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Sentado en el bidet, los codos en las rodillas y el mentón en las manos, Sarnita parecía una araña negra escrutando fijamente los jirones chamuscados del saco y el tablado hundido, carbonizado junto con los bancos de madera que lo habían sostenido; mirando lo que quedaba del telón y de la concha del apuntador, docenas de palmas convertidas en ceniza, la bóveda ennegrecida por el humo. Entre bastidores, los decorados enrollados también eran ceniza, pero el telón de fondo desplegado, aquel esplendoroso cielo azul con nubecillas blancas durmiendo sobre lejanas montañas grises y nevadas, aquel horizonte imposible sobre la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera y el trigal, que a veces cruzaba mi madre con brazadas de espigas y que fulgía dorado siempre más allá de la memoria, las llamas no lo tocaron. En el vestuario todo seguía también intacto, pero con un palmo de agua y serrín en el suelo.

Amén y el Tetas venían por la platea saltando de banco en banco con las sotanas remangadas, ¿has visto, Sarnita?, aprovechando media hora libre entre un bautizo y el rosario, ¿has visto qué catástrofe? Se sentaron junto a Mingo y Martín en los baúles y formaron corro. Lo que te has perdido, chaval. Mingo partió unos cigarrillos Ideales y sacó papel de fumar, distribuyó las raciones y dijo: el Tetas y Amén también lo vieron, que digan si miento; estaba yo regando con la manguera delante de la sacristía mientras Java y la Fueguiña paseaban por el jardín cogidos de la mano, un noviazgo formal, Sarnita, qué buena pareja, decían las beatas rodeando a la directora, pero la chavala qué jeta, qué malauva en los ojos al notar que la miraban embobadas, ya sabes, las beatas se ponen como flanes cuando una huerfanita pesca novio, echan las campanas al vuelo y cantan tedeums. Por eso a Java le permitieron volver a hacer las paces con todo el mundo, por camelarse a la gallega, sin ella no se habría atrevido a volver a Las Ánimas y aún estaría expulsado como nosotros, que hemos pagado el pato, ya verás cómo ahora dicen que el fuego ha sido culpa nuestra, que dejamos una vela encendida o que si la pólvora… Estás majara, dijo Sarnita, tienes purgaciones mentales, chaval, pero Mingo ensalivando el cigarrillo sonreía burlón bajo la nariz, seguro de intrigarle: y los festejaban, también estaban el mosén y la doña platicando junto al surtidor, comiéndose con los ojos a la parejita, qué monos, qué formalitos, él se había puesto una camisa de nylon transparente y ella un clavel en el pelo pero torcido y machacado, lo manoseaba, se veía que lo estaba pasando mal, que de novio oficial nada, que su plan no era ése, verás por qué…

– Ya lo veo -dijo Sarnita, recuperando súbitamente cierta autoridad-. En el terrado de la Casa con las mariposas blancas y las sotanas colgadas, allí debió planearlo todo, quemar el teatro con el alférez Conrado dentro y luego irse lejos con su trapero, en ella siempre fue una manía…

– Que no te aclaras, Sarnita -dijo Mingo.

– No das una.

– Estás con la torta.

– Llevas tiempo sin venir por aquí -dijo Martín-y las cosas han cambiado mucho. Ya no puedes saberlo todo.

– Tú calla y que hable él -protestó Amén-. Sigue, yo te escucho, Sarnita.

– Que esto no es una aventi, chaval -advirtió Mingo-. Así que menos merdé.

Aquí no hay Dios que se aclare -dijo Amén desolado. Yo te esperaba para saber, yo te creo, Sarnita, yo sí. Cuenta.

– Sí, te esperábamos -el Tetas palmeándole la espalda, luego volviéndose a los demás-. Dejadle hablar.

Pero él siguió pensativo, los ojos bajos, soportando la risa burlona de Mingo: tienes goteras en el terrado, ya no entiendes nada de lo que pasa en la Parroquia, pero nosotros sí, les hemos visto besarse en el cine, con Juanita de carabina, y paseando solos por el parque Güell, y todo el mundo lo sabía, era un secreto a voces.

– Y qué.

Mingo sonrió triunfaclass="underline" pues que a pesar de eso, la Fueguiña nanay, porque el que le hace tilín no es Java, ¿comprendes? Ayer se vio claro, que te cuente éste. Pues sí, dijo el Tetas, estaban paseando por el jardín de la Parroquia tan acaramelados, festejados por las beatas y las huérfanas, cuando ella va y pregunta ¿dónde está el señorito?, así empezó todo, dijo aquí falta el señorito Conrado, y parecía que iba a llorar de pena o no sé qué. Y una de las huérfanas que me ayudaba con la manguera dijo está en el escenario esperando la luz, y la Fueguiña furiosa de pronto: ¿quién lo llevó, tú, que no sabes manejar la silla y podías tirarlo, burra?, no vuelvas a hacerlo, burra. Pero con una leche. Una cosa extraña.

– Y qué.

– Nada, que aquí hay tomate, pensé.

– Piensas tú mucho, chaval.

Sarnita simulaba un cabreo y un desinterés. Amén tomó la palabra relevando al Tetas: habían estado ensayando un poco en el escenario, explicó, la Fueguiña sostenía un gran candelabro mientras los demás evolucionaban a su alrededor con palmas y ramos de laurel, pero se fue la luz y decidieron salir y esperar en el jardín. Al poco rato, y sin que hubiera vuelto la luz, el alférez pidió que lo llevaran de nuevo al escenario. Y se ve que se quedó allí traspuesto mientras leía la función junto al candelabro que ella había dejado en el suelo, demasiado cerca de las cortinas; que sí, que últimamente el inválido se duerme en cualquier sitio, no pongas esa cara de chunga, se ha vuelto una marmota, dicen que es la mala circulación y que se está pudriendo por dentro, fíjate que ya casi no mueve la mano derecha, fíjate cuando saluda a alguien, es el Parkinson, chaval, todo el mundo lo dice… Calumnias, dijo Sarnita enfurruñado, ganas de que la palme. Martín cortó la discusión y prosiguió: no venía la luz en el escenario y la Fueguiña y Java paseaban por el jardín, esperando, él en plan de novio formal bien peinado y con camisa nueva, y entonces… Sois unos mamones, dijo Sarnita, ¿no comprendéis que ella dejó el candelabro allí expresamente? Que no, Sarnita, estás meando fuera del tiesto, espera y verás, calla y escucha.

– Tengo hambre -se oyó decir a Amén con la voz aflautada-. ¿Vamos a la sacristía por unas hostias, Tetas?

Pero el Tetas, acuclillado sobre el baúl, déjate ahora de hostias, Amén. Escuchaba a Sarnita, todos le escuchaban: sus dedos manchados de cera, decía, ¿podéis verlo?, y aquellas mariposas blancas rondando su cuerpo desnudo en el terrado de la Casa, tomando el sol con su enamorado, Vámonos trapero mío, llévame lejos en tu carrito, le decía, lejos de las huérfanas, de Las Ánimas y del barrio, ¿no podéis entender eso, tanto os cuesta? Sí, pera ¿y él, qué pasa con Java? Pues Java con su rollo: cerraré la trapería, ingresaré a la abuela en un asilo y ya me tienes en esa joyería vendiendo anillos y pulseras, tendré un coche y seré viajante, y tú esperándome en casita con el delantal y los niños, galleguita, cocinando los canalones. El rollo, vaya, unos tortolitos.

– Pues por eso -dijo Mingo-. Por eso te cuesta tanto entenderlo.

– Sí, por eso -excitado ahora el Tetas, los ojos como

platos -. Porque, ¿cómo puede ser, si está tan chalada por él, que le entrara aquel terror de pronto, aquellos sudores al ver el resplandor tras la ventanita de la cripta, ésa de ahí, y soltara la mano de Java para echar a correr como una loca gritando Conrado, señorito Conrado? ¿Cómo se entiende el ataque de nervios, la pataleta que le dio allí mismo en la puerta que echaba humo, cayendo al suelo y revolcándose? Todo el mundo lo vio. Lanzaba unos alaridos de animal, como si fuera ella la que se quemaba, y se ahogaba de espanto y tenía los ojos blancos y grandes como pelotas de ping-pong y las manos como garras, y fíjate qué fina de oído tratándose de su señorito: fue la única que oyó el grito de auxilio, quizás incluso oyó el chirrido de la silla de ruedas cercada por el fuego, sin poder bajar del escenario. Gritaba Conrado Conrado de un modo que helaba la sangre, el mismo Java se quedó clavado sin saber qué hacer y cuando quiso sujetarla ella se lanzó a la puerta de la cripta. Amén ya venía con la manguera de agua abriéndose paso entre las beatas asustadas. Al pararse ella ante el humo que la cegó, Java pudo sujetarla. Entonces se revolvió, sus ojos glaucos cayeron sobre él como dos rachas de viento helado, le arañó la cara, no me toques, dijo, apártate, y lo mordió y lo pateó y a las señoras también, una fiera, Sarnita, que te diga éste que lo vio: no podíamos creerlo, siguió Amén, con los ojos teñidos de sangre y la boca mellada echaba insultos y escupitajos al rostro de Java y de las beatas, hasta que se lanzó dentro y el humo se la tragó. A nosotros nos mandaron a buscar ayuda, pero aún la vimos desde la puerta saltar por encima de los bancos hasta llegar al escenario protegiéndose el pelo con los brazos, él estaba caído junto a la silla de ruedas y el humo les envolvió a los dos. Sobre los decorados con crepúsculos rojos y noches de luna se alzaban las llamas del tablado. Sí, dijo Sarnita, pero era un fueguito de mierda, típico de ella, todo eso ardió por viejo y podrido. ¿De mierda?, dijo Amén, pues la sacaron medio ahogada y abrazada al inválido y costó tanto separarla de él que le despellejaron las manos, y este lado de la cara, una llaga. Está en el hospital. Él nada, porque ella lo envolvió con ropas, fíjate que detalle, lo arropó como a un hijo, qué detalle, ¿eh?