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– Qué chorrada.

– Dicen que era su propio vestido, que se quitó el vestido para protegerlo a él de las llamas -dijo Martín.

– Mentira.

– Raro -dijo Amén desilusionado-que Sarnita no lo crea, ¿no? ¿Por qué, Sarnita, qué te pasa?

Y el Tetas, igualmente preocupado: haz un esfuerzo, hombre, piensa en eso: ¿por qué ponerse tan histérica, por qué ese desespero, si el fuego no la asusta, si el fuego es lo suyo? ¿Y por qué había de empelotarse por él? Ni que fuera su madre, su mujer, su… ¿Su qué, chaval, qué has dicho?, exclamó Mingo, chócala, Tetas, tú acabas de decirlo, su fulana, y si todavía no lo es lo será, no tiene otra salida. Y conste que hace tiempo que yo venía diciendo aquí hay tomate, que la Fueguiña está más buena que el pan y si no que lo digan éstos que le vieron los pechos quemados cuando la ponían en la camilla, unos pezones de punta y como uvas negras, madre mía, y no le quedó ni un palmo de combinación, sólo un trocito de braga y unos retales de la falda, explícaselo, Tetas: cómo se ha puesto la tía, sí, y pensar que cada día se la saca para que él pueda mear, y se la lava y se la vuelve a meter… Y Mingo remachando el clavo: elemental, querido Tetas, a los paralíticos también se les levanta, chócala, cuánto has aprendido en poco tiempo, niño.

– Que no -dijo Sarnita, pero era la voz de la derrota y de la impotencia. Parecía una araña encogida con aquellos pantalones largos que ellos nunca le habían visto, negros y ajustados a las piernas repentinamente largas y flacas, una araña pensativa devorando el cigarrillo, echando humo y más humo en torno para protegerse, rumiando qué pasa, ya sólo hablan de follamenta y sólo ven lo buena que está, desde que van al billar con los ganapias ya sólo ven eso, todo lo simplifican y falsean, qué joderse, ya ni mis juanolas quieren:

– Chaval, eso de que son buenas para la tos es un camelo. Déjame fumar tranquilo.

Y hablaban de él como si ya no estuviera allí: Sarnita está en orsai. Como su madre ahora friega el Clínico, y las monjas le dan comida y ropas, lo tienen atontado. Quieren que el año que viene se quede allí dé aprendiz de enfermero. No, si éste acabará lavando traseros y mingas como la Fueguiña, seguro. Y lo que había que oír acerca de ella: que ésa ya no es virgen, Sarnita, te lo digo yo, ¿te has fijado en la venda que lleva en el tobillo?, es por la mala semana, ya es una mujer y está pirrada por él, la mosquita muerta, siempre lo estuvo, loca por su uniforme con la estrella dorada y por sus botas de montar y por su bigote negro, rendida a sus pies, dispuesta a todo, a llevarle en brazos de la silla de ruedas a la cama y a lavarle el culo y hasta a pasarle la lengua si él se lo pide… Lo hemos visto, lo hemos visto.

Sarnita sonreía burlonamente por debajo de la nariz. Tiró el cigarrillo y se incorporó:

– Mamones. Sólo creéis en lo que veis.

– Pues de aventi, nada -dijo Mingo-. Lo que es verdad es verdad, aunque a ti no te guste. Y estás cabreado, se te nota, te jode la sorpresa que te hemos dado. Mira, la prueba -se inclinó y sacó del agua un candelabro roto y negro, casi irreconocible-. ¿Sabes qué es eso?

– Pollas en vinagre.

– Te revienta no haberlo visto tú -dijo Martín.

– Yo he visto cosas que vosotros nunca veréis aunque viváis cien años. Tontarras. Envidia, eso tenéis, envidia de Java porque se entendía con ella. -Se abrió paso a patadas-. Dejadme pasar, esclavos. Abur.

Había notado que le fallaba un poco la voz. Remangándose la sotana, Amén miraba con tristeza su espalda alejándose, el escenario hundido, el agua y las cenizas.

– ¿Y ahora qué hacemos, Sarnita? -se lamentó pensativo-. ¿Sabes que esto lo cierran, que no habrá más funciones? Menos mal que aún nos queda el refugio…

– Pronto lo van a tapiar -dijo Sarnita desde la puerta-. Burros. Capullos. No nos queda nada. Nada.

Al volver la cabeza antes de salir definitivamente del teatro, aún les vio deambulando cabizbajos entre los restos carbonizados de tablas y candilejas, de bosques pintados y encendidos crepúsculos. Removían escombros y cenizas buscando su lata de pólvora. Nunca volverían a encontrarla.

Si has pasado tu infancia en el campo, toda la vida llevarás un almendro en flor en el corazón: eso quería expresar Ñito, sin conseguirlo, al defenderse de Sor Paulina, que una vez más le había llamado viejo tramposo y liante. La gente mayor, había dicho la monja, veíamos las cosas tal como eran y nos preguntábamos ¿por qué? Vosotros rumiabais cosas que nunca fueron y os decíais ¿por qué no? Ésta era la diferencia. Te gustaba aquel demonio de chiquilla, ¿verdad? Hum, hizo el celador, y sus ojos, que habían estado sonriendo burlones, se posaron en el vacío:

– ¡Ay Fueguiña! -dijo de pronto en un tono achacoso, falso y estudiado -. ¡Ay Fueguiña de mi alma!

– ¿Y por qué? -replicó Sor Paulina sin hacerle caso-. ¿Por qué tanta maldad, qué sentido tenía hacer eso?

– Se le cayó el capazo de las manos. Hermana, no fue intencionadamente -salió en su defensa la fregona-. ¿Verdad, Ñito? Anda, súbete ahí, que hoy la llevas buena.

– Le conozco muy bien, a éste -la monja se volvió escrutando los ojos del celador, ya encaramado en el taburete-. A ver, mírame.

– Fue sin querer, nosotras lo vimos -era la tonadilla de la mujer, indiferente, echando salfumán al suelo y frotando con la escoba-. Al cerrar la puerta de la perrera. Cuidado con los pies, Hermana, siéntese aquí que en seguida terminamos.

– Sí que fue un descuido -insistió la otra-, no le riña que el pobre no tiene la culpa. ¿Cómo sujetar a esos animales? En un santiamén se lo tragaron todo.

– Dios mío, Dios mío -dijo Sor Paulina. Tambaleándose un poco, el celador sonrió avergonzado:

– Se me fue el santo al cielo.

Sor Paulina gruñó algo, colgó los pies en el travesaño de la silla y parecía un elefantito blanco haciendo equilibrios, asediada por las veloces escobas. El suelo pringoso hervía de burbujitas.

– Mentira sobre mentira, un rosario de mentiras, Ñito, eso eres tú. ¿Qué dirá el doctor Malet, qué vas a hacer ahora?

El resol amarillo de la mañana inundaba el sótano. El celador se sonaba con un pañuelo. Las mujeres avanzaban hacia él con sus faldones podridos de agua y su trapería en las rodillas hinchadas. Quita de ahí, cantamañanas, en voz baja y cómplice. Sor Paulina no daba por concluida la regañina, esperaba que ellas terminaran de fregar y se fueran, y de momento cambió de tema:

– ¿Y adónde vas tan elegante?

– A llevar las maletas.

El celador esquivó sus ojos. Lanzó una rápida mirada al botellón de licor rosado que traslucía como un gran caramelo al sol. Después miró el reloj de pared y los puños raídos de su camisa recién lavada. Encogió los brazos, se palpó el torcido nudo de la corbata y sacó el pañuelo limpio. El salfumán le cosquilleaba la nariz. No eran las diez y hacía mucho calor.

– Ayer -dijo Sor Paulina-me fijé en todas las que vinieron al entierro y tampoco la vi.

– Con los años se habrá curado, quién sabe, los tejidos se renuevan.

– Qué va. Si hubieras visto su cara, cuando salió del hospital.

Esta noche he vuelto a soñar en la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera, pensó, a la derecha conforme se mira desde el tren viajando hacia L'Arboç del Penedés. Pero dijo:

– No la vi. Aquel verano mi madre me envió al pueblo y trabajé como un negro por vez primera. Trabajé con mi tío en las obras de derribo de la estación. Las bombas sólo habían dejado el esqueleto metálico. Había unos vagones ametrallados en vías muertas donde crecía la hierba… Gané casi quince duros en dos meses.

– ¿Y no añoraste a tus amigos, aquellas fieras?

– Qué sé yo. Lo que tengo muy presente es el regreso a Barcelona, en pleno agosto, porque una señorita se desmayó de calor en el tren; se echó sobre mí con los ojos en blanco, sosteniendo una jaula con un periquito. De esto sí que me acuerdo y de mi vuelta aquí, con mi madre, a estos sótanos de mierda para no salir nunca más.

– De todos modos ya no tenías adonde ir -suspiró Sor

Paulina -. Ya os habían echado a todos de Las Ánimas.

– Menos al Tetas y Amén.

Porque son monaguillos y los necesitan, dijo Sarnita cruzando el jardín parroquial por última vez, hacia la calle, detrás de Mingo y Martín, remolones, cuando todavía el sacristán y las indignadas señoras les increpaban desde la puerta de la sacristía, fuera, desvergonzados, fuera de aquí. Parecía haber sonado la hora de la verdad verdadera para todos: habían descubierto el refugio y la pólvora, las torturas y los ensayos secretos con las niñas, las cochinadas que le habéis hecho a Susana, todo, sois la piel de Barrabás, marranos, fuera, volved a vuestras chabolas, no hay nada que hacer con vosotros, es perder el tiempo.