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– ¿Y su mujer? -dijo el celador-. ¿Quién será? Una de aquellas huérfanas de la Casa de Familia, seguro. Había una que le gustaba mucho, cómo se llamaba…

Vamos a operarla de apendicitis, a ésta le gusta el tomate, hum, no oigo palpitar su corazón, Luis, dame el boniato. Pegando la oreja a la teta izquierda, sobándola: auscultándola, tartajeaba Amén, niña, te estamos auscultando. Sor Paulina carraspeó ahuyentando malos pensamientos: erais unos marranos. Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos de la pelvis, la cálida hendidura de la ingle. Toque aquí, doctor, decía el ayudante. Hum, hay que abrir en seguida, señorita, ábrete de piernas o vas a morir infectada de pus, y con aladas manos quemantes le subió la falda hasta taparle la cara. Juanita, se llamaba.

– Pero no creo -meditó Ñito.

– ¿Y su familia? ¿No ha venido nadie?

– Nadie vendrá a reclamarlos, no tienen a nadie -el celador sonrió con una mueca-. Pero estos matasanos ya me buscan para las disecciones, eso sí. El doctor Malet me encargó una de cada.

La monja quiso saber si los niños gemelos también, y el celador dijo también, vaya cuervos.

– Cuando uno está muerto -suspiró Sor Paulina-, lo único que importa es el alma.

– Si usted lo dice, Hermana.

Criaturas inocentes, pensaba ella, angelitos, y su mente apesadumbrada dibujó la caída en el vacío, el automóvil suspendido sobre el mar entre fragmentos de valla, las ruedas girando en el aire y las aterradas caritas de los gemelos pegadas al cristal. El celador aventuró que la madre, de niña, podía ser una que le gustaba mucho jugar a médicos, ser la prisionera de los kabileños del Monte Carmelo y del Guinardó en un viejo refugio antiaéreo de Las Ánimas. La monja dio un respingo y pretextó no acordarse apenas del Centro Parroquial y además no quería oír más salvajadas y embustes, Ñito, parece mentira a tus años, se te caerán los pocos dientes que te quedan, hasta ese de plata. Pero él iba a lo suyo haciéndose el sordo, debería usted volver por allí, Hermana. Iba recordando, con sereno desorden, las aventis y los muchachos en torno a las fogatas, el juramento sobre la calavera y la ciudad misteriosa de los trece años, con sus gatos famélicos escarbando en las basuras y sus palomas decapitadas junto a los raíles del tranvía… Soy demasiado vieja, se lamentó ella. Si tiene tiempo, dijo él, y se cortó.

Si antes de morirse va usted un día a pasear por allí, quería decir, si sus viejas piernas pueden devolverla un día a nuestro barrio y se para usted a contemplar la nueva iglesia, entonces no dejará de recordar que este feo templo de ladrillo rojo está asentado sobre las cuevas y el refugio antiaéreo que fueron nuestros dominios. Una ancha faja de terreno partiendo la manzana desde Escorial a Sors, con entrada en ambas calles, un sendero de grava, una capilla blanca con los flancos apretados de geranios y fangosas rinconadas de lirios, y un surtidor sin agua. Esta monja era entonces una bondadosa catequista, una gordita cariñosa y buena como el pan para los niños, ya no muy joven, interesada sobre todo por cosas del culto y por el coro de huerfanitas, así que no sabía gran cosa de los trinxes y sus terribles guerras de piedras. Pero recordará que alrededor de la cripta de la que había de ser nueva iglesia, sólo había los pozos y covachas que años después cobijarían los sólidos cimientos, los fundamentos de la futura gran Parroquia, porque la República o la guerra interrumpió las obras, de modo que la pequeña y primitiva capilla, chamuscada por el incendio y acribillada de balas, aún servía para el culto a pesar del boquete en el techo, del frío y la humedad y la poca gente que cabía, pues incluso, acuérdese, cuando la misa del gallo en Nochebuena usted tenía que dirigir el coro de niños en la misma puerta. Vaya usted un día por allí, Hermana, y verá las calles en pendiente por las que ellos se lanzaban con sus infernales carritos de cojinetes a bolas; aunque hoy estén asfaltadas, aunque se alcen modernas casas de pisos y hay más bares y más tiendas, todo sigue igual. Nunca se fue del todo aquel viejo hedor de vagabundo piojoso, aquel tufo de miseria carcelaria que anidaba en algunos portales oscuros. Y aún verá en alguna esquina la araña negra que las lluvias y las meadas de treinta años no han podido borrar del todo, presidiendo el mismo montón de basuras de entonces pero más grande y variado y suculento, que hambre ya no hay, eso no. Y recordará también las fronteras del barrio, los límites invisibles pero tan reales de los dominios de los kabileños y charnegos, la línea imaginaria y sangrienta que los separaba de los finolis del Palacio de la Cultura y de La Salle, niños de pantalón de golf jugando con gusanitos de seda en sus torres y jardines de la Avenida Virgen de Montserrat.

Los peligrosos kabileños del Carmelo merodeaban por los alrededores del campo de fútbol del Europa y los descampados al final de la calle Cerdeña, iban en pandilla, tiñosos y pendencieros, sin escuela y sin nadie que les controlara, muchos de ellos aprendieron solfeo antes de saber leer y escribir, jamás conseguí que no desafinaran, sonrió Sor Paulina, sus roncas y malsanas voces de viejo me asustaban, eran niños peor que la peste, embusteros como el demonio. Sus ropas olían a pólvora quemada y a fogatas de verano, frecuentaban refugios antiaéreos inundados de tierra y agua de lluvia, agujeros negros que aún no era tiempo de tapar o que la gente ya había olvidado, y al principio no querían saber nada de Las Ánimas, del catecismo ni del coro. Sor Paulina cabeceaba sobre sus sedantes, dejando morir la conversación, pero el melancólico celador insistía: quería hablarle de nuestra afición a contar aventis, Hermana, un juego bonito y barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla.

Y habló Ñito de frías tardes invernales sumergidos en el tibio mar de tebeos y periódicos de acre olor, en la trapería de Java, alrededor de Sarnita y de su voz agazapada, revieja, abyecta y reverencial contando aventis: una cabeza rapada que lucía costras empolvadas de azufre como rabiosas moscas verdes, unas endiabladas manos tiñosas, una hermosa navaja de mango anacarado.

– No sé de qué juego barato me hablas -gruñó la monja.

Pero las mejores aventis eran siempre las que contaba Java en días de lluvia, cuando no salía a la busca con su saco y su romana y se quedaba en casa, recordó el celador: fue un día de estos cuando a Java se le ocurrió por vez primera introducir en la aventura inventada un personaje real que todos conocíamos, Juanita la «Trigo», una niña huérfana acogida a la Casa de Familia de la calle Verdi. En este preciso momento, al ver a Juani prisionera de la aventi, contuvimos el aliento y el auditorio se quedó expectante y desconcertado. Con el tiempo, Java perfeccionó el método: se metió él mismo en las historias y acabó por meternos a nosotros, y entonces el juego era emocionante de veras porque estaba siempre pendiente la posibilidad de que, en el momento menos pensado, cualquiera del corro de oyentes se viera aparecer con una actuación decisiva y sonada. Nos sentíamos todo el tiempo como alguien a quien va a sucederle un acontecimiento de gran importancia. Java aumentó el número de personajes reales y redujo cada vez más el de los ficticios, y además introdujo escenarios urbanos de verdad, nuestras calles y nuestras azoteas y nuestros refugios y cloacas, y sucesos que traían los periódicos y hasta los misteriosos rumores que circulaban en el barrio sobre denuncias y registros, detenidos y desaparecidos y fusilados. Era una voz impostada recreando intrigas que todos conocíamos a medias y de oídas: hablar de oídas, eso era contar aventis, Hermana. Las mejores eran aquellas que no tenían ni pies ni cabeza pero que, a pesar de ello, resultaban creíbles: nada por aquel entonces tenía sentido, Hermana, ¿se acuerda?, todo estaba patas arriba, cada hogar era un drama y había un misterio en cada esquina y la vida no valía un pito, por menos de nada Fu-Manchú te arrojaba al foso de los cocodrilos. «Lo-Ky, los cocodrilos para nuestro amigo», ordenaba el chino perverso y cabrón dando unas palmadas…