Porque son del gorigori, decía Martín. Pero ¿quién se habrá chivado? La doña, seguro.
– Ella no ha sido -dijo Mingo -. Ella dice que alguien nos guipó, y yo lo creo.
– Sí -dijo Sarnita-. Hace mucho tiempo, alguien descubrió el refugio y nos espió desde el vestuario. Seguramente una catequista, la almeja le cantaba a incienso, la tuve sentada en mis narices.
Lo habían echado atado de pies y manos bajo el tronco para que no interrumpiera más el ensayo, ¿se acordaban?: la Fueguiña y Virginia hacían el papel de hermanos pichados por los moros. Sarnita había querido impedir el tormento alegando que era peligroso, esta noche no, dijo, se ha corrido la voz y todo el mundo sabe lo de Susana, dejémoslo correr por algún tiempo. Se puso tan pesado que tuvieron que amarrarlo con una cuerda y dejarlo en el vestuario debajo de un corcho que imitaba el tronco de un árbol, y así pudieron ensayar en paz. Insistió Sarnita en los detalles: primero oyó sus pasos y en seguida vio sus pies descalzos a través de la ranura entre el tronco y el suelo, luego sus zapatos blancos de tacón alto que dejó a un lado y los bordes de la falda acampanada, olía como si viniera de un baile, y se sentó sobre el tronco a espiar el escenario a través del agujero en la pared. Él, echado boca arriba, a oscuras y sin poderse mover, sabía que ella espiaba, jadeando, lo que vosotros hacíais con las chicas, los moros dando correazos a Virginia, eso debió excitarla, eso y lo que se dejaba hacer la Fueguiña en el corral, y aunque llevaba braguitas era como si no llevara de fina que era la tela y tan pegada al conejo, que fue deslizando sobre el tronco hasta colocarlo sobre el agujero que yo tenía para respirar. No había más que sacarla: primero fue como probar el sabor de un pastel, la puntita que vuelve a la boca con unos granitos de azúcar o una pizca de crema, luego los primeros y prudentes lengüetazos, humedeciendo la gasa hasta empaparla, hasta confundirla con la piel, así se hace, chicos, entonces notas que se abre más y más y luego oyes las uñas arañando el tronco, ella no sabía lo que le pasaba, los suspiros y los gemidos, no sabía qué podía ser aquello pero se dejó, se abandonó, se derritió cuando el moro gritaba suaisuai y la Fueguiña se desmayaba brazos en cruz.
– Dios mío…
– Estás loco de remate, Sarnita -dijo Mingo.
– Por la memoria de mi padre borracho que es verdad.
– Jesús, Jesús.
– Anda ya, déjate de aventis que ya eres mayorcito para eso.
– No sé quién era -insistió él -, no le vi la cara, pero aquellos ojos que lo guiparon todo nos denunciaron al mosén y a las beatas, seguro.
– Estás chaveta, Sarnita, estás mochales. Basta. Basta.
– Jesús, Dios mío -la monja se encogió ante él como si le doliera el vientre y contrajo la cara blanca como el papel -. Jesús mío, Jesús.
– Hermana -bajó precipitadamente del taburete, se le dobló la rodilla y casi cayó-. Hermana, es una broma. Lo inventé, todo es mentira…
Ella blandió un instante el lívido puño entre los pliegues del hábito, con el otro se apretaba el vientre, se apretaba las entrañas. Dios nos ha castigado, dijo pálida como un muerto, humillada y casi sin voz, fuera de aquí, desgraciado, fuera.
21
Aquel verano las cigarras chirriaban enloquecidas entre los polvorientos rastrojos de Can Compte. Nunca el pestucio de basuras y charcas fue allí tan intenso. Las cuatro palmeras mordidas por las balas dejaban caer dátiles podridos y amargos. Las ruinas se poblaron de lagartijas amodorradas que se dejaban atrapar con la mano. Un sol de castigo se apoderó del barrio entero y en las calles parecía oírse un crepitar de papeles grasientos y a ratos una suave trituración de huesecillos, como si un gato deshiciera el espinazo de un pajarito. No había agua en las casas, las colas en las fuentes públicas eran interminables y no se sabía si eran humanos o de rata los ojos que desde las cloacas espiaban a los niños que jugaban descalzos en la calle.
Al atardecer de uno de estos días agobiantes del mes de agosto se oyeron tres explosiones seguidas en el solar de Can Compte.
Fue el mismo día que se llevaron a Mingo al Asilo Durán. Hacía una semana que el Tetas ya no era monaguillo y exigía que se le llamara José Mari, y Martín estaba a punto de irse a vivir a Sabadell con su madre. Anochecido ya, subían Escorial arriba hacia los billares, donde esperaban encontrar a Sarnita.
– Tengo hambre de chavala -dijo José Mari-. ¿Cuándo iremos a La Paloma, Martín?
– Bah, es un baile de raspas -dijo Amén -. Lo que yo tengo es hambre de hambre, de jalar. ¿Habrá traído Sarnita butifarra del pueblo?
Tres muchachas enlutadas les rozaron al pasar, corriendo alborotadas. Despacio, sintiéndose por vez primera extrañamente pesados y torpes, derrotados de antemano, fueron tras ellas, tras el vuelo fúnebre e intocable de sus faldas, y al llegar a la calle Legalidad vieron la aglomeración de vecinos al borde del solar y oyeron comentar la desgracia, palabras sueltas: fulana muerta, cabeza destrozada, rubia platino. Las madres retenían a sus niños pegados al regazo y un guardia las empujaba hacia la acera. Había un coche de la policía y una ambulancia con los faros encendidos alumbrando el sector más ruinoso de la tapia, el que utilizaba el vecindario para tirar basuras. Vieron a Sarnita entre el corro de mirones que rodeaba al Ford, cuyos cristales y asientos estaban salpicados de sangre. Pegado al manillar se veía un mechón de rubios cabellos.
En el solar, la luz de las linternas rasgaba la noche. De golpe supieron que era ella y recordaron aquel domingo que se encaramaron a la tapia y la vieron por última vez: una figura borrosa paseando inquieta tras la ventana de visillos rojos y verdes, una sombra que no permitía precisar si lo que llevaba en la cabeza era un turbante o un vendaje, si ya la habían rapado al cero después de interrogarla. Sarnita había insistido en eso: la han atrapado, les dijo, de momento le han dado una paliza y la han soltado, pero ella sabe que volverán, sabe que está perdida, acorralada, recordándoles que Java y Flecha Negra estuvieron dándose el pico en un banco de la plaza Sanllehy, y hablaron de ella.
– ¿Qué ha pasado? dijo Martín.
– Acabo de llegar -dijo Sarnita-. Pero lo sé todo. Venid.
Se miraron entre sí cambiando muecas escépticas, pero le escucharon: se había enterado, dijo, pegando la oreja a los corros de vecinos, parece que un hombre lo ha visto todo desde el terrado, mismamente encima de la ventana de Ramona. Cuando el señor Justiniano apareció en la esquina acompañado de dos agentes, hacía escasos segundos que ella había salido del portal de la casa, corriendo con un desconocido que tiraba de su mano y con el cual saltó la tapia. Se habían internado juntos en el solar y corrían hacia el otro extremo, desapareciendo a ratos entre las matas altas cerca de la empalizada, hundiéndose en las zanjas y reapareciendo sobre montones de cascotes y ladrillos, tropezando, corriendo siempre cogidos de la mano contra el fondo de fachadas bombardeadas y arañas negras de la calle Encarnación, y que estuvieron a punto de conseguirlo; ya habían dejado atrás las alambradas y el almendro, ya llegaban a las palmeras pero entonces, de pronto, saltaron en el aire, debieron mover una piedra que hizo estallar las granadas, se levantaron varios palmos del suelo sin soltarse de la mano y pareció que seguían huyendo juntos pero en el aire, dijo, en medio de un abanico rojo y verde de llamaradas y hierba.
– Hostia.
– Seguidme -dijo Sarnita.
Rodearon la manzana para burlar a los guardias y corrieron en la oscuridad y silenciosamente hacia el hoyo. La estaban desenterrando y pudieron verla antes de que les echaran: boca arriba y con los ojos abiertos llenos de tierra, fulminada entre círculos de polvo como ondas de agua, la cicatriz abierta en el cuello y la rodilla un poco alzada, la cara interna del muslo aún con un temblor, una carne más pálida que el resto, casi luminosa. El turbante desgarrado y manchado de sangre, los zapatos tirados a dos metros, la mano enterrada hasta la muñeca y casi también el brazalete con el escorpión de oro articulado. Había quedado igual, mientras que él no tenía literalmente ni pies ni cabeza, era el guiñapo ensangrentado de un desconocido sin documentación y nunca se sabría quién era. Quizá su querido de turno, quizá un amigo que quiso ayudarla en el último momento.
Los camilleros la llevaron hasta la ambulancia. Las vecinas se persignaban y los hombres iban de un lado a otro, excitados, masticando una atmósfera calcinada, un familiar sabor a bomba. Cuando se llevaron el cuerpo del desconocido, Sarnita se acercó tanto a la camilla que el empujón del guardia casi lo tiró al suelo. Los faros amarillos de la ambulancia, al maniobrar ésta, estamparon su flaca silueta en la tapia, deformándola grotescamente mientras, cegado por la luz, explicaba a sus amigos: es él, no puede ser más que él. Debían llevar bastante tiempo sin verse y por culpa suya, que no de Ramona. Por alguna razón, tal vez porque se había cansado de ella, porque le deprimían a más no poder su miedo y su miseria, o porque a su lado el peligro aumentaba día tras día, decidió mantenerla apartada de su madriguera y de sus noches blancas; y no es que la sustituyera por otra más complaciente y más guapa, que no era nada fácil encontrar fulanas de confianza para este trabajo, y además su hermano se negaba a llevárselas; precisamente podría ser que la hubiese repudiado obligado por Java, al que ya le urgía liquidar aquel asunto y limpiar de ratas la trapería que provisionalmente habría de ser su hogar de casado. De cualquier forma, y aun sabiendo que el cerco se cerraba cada vez más en torno a ella, la puta perseguida lograría hacer llegar su beso de plata al marinero. Un día, al disponerse él a liar un pitillo después de comer a la luz de la vela, se encontró con la llamada urgente en las manos. No en el papel de fumar que sacó, sino en la mitad visible del siguiente prendido aún en el librillo, una hojita rasgada más por la impaciencia que por la punta del lápiz, una caligrafía rota por la desesperación, el terror y la soledad. Un mensaje improvisado, aprovechando quién sabe qué oportunidad. Por miedo es capaz de todo, piensa él, capaz de perderse y perderme. Sólo eran cinco palabras: si me abandonas me mataré, y firmado Aurora. Marcos echó la picadura en el papel, lió el pitillo, lo ensalivó cuidadosamente y lo prendió en la llama de la vela cuando ya sus ojos azules rebosaban de lágrimas por ella y por él, por los dos unidos en su destino de ratas acorraladas, por su amor imposible.