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– Adentro todos -echándose a un lado, dejando el volante al «Taylor»-. Y largo de aquí, volando -pero detrás apenas caben, un brusco bandazo lanza a Palau y a Lage contra la puerta mal cerrada, y de todos modos ya no irán muy lejos: el Quico creía que no les seguían, quizá es el único error que se le recuerda. La primera bala rompió el cristal trasero y, antes de hacer añicos el retrovisor, peinó al «Taylor». La segunda bala le destrozó la oreja. Algo en la luz intensa que de pronto entró por sus ojos e inundó su cabeza le dijo vas a morir. Detrás venía un coche negro y pronto llegarían dos camionetas de la policía armada. Navarro y el Fusam disparan entre los vidrios rotos. El «Taylor» cabecea y suelta el volante llevándose las manos a la cabeza. El coche, alcanzado en las ruedas traseras, se estrella de morros contra el farol abriéndose de golpe todas las puertas. Una acera desierta y un muro de ladrillo interminable, una calle sin un árbol, sin una puerta. ¡Fuera!, grita Navarro. El tableteo de las metralletas le crispa los nervios y salta a la acera con un impulso irreflexivo. Siente la primera descarga a un centímetro de la frente, la segunda le da de lleno en la cara y en el pecho y lo tira de espaldas. Cargándose el «Taylor» al hombro, Jaime corre hacia la «rubia» aparcada a unos quince metros mientras Palau dispara a resguardo del coche estrellado. Nota un estremecimiento del «Taylor» al recibir éste otra bala en la espalda y lo deja caer en el asiento junto al Quico, que ya pisa el acelerador. No se veía el Fusam por ninguna parte, y Lage y Palau tenían escasas posibilidades de pillar el coche en marcha. Lage lo consiguió, aprovechando que recogían a un policía herido en la pierna, y Palau, más distanciado, les hizo seña de que no pararan. Tuvieron tiempo de ver su metralleta rebotando sobre el asfalto mientras él se lanzaba corriendo hacia la esquina, hacia no sabía dónde, lejos de aquel mal sueño, de aquella definitiva derrota.

No habían de parar hasta la carretera de Cerdanyola, en pleno bosque. Luis Lage se apeó el primero y se fue sin decir palabra, no soportaba ver agonizar a un hombre así: doblado en el asiento, con la oreja izquierda llena de sangre hasta los bordes y la espalda empapada. Le pesaban los párpados, pero no tuvo tiempo de cerrar los ojos. Como si bruscamente Margarita estuviese a su lado, el «Taylor» notó un asombro y un dulce retroceso en la sangre. Cuando Jaime lo incorporó ya estaba muerto, y allí lo dejaron de bruces sobre el volante igual que si durmiera.

Luego, renunciando definitivamente a salir, años sin saber de nadie. A principios del sesenta los diarios traerán la muerte del Quico, cercado por la guardia civil en un pueblo. De Luis Lage y de Palau nunca más se supo. Si aún vivían, en su día pudieron leer la detención del Fusam mientras cavaba en su mísera huerta junto a la vía del tren, un domingo por la mañana. Sospechoso por haberse fingido inspector de policía utilizando una vieja placa de agente de la Generalitat, fue detenido Andrés Soler Perarnau, alias «el Fusam», de 63 años, vecino de Hospitalet. La noche anterior provocó un altercado en un bar de camareras, donde declaró, borracho, esa falsa identidad e intimidó a dos clientes alemanes con una pistola de plástico. Al parecer tiene perturbadas sus facultades mentales…

En cuanto a Jaime, acabaría refugiándose en casa de su hermano y su cuñado. Acumulando canas y arrugas, pero ganando en atractivo y autoridad sobre las mujeres. Una vida compacta y segura de barriada laboriosa, llevando las cuentas del taller del cerrajero en la calle Industria. Su único contacto con el pasado, la rubia Carmen, seguía frecuentando el bar Alaska a la medianoche, siempre que estaba libre del fulano. Bebiendo adormilada en el alto taburete, envuelta en su viejo abrigo de pieles, decía haber cumplido los treinta en las frías navidades del cuarenta y nueve, y tal vez era verdad.

Los que sólo la conocían de verla allí, siempre ocupando el mismo taburete en el mismo extremo de la barra, se preguntarían cómo podía conservar las joyas con la vida que llevaba. Y sería por eso. Serían unos ojos dióptricos de perturbado fijos en las joyas, noche tras noche, los que decidieron que no podía fallar: siempre llega medio trompa y el querido nunca nos ha visto con ella. Nadie se preocupará mucho de una mantenida, pensaron, fue muy conocida pero ya no tiene veinte años, está muy cascada, qué esperamos, igual una noche la asaltan otros por ahí y la dejan desnuda con su borrachera, qué esperamos. La mar de sencillo, dirían: se la espera en el Alaska esa noche que volvía del cine Metropol con su amante, se la invita a beber cuanto quiera para celebrar su cumpleaños, luego se la propone ir por ahí en coche para seguir la juerga y más tarde, en cualquier calle oscura, dentro del Ford, quién empuñaría el mazo de madera que ya tenían preparado en el asiento de atrás, quién. Ella apoyaría la rubia cabeza en el hombro del conductor, canturreando feliz, bastante borracha, como de costumbre. Parece que aún tuvo fuerzas para revolverse y arañarles y abrir la puerta. Gritaría hasta perder la voz. Tendrían que parar el coche y consiguió salir, con la cabeza aturdida y ensangrentada, cuando ya acudía un vigilante al verla tambalearse, pero perdió el sentido y ellos la alcanzaron, la cogieron en brazos y simularon que se había golpeado en el parabrisas, que había bebido demasiado y que la llevaban al Clínico. Encogida en el asiento y desangrándose, muriéndose, cruzaría media ciudad bajo la noche para luego ser arrastrada al solar donde el otro ya les esperaba cavando un hoyo al pie de las palmeras. Sería necesario rematarla con la pala antes de enterrarla, y con las prisas se olvidarían de quitarle el brazalete con el escorpión.

Dejaron el coche manchado de sangre allí mismo y se descubrió en seguida. La policía la sacó del hoyo con el abrigo puesto y el turbante. Tenía la boca y los ojos terrosos, y los pómulos inflados de furor y de pasmo.

20

Los últimos vestigios de aquella percepción intrépida que se negaba a claudicar, a limitar su campo de acción a lo estrictamente palpable, aún le sirvieron para advertir que el fuego, intencionado o no, llevaba su marca de fábrica: un fueguito de mierda y además subterráneo, en la cripta; es decir, en los pies del templo aún no edificado, en los macabros cimientos de la iglesia futura dedicada a la Expiación de las Almas.

– Bueno, y qué -dijo Martín -. Tienes goteras en el coco, Sarnita. Tú siempre has visto no sé qué, en las intenciones de la Fueguiña. Para mí no es más que una lela.

– De todos modos -dijo Mingo-ella no ha sido. Ha estado a punto de diñarla. ¿Cómo se iba a quemar en su propio fuego?

– ¿Y Java qué dice? -gruñó Sarnita-. ¿Lo habéis visto?

– Casi nunca está en la trapería. Pero ya ves que estamos enterados.

– ¿De qué, bocazas? -Sarnita sin alzar la vista, ceñudo, sonso-. ¿Quién os ha hecho creer este camelo?

– No es un camelo.

– Vives con retraso, Sarnita -dijo Martín-, estás en la luna.

– Ya no carburas, chaval, te la pelas demasiado.

La mirada en el suelo, vagando sobre una lava negra que aún parecía hervir, oía sus voces pero esquivaba sus ojos llenos de curiosidad, sus jetas decepcionadas y sus reproches. Por vez primera no le creían, no aceptaban su versión de los hechos, no acataban su autoridad: estás ciego, Sarnita, tienes la paja en el ojo, ¿cómo puedes negarlo si lo hemos visto? Todo empezó, le explicaron, estando Martín y Mingo en la puerta del cine Rovira: Margarita subía a un taxi con un ramo de flores para el cementerio, iba toda enlutada y ellos miraban sus bonitas piernas enfundadas en medias negras, dejándose marear por aquel negro perfume de tragedia que rondaba sus rodillas bonitas desde la muerte del «Taylor», cuando repentinamente oyeron gritos de fuego, fuego en Las Ánimas. Y fueron corriendo… ¿Oyes, Sarnita? ¿O no quieres enterarte?