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– ¿Sabes que su mujer lo ha puesto de patitas en la calle? -el «Taylor» no ocultando por vez primera un cansancio vital en la mirada de terciopelo negro, una pesadez invencible en los párpados: su perfil pedroso, repelente y bello descomponiéndose tras el humo del cigarrillo, tras los vapores ya enervantes de aquella clandestinidad sin fin-. Sí. Parece que uno de sus golpes preferidos era seguir a su hijo al salir del taller, cuando iba a recados; al pobre chico le ha costado el empleo y seguramente una temporada en el correccional… Al final, el único razonable y sensato resultará ser Marcos; cada vez entiendo más el porqué de su miedo.

– Por todos los que liquidó en las cunetas.

– Por uno solo. Uno que se llamaba Conrado Galán. Pero no es lo mismo. Lo nuestro de ahora de verdad que es una vergüenza…

Ahora el «Taylor» se paseaba inquieto en torno a la mesa con las manos hundidas en los bolsillos de su fresco traje milrayas y repitiendo de verdad que esto es el acabóse, Luis, te lo digo yo, han olvidado por qué luchan, ya nadie quiere saber nada y, en fin, cada país tiene el gobierno que se merece, empiezo a creer que es verdad.

– Calma, muchacho. Todo se arreglará. ¿Qué hay de Ramón, no ha escrito, sigue en Francia?

– Estará al llegar, no sé.

– Pero bueno, aquí nadie sabe nada.

– Para qué.

– Verás cuando vuelva el Quico. ¿Y su hermano?

– Tiene a los suyos. Sólo nos llama de vez en cuando, y no a todos. Naturaclass="underline" ¿quién va a fiarse de unos carteristas y chorizos? Si vieras qué dos nuevos elementos ha traído Viñas, su cuñado y su hijo, qué par de animales.

Si los vieras a todos. Ya no parecen los mismos, endomingados y bebiendo coñac en la barra del Bolero con las furcias, el carota palmeando la espalda del Navarro muerto de la risa, o el trasero de las chicas que pasan por su lado. Si pudieras oírles hablando de los compañeros, burlándose de nosotros, llamándome rata y caguetas, no esperaba eso del carota:

– Ya no vale ni para robar candelabros en las iglesias, de noche. Esa raspa lo tiene atado de pies y manos, Navarrete, en serio, el chico me ha decepcionado.

Navarro clava los codos en la barra y pide otro coñac. Se pone repentinamente serio y busca los ojos de Palau. Dice:

– ¿Vendrás a la reunión de mañana, Palau? -Las fulanas rondan la barra meneando frenéticamente las caderas dentro de sus ajados vestidos tobilleros, y Palau esquiva la mirada de Navarro diciendo para qué, no me fío mucho del Quico, es un romántico y el horno ya no está para bollos anarquistas. Y no te enfades, ¿eh, faiero?, ya sé que lo admiras y por qué.

Porque los tenía cuadrados, eso sí. Utilizaba taxis para circular por el centro de la ciudad con la mayor sangre fría, llevaba un clavel rojo en el ojal y una resolución infantil en sus ojitos de pájaro, tranquilamente se hacía llevar al Banco Central del Borne bromeando con el taxista: espérame en la puerta, compañero.

– Dése usted prisa que aquí no me puedo parar.

– Descuida, lo que se tarda en decir manos arriba. Lleva el impermeable colgado del brazo y una cesta con berenjenas. Entra en el Banco, saca la metralleta oculta bajo el impermeable y encañona al cajero. Media docena de clientes lanzan los brazos al techo. A una verdulera gorda le dice usted puede bajarlos, señora, tiene los sobacos sudados. Guarda los fajos de billetes en la cesta y los tapa con las berenjenas, retrocede de espaldas a la puerta, deja en el suelo un petardo inofensivo con la mecha encendida y sale a la calle. Sube al taxi y media hora después, al apearse, se encara con el taxista.

– Sólo te doy cincuenta pesetas, lo que marca. Te daría más, pero una vez le di siete mil a un taxista y le faltó tiempo para ir a chivarse a la bofia.

Como lo oyes, auténtico. Mira en cambio Jaime: presumiendo con su nuevo gabán y el sombrero en la nuca, cada noche bebiendo pipermint y jugando a los dados en la barra del Alaska. ¿Vienes?, le digo, ¿te espero en el coche? El Fusam está que trina y los demás en Hospitalet…

– Antes toma una copa con nosotros, marinero. Hoy no tengo ganas de trabajar -dice Jaime, y a ella-: Carmen, éste es Marcos, un amigo. Tú juegas.

Le conozco, dijo ella tirando los dados, una noche me hizo compañía hasta que cerraron, me contó su vida y yo le conté la mía llorando en su hombro, desde que empecé de marmota hasta llegar aquello pasando por lo otro y lo de más allá, etcétera.

– Buen chico. Sólo sale de noche, como la luna -Jaime siempre bromeando, tan campante, sin oír el frenazo del coche, sin ver a los grises apostándose en portales oscuros con los naranjeros bajo el brazo y racimos de granadas lacrimógenas en el cinto, sin sospechar que la tierra ya se abría bajo sus pies. Tampoco el Fusam vería nada, jorobado por los años y por la misma joroba que le dolía con la humedad, entrando en una panadería de Gracia girando rápido con los dedos la solapa: ni siquiera es una placa de policía, sino la suya de cuando era o se hacía pasar por agente de la Generalitat. Receloso el panadero, limpiándose las manos con el mandil, y éclass="underline" denuncia por estraperlar con harina, detenido y multa a menos que… Una radio dirá desde el interior que este año será el año del trigo argentino, el trigo de Evita.

Y al salir para reunirse horas después con los demás, esa misma noche que Jaime no quería despegarse de la barra del Alaska, dos polis le seguirán a distancia, en la plaza del Norte el viento arrastra las páginas sueltas de un tebeo, un chaval corre tras ellas extendiendo los brazos, y el ciego arrimado a la pared de Los Luises vocea iguales para hoy como ayer y como mañana, todo sigue igual en el barrio. Todo ha concluido hace ya muchos años y hoy sigue igual de concluido.

19

Llovió durante tres días, el refugio se inundó y estuvieron una semana sin poder entrar en él. El cielo de nubes grises y panzudas colgando al fondo de la calle parecía una cueva de relámpagos, pero en realidad eran los chispazos rojos del trole del tranvía frotando el cable eléctrico. Frente a la churrería de la plaza Rovira, el Tetas juntaba calderilla para comprar una bolsita de patatas fritas y Martín recogía la parada de tebeos. Mingo bajaba corriendo por el Torrente de las Flores, se paró, jadeando, y dijo: chicos, ¿sabéis la noticia?, Luisito se ha muerto. El Tetas acabó de repartir las patatas, sopló la bolsa de papel y la explotó de un puñetazo. Hostia, dijo, hostia.

El viejo Mianet también se murió un día de primavera, lo encontraron caído bocarriba delante de la covacha que habitaba en la falda de la Montaña Pelada, rodeado de mariposas y de ginesta, un mar amarillo donde centelleaban al sol los espejitos de sus zapatos.

Al entierro de Luis fue mucha gente. Por una vez el Tetas y Amén se portaron como monaguillos formales, con los ojos chispeando lagrimitas. Todos entramos a verle estirado en el somier, tenía los labios prietos y sin color y los ojos disparejamente entrecerrados, la cara blanca y un rosario blanco enredado en las manos juntas. Lo habían vestido de flecha, con el machete y la boina roja, y parecía dormido. Ante él, de pie, Java tocaba casi el techo con la cabeza repeinada y untada con brillantina. La chabola olía a eucalipto hervido. Ni flores ni coronas, sólo nuestras brazadas de ginesta. Nos costaba creer que Luis estaba muerto, todavía ayer dábamos por seguro que seguía en un campamento invitado por Flecha Negra. Su madre, la rubianca guapa toda vestida de negro, lloraba sentada en la silla y enseñaba sin querer su trocito de muslo blanco como la nieve. La hermana de Luis jugaba en el portal. A su padre no le veíamos desde el año pasado, decían que se había peleado otra vez con la rubianca. Arrodillados delante del muerto y con las manos juntas, haciendo como si rezáramos al lado de la señorita Paulina, Mingo murmuró qué lástima de machete, a él ya no le servirá de nada, y Sarnita se arrastró de rodillas hasta Martín para llamarle la atención sobre las señales en el cuello de Luis, tres manchitas rojas debajo de la oreja, parecían picaduras de mosquito. Se la han chupado bien, deslizó al oído de Martín, y éste: el qué, y Sarnita con su aire de misterio: la sangre, chaval, ¿por qué crees que estaba tísico?

Los tísicos vampiros. Pero no se explicó con claridad hasta que el acompañamiento se puso en marcha detrás del carro de muertos. Ya eran las diez de la mañana pero aún no tenían hambre. Vieron un instante, confundido entre los hombres a la cabeza del duelo, la negra figura del «Taylor». Porque ésa fue la última vez que vieron vivo al pistolero, no olvidarían nunca aquella borrascosa expresión de ensueños y de peligros que les dedicó al volver la cabeza: sus implacables ojos de alquitrán, sus dientes blanquísimos y sonoros, su boca delgada y antigua de cantante de tangos. Iba sin hablar con nadie y parsimonioso, los brazos sueltos y separados del cuerpo, la cabeza y el trasero algo ladeados.