Llevarle una furcia de vez en cuando, cuanto más tirada mejor, yo sé los sudores que me ha costado, camarada. A veces las invitaba a comer allí dentro, a la luz de una vela, y por ganas de hablar les contaba su vida y sus pasadas proezas. ¿Que por qué esos deseos locos de volver a verla, por qué a Ramona precisamente? Nunca me lo dijo, alcalde, pero puede figurárselo: debía ser como una necesidad, porque le gustan así de tiradas y sifilíticas, por vicio, quizá para ajustar cuentas con ella, como usted por lo del ojo ciego; quizá sólo por recuperar aquella falsa libertad de movimientos del ayer, verla desnudarse otra vez para su novio al pie del lecho. No sé. Yo siempre he sido un mandao, pero creo que de eso nada: esta fulana qué iba a ser del pum ni del pam, si fue una pobre raspa que ni siquiera sabe explicar lo que le ha pasado, una infeliz que perdió a su hombre en la guerra y se emputeció y hoy se siente sola y enferma. ¿Dónde vive?, cerca de aquí, pero qué le van a hacer, no la maltraten, no se ensañen ustedes con ella. ¿Citarla para un simple interrogatorio, un examen médico y luego la doña se ocupará de ella, la ingresarán en un centro de regeneración?, eso está bien, sí señor, no tengo nada que oponer. ¿Que qué me figuraba yo?, nada, confío en usted, camarada. ¿Cómo la conocí?, déjeme que recuerde: fue en la comisaría de policía de la Travesera, el día que me llamaron a declarar por lo de mi hermano, también ella estaba allí por lo mismo pero en su cabeza él ya sólo era un recuerdo borroso, un amor de juventud o cosa así, la encontré sentada en el banco de una salita y muerta de miedo, en medio de unos tipos malcarados, soplones de la bofia capaces de vender a su propia madre. Entre ellos creí ver al padre de Sarnita, que en paz descanse. Ninguno la reconoció, se marcharon y nos quedamos solos, ella tenía las rodillas cruzadas y me miraba recelosa, le dije es para un careo, ¿se dice así?, y sonrió, entonces todavía estaba muy buena, me dijo: no creí que sería con un niño, y sacó del bolso unas ricas empanadillas de atún y me invitó. Al principio nada me hizo pensar que fuese una meuca, llevaba zapatillas con borla de color rosa y la gabardina echada sobre los hombros y parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo. Propuso qué habláramos en voz baja porque seguro que había micrófonos ocultos en algún agujero por donde nos espiaba un mirón. Su idea era: quieren saber si nos conocemos de antes, así que disimula porque aunque tú no te acuerdes de mí yo sí me acuerdo de ti, creo, te pareces a alguien que un día amé mucho. ¿Ah, sí?, dije en un susurro, porque ella tenía los dedos en mis labios para que bajara la voz… Eso me excitó. Sus dedos olían a mandarina. Me avergüenza decirlo, señor, pero con usted quiero ser franco: nos hicieron esperar tanto, estábamos tan solos en aquella salita, con tanto miedo a que nos pegaran, y obligados a hablar en un susurro tan excitante, que nos arrimamos para oírnos mejor y ella empezó a ponerme cachondo con su faldita plisada y sus medias zurcidas, y venga a frotarnos, a sobarnos, y acabó haciéndome una cosa por simpatía, gratis, aunque luego le ofrecí una peseta porque me dio lástima. Sin chulería: creo que yo le gustaba un poco. Un día, tiempo después, me cogió la cabeza con ambas manos y me dijo: ay si pudieras irte y volver diez años antes, ay, creo que pensando no sólo en mí, sino también en el otro. Desde aquel día en comisaría, ya para siempre le quedó la impresión de que nos habían estado mirando por una cerradura, sería su manía. Pasó la primera a declarar. Ignoro si le dieron de hostias y patadas como a mí, no volví a verla. Tiempo después me la encontré una matinal en el cine Roxy, en las últimas filas y en plan de pajillera camuflada, no decidida aún, siempre con aquel miedo, aquella obsesión de la espionitis. Me pareció muy desmejorada, iba de mal en peor, no acababa de decidirse por el oficio y seguro que pasaba mucha más hambre que yo. Volvió a decirme que yo le recordaba a alguien a quien ella había amado mucho. Ese día me dio aún más lástima y quise invitarla a un vermut, pero no aceptó y volví a perderla de vista. Ya entonces la Congregación de la doña estaba interesada en saber su paradero y ella misma me había contado su historia de criada, de cuando usted era chófer de la casa y de su fidelidad a la familia Galán, que había de costarle el ojo en aquel chalet de San Gervasio convertido en cheka, cuando lo torturaron, camarada, se portó usted como un jabato: los Galán se habían pasado a la zona nacional y dejaron los pisos a su cuidado, una noche la Patrulla de Control de Artemi lo pilló a usted cargando cuadros y objetos de valor en el Hispano, seguro que intentaba usted reunirse con sus señores aunque en el barrio se dice otra cosa, que lo estaba robando, ya sabe: envidias y rencores. De cualquier forma se lo confiscaron todo y le detuvieron y luego los milicianos ocuparon el tercer piso y profanaron la capilla particular, hasta se hicieron una foto en el gran salón. Ya usted era falangista, ¿verdad?, ya era un jabato y en la cheka aguantó la tortura y hasta pudo escapar. Y en la retina del ojo que salvó de puro milagro se le quedó grabada la imagen teñida de sangre: Aurora Nin identificándolo, insultándole, escupiéndole a la cara y llamándole perro del señorito Conrado, lacayo de mierda azul, repugnante cómplice, recordándole no sé qué humillaciones, malos tratos y burlas. Pero yo sé que usted es bueno, generoso y sacrificado, y por cierto, camarada, aún no le han recompensado tantos servicios, tanta fidelidad a los luceros, con pérdida de ojo incluida, no es justo, si bien la alcaldía del barrio no está mal… Un juicio sumarísimo y cruel al que Aurora asistió junto con otros anarquistas, uno de los cuales podía muy bien ser mi hermano, ya ve usted que no lo niego. No sé; ¿por quién está usted interesado, en realidad, a quién persigue hace años, alcalde, a él o a ella? Bueno, qué más da, no me interesa el complot, aquí tiene su dirección pero no creo que sirva de nada interrogarla: está acabada, la pobre. No le hagan ningún daño, lo que necesita es que le den trabajo y confianza, deje usted que la señora Galán la ponga en manos de esas monjitas del patronato de Redención, señor, por favor, le juro que no es una roja…
¿Pena yo de denunciarla?, no es una denuncia, no se ría, es una obra de caridad, camarada. Es lo mejor para ella, podrá curarse, le quitarán el miedo, los recuerdos, podrá dormir al fin. Le extirparán esa voz maldita, esa cantinela vengativa de algo que fue suyo y perdió un día, esa voz escondida que a mí, en cambio, si no me sonríe la fortuna, me acompañará hasta que muera. Ya ve que no lo hago por dinero, no quiero recompensas, pero recuérdeselo al señorito Conrado y a su madre, son amigos del dueño de la joyería donde iré a trabajar y mi ayuda desinteresada de ahora podría ser un aval, ¿no?, debemos hacernos favores en estos tiempos que corren… No señor, no me la quito de encima porque ya no valga nada y esté podrida de sifilazos, tampoco es eso: peores pendejos me he tirado. No, es que estoy harto de lágrimas, señor, de miedo y de miseria. No soporto a la gente derrotada y apaleada, a la gente que ha perdido en la vida, que ha caído y no es capaz de levantarse, de adaptarse al paso de la paz y ocupar el puesto que todos tenemos aquí: que la paz les resulte peor que la guerra, ¿cómo puede entenderse, camarada? Así que no me recuerde más a mi hermano, no nos parecemos en nada, señor, él siempre llevaba un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y hasta en eso soy diferente, mire el mío, señor, de muchos colores, soy la mismísima primavera que vuelve a sonreír, camarada, míreme…
18
Seguían entrando huesos de cerdo, tan pulidos después de nadar durante un mes en la olla de la abuela, pero ya para qué, si él no quería vender más sortijas: decía tener otros planes. También asomaba su voz indignada y el ojo vengativo que sólo podía ver unos pies desnudos impulsando una mecedora: hasta cuándo, rata de cloaca, decía Java, qué esperas sentado ahí, pensando en las musarañas, estorbando: quiero llevar a la abuela a un asilo, y hablaba incluso de una novia. Cuándo te decides, hermano, va, de qué tienes miedo, quién va a acordarse de ti después de tanto tiempo… Y el encerrado le veía crecer en su impaciencia, en su voz de adulto y en la furia de su ojo, veía cómo el tiempo le iba creciendo las uñas de la ambición y la traición, le adivinaba cada día un poco mejor vestido y obstinado, luciendo una macabra sortija de plata y un chaleco celeste y floreado de chulito, ilusionado con su próximo trabajo y hasta hablando de casarse y de que esto no puede durar, tiene que reventar por algún lado.
En vísperas del primero de abril colgaban colchas y banderas de los balcones. Se encaramaban los golfos a las acacias de la Avenida Virgen de Montserrat, como en un ensayo general. En la plaza Sanllehy, ante las rendidas miradas de transeúntes y de viejos desocupados tomando el sol, un joven flecha remoza con pintura negra la araña estampillada en el muro mientras cuatro compañeros le guardan las espaldas en actitud centinela, dos por banda y cruzados de brazos, arrogantes, provocadores y despechugados, dando la cara a los mirones: circulen, coño, circulen.