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Prohibida a última hora la audición de sardanas en el parque Güell, desde la colina de las Tres Cruces se veía la plaza como un hormiguero de boinas rojas.

– Yo que pensaba ir a bailar -Margarita en el patio de su casa, acariciando los cabellos de su marido -. Me había comprado unas alpargatas.

– El año pasado, en la plaza del Ayuntamiento -el «Taylor» barajando las cartas -, se presentaron quince o veinte falangistas y empezaron a repartir leña, los muy…

Tragándose el insulto: siempre que Margarita estaba cerca, notaba un asombro y un retroceso en la sangre y la maldición se quedaba en la garganta. Domingos soleados bajo la parra del patio de paredes rosadas, aquella casa del Torrente de las Flores donde Margarita vivía realquilada con derecho a cocina. Para llegar al patio había que cruzar el comedor donde un anciano con uniforme de sereno liaba cigarrillos de picadura con una maquinilla. Vermut con olivas y anchoas y mejillones con mahonesa bajo el fresco de la parra, la baraja en las cuidadas manos del «Taylor» y en la cocina Palau preparando la paella. ¿Palau no juró ese día que a una joven sardanista le marcaron las cuatro barras en el brazo con un machete, y que el falangista que lo hizo era un mocoso que no tendría quince años? ¿Y Guillén no habló de aquel otro loco que se paseaba por la Diagonal con la camisa azul abierta y exhibiendo en el pecho tres hileras de medallas prendidas en la piel, a lo vivo? Los chorros de sifón helado y los gruesos vasos verdes sobre el mármol de la mesa, los destellos tornasolados de la nueva corbata de Jaime, el rojo carmín de la boca de Margarita y la radio del vecino: parecían domingos de otros tiempos, cuando ellos no tenían que esconderse de nadie. Las noches de verano con baile en la calle, Navarro traía una sandía y litros y litros de horchata, el barrio entero era una orquesta que bullía de locos bailables y de olvido. Pero Margarita aconsejaba precaución: aquel año, por ejemplo, que se quemó el tablado de los músicos, no dejó que nadie saliera a verlo, ni asomarnos siquiera a la puerta de la calle.

– Viniendo para acá he visto al alcalde hablando con el chico de Luis.

– Parece que la antigua cheka de San Gervasio vuelve a funcionar -Palau comiéndose un arenque asado sobre una gran rebanada de pan con tomate-. En plan de consulado de no sé dónde y como intercediendo en favor de los exiliados, ya puedes figurarte el truco.

– No lo puedo creer.

– Habría que acabar con ese cabrón.

– Conozco a una mantenida que lo ha tratado -Jaime Viñas recordando-. Podríamos prepararle una trampa.

Margarita aconseja no te fíes de ella, todas son confidentes, y Jaime qué va, la pobre las pasó canutas al principio de éstos, ahora la tratan bien pero Carmen no es de las que olvidan. Además, ella confía en mí, y de lo nuestro no sabe nada.

Entonces Viñas ya había traído al grupo a su cuñado el cerrajero, un hombre taciturno y de pocas luces que apenas hizo amistad con nadie, y preparaban juntos una nueva estafa. La noche que el carota pidió que lo acompañara a otra velada de boxeo y no fui, abajo en fila de ring vieron a Jaime con ella, que iba de incógnito con el turbante y las gafas negras y el abrigo de astrakán que llevaba cuando la conocimos en lo alto del taburete del bar Alaska, el mismo abrigo con que habían de enterrarla. Seguro que ya lo invita a su casa, seguro que él ya se la ha tirado pero que no se enteren los faieros, musarañas, que se aproveche ahora que puede, uno tiene derecho a divertirse y la tía está más buena que el pan, te lo dice Palau.

Pavoneándose por ahí con una fulana de lujo, abandonándose poco a poco a su antigua vocación de macarra, quién lo hubiera dicho, Jaimito. Aunque nunca perdiste el sentido de la realidad, la ocasión de sacar partido de ella en favor de todos, cierto: gracias a sus amistados conseguiste que la situación de Lage en la Modelo mejorase algo, y mucho más conseguiste:

– Carmen, guapa, ¿cuándo volverás a ver al cónsul de Siam? ¿Le hablaste de esa Academia que te dije? Tengo un amigo que se ganaría unos duros de comisión…

– ¿El sitio es de confianza?

– Del todo. Niñas de trece años.

– No creo que le interese. Justiniano es muy íntegro, a su modo. Camisa vieja. Al que tengo casi convencido es a don Joaquín, ése sí que corta el bacalao.

En el recibidor, junto al paragüero de caoba, el nuevo cliente besaba la mano gordezuela de doña Rita, el dedo estrangulado por la sortija de brillantes. En la placa de la puerta se leía Academia de Corte y Confección. Un piso profundo y oscuro de la calle Bailén con resonancias de máquinas de coser y risas de muchachas, piar de pájaros en jaulas y un resol de púrpura de ensueño en la galería de cristales ciegos. Las trenzas de las alumnas, sus leves uniformes grises, los alfileres entre los dientes, chicas revoloteando en cuclillas alrededor de un traje de novia embutido en un maniquí, otras pedaleando en las Singer con las faldas a medio muslo o abocadas al banco de trabajo con retales y patrones.

Le harían esperar en una salita, era un hombrecillo atildado con botines y corbata blanca que había oído decir, me han dado la dirección confidencialmente, me han contado que esas niñas, esta morenita con trenzas sentada en sus rodillas, ¿cómo te llamas, monina?, esta carita lívida y estos ojitos de rata, estos pechines, solos en la antesala del dormitorio. Al levantarse la niña de sus rodillas para cerrar la puerta, ya tenía el uniforme desabrochado por detrás y don Joaquín pudo ver la deliciosa hendidura de su columna vertebral penetrando entre las nalgas pequeñas y altas. Mientras volvía despacio a su lado, sonriendo, en alguna parte del piso el compinche de Viñas aguardaría la ocasión, un padre presentándose inoportunamente en busca de su hija para llevarla a casa, un obrero indignado, vociferando en la puerta qué hace este cerdo con mi hija, lo mato, qué pasa aquí, qué significa esto y lo voy a denunciar por corruptor, miserable, y la directora detrás sujetándole, pidiendo disculpas al cliente, nunca había ocurrido una cosa semejante, caballero, la niña se escabulle rápidamente mientras el cliente se abrocha el pantalón con dedos temblorosos, todo podría arreglarse sin necesidad de escándalo, y el falso padre: no, de aquí nos vamos todos a la comisaría, encolerizado y agarrando al cliente por las solapas, llamándole cerdo asqueroso te denunciaré, la directora rogando calma y veamos por favor llévese usted a su hija y déjeme hablar con este caballero, entre los dos veremos de compensarle de algún modo.

Me pregunto cómo puede ser: ¿así has de verles siempre, estafando, robando, matando y al final peleándose entre ellos, destruyéndose a sí mismos? Así se mueven en esta cabeza mía, siempre, así viven y así mueren cada día conmigo y sin escapatoria posible, en un espacio aún más reducido y más negro que esta oscura ratonera. Y si supieras la de chorizadas que llegaron a inventarse. Otros camaradas eran más limpios. Luis Lage, por ejemplo: había luchado hasta el fin en Asturias, peleó como voluntario en el frente de Aragón y cayó herido en la retaguardia de Lérida, trabajó en una fábrica de material de guerra en Anglés y finalmente acabó con los huesos en la cárcel Modelo, hasta hoy que lo han soltado.

– Y estoy dispuesto a empezar otra vez. Entérate, puta.

– ¿Para eso has vuelto, para insultarme?

Su mujer sentada en la silla paticoja, gruñendo has asustado a la niña, no cambiarás nunca; su blanco pedazo de muslo y la liga negra, la radio en el aparador diciendo hoy termina el vergonzoso proceso de Nuremberg y ella llorando se levanta, echa la grasa en la sartén y pincha con el tenedor un cacho de pan, lo moja en la grasa fundiéndose y le pega dos mordiscos, los ojos en el vacío, masticando como alelada, llorando sin ninguna expresión. Lage con los puños crispados de pie en el centro de la barraca mira a la rubianca con una furia contenida, ella le dice cómo puedes hacer caso de habladurías, contradiciéndose: cómo traerles un poco de carne a tus hijos trabajando honradamente, cómo lo habrías hecho tú, dime, sollozando.

Sentado a la mesa, el «Taylor» reclama la atención de Lage y señala la radio:

– ¿Has oído? De ésos ya no se puede esperar nada -insistió en la idea tal vez para cambiar de tema, para cortar la pelea conyugal-. Nada. No han venido al terminar su guerra ni vendrán nunca.

Volviendo la espalda a su mujer, aplazando la bronca, Lage se sienta a la mesa frente al «Taylor».

– Qué esperabais. Yo siempre lo dije: van a dejar que nos pudramos. A ellos qué. Pero no hay que achicarse por eso, Meneses. Os encuentro acoquinados, coño.

Y qué quieres. Qué se podía hacer. Cómo extirpar aquel cáncer, aquella gangrena, cómo parar el tiempo: desde la muerte de Sendra ya no habrá quien los controle ni sujete, el Quico aún tardaría en coger las riendas y ya todos empezaban a campar por sus respetos, al margen de las consignas del grupo, dedicados a sus trapisondas: el gran Navarro y Jaime metidos en un asunto de menores, el Fusam asustando a los panaderos desaprensivos, el mismo Ramón no tardaría en distraer varios miles de sus entregas a la Central, vaya con el curita de manos blancas, y el carota de Palau recuerda, éste sí que ya había entrado en barrena, ni siquiera se tomaba la molestia de ir a esperarlos a la Rabassada: colándose en los coches cuando van a arrancar, en cualquier calle, clava la pistola en las costillas del conductor y lo obliga a meterse en algún callejón desierto, a veces ni eso.