantó, llegó hasta él y lo acompañó a la barra. Que no se entere Alberto, por favor, dijo, que no nos vea. Pues vamos abajo, dijo Java, tenemos que aclarar algo. Y en los urinarios añadió, chaval, has cobrado el doble que yo y no es justo, así que a repartir ahora mismo o sales de aquí en globo. ¿El doble? ¿Y quién me asegura que es verdad?, empezó a sonreír, pero Java lo agarró por las solapas del traje cruzado alzándolo a un palmo del suelo y lo arrinconó, tenía prisa: clavó la rodilla en su bragueta, pero no vio esfumarse la sonrisa hasta que le disparó el salivazo entre ceja y ceja, certero y compacto, que yo no bromeo, sarasa, dijo, tendrás que creerme. Ado farfulló una excusa, pálido, pestañeando conmovido: no nos conviene armar follón, aquí no, si se entera Alberto verás la que se forma. Explicó que su Alberto era joyero y gran amigo de Conradito, por lo que éste no quería que se supiera lo de esta tarde en el piso de la calle Mallorca; que cuando el alférez le dijo, Ado, por qué no vienes un día a tomar una copa en casa, pero no se lo digas a Alberto, él no sabía que sería para eso; que él nunca había engañado al joyero, es la primera vez y me matará si… Te mataré yo si no repartes ahora mismo, cortó Java. Otro rodillazo y Ado se estremeció, balbuceando espera, te regalo esta sortija, ¿te gusta? Java la guardó en el bolsillo sin mirarla pero no cedió en su acoso.

Oyó una tosecilla a sus espaldas: el joyero estaba de pie en el último escalón, doblando el periódico cuidadosamente. Java soltó al chico, que se acercó a su amigo con ojos mohínos. Éste ni le 'miró y Ado se escabulló escaleras arriba. Muy despacio, el joyero bajó el último escalón y avanzó desbotonándose. Lo que pides es justo, dijo, ven mañana por la tarde que todo se arreglará. Acércate, ¿no tienes pipí?, yo me moría de ganas.

Cuando al día siguiente volvió al café, pudo comprobar que allí la vida seguía como si tal cosa; apacibles tertulias de señorones y policías, parejas de nuevos ricos y maduras fulanas calentándose al sol tras los cristales que daban a la Gran Vía. Sin embargo, mientras esperaba, tuvo ocasión de ver cómo la palmaba un respetable cliente a causa de un fulminante ataque al corazón; parecía imposible estirar la pata en aquellos divanes de cuero, una clara tarde de abril, rodeado de putas caras y de serviles camareros, en aquel mundo tan sosegado y regalado. En medio de la confusión que se originó, llegó el joyero y le hizo tomar un coñac en la barra para que se le pasara la impresión, y luego lo llevó a su tienda de las Ramblas para discutir una posibilidad de trabajo.

Pues todo eso, que es tan fácil de suponer y no le cuento, porque no es para contarlo, no se supo hasta mucho después. Se volvió astuto y reservado, Hermana. No nos contaba nada, no era para contarlo.

– Tendría usted que haber visto en las maletas sus camisas entalladas y sus zapatos de ante -añadió-, sus gemelos de oro, sus corbatas de seda. Seguro que no se iba a casa con menos de setenta mil al mes…

– Trabajaría duro y honradamente -dijo la monja-. Se ganaría la confianza de sus superiores, ahorraría. Escogió una buena chica, se casó, y supo conservar y aumentar esos dones de Dios. Que tú hayas arruinado tu vida, no te da derecho a malpensar de los demás -y brillaron sus mejillas de marfil al ampliar una sonrisa o mueca, añadiendo-: Que el que ha querido prosperar y gozar de buena salud, lo ha hecho, en tantos años de paz y penicilina.