– Más respeto, celador.
– Era un chino de película, Hermana.
– Aun así.
En realidad, pensó Ñito, aquellas fantásticas aventis se nutrían de un mundo mucho más fantástico que el que unos chavales siempre callejeando podían siquiera llegar a imaginar: historias verdaderas con cocodrilos verdaderos, historias de delación y de muerte escuchadas fragmentariamente y de soslayo en las amargas sobremesas de nuestros padres, cuando se abandonaban al recuerdo, y que, sin embargo, no tenían la misma extraña fuerza de convicción que las aventis inventadas por Java o por Sarnita. Arruinada nuestra capacidad de asombro, sólo captábamos los signos del azar: Amén aseguraba haber visto tres viudas preñadas pariendo chorros de arroz y de harina en la Montaña Pelada, bajo la luna, espatarradas como viejas que mearan de pie; en la misma trapería, ausentes Java y su abuela, Sarnita decía haber oído, detrás de las altas pilas de papel y trapos, el paciente raspar de una lima y golpes de cuchara en un plato; y Luis juraba que en el cine Roxy vio cómo acribillaban a un policía secreto con una escopeta de caza, pero de juguete. A veces, acuclillados en torno a la más increíble aventi contada por el trapero, en invierno, al anochecer, la niebla nos traía la sirena lejana y fantasmal de un buque en la entrada del puerto y era como una sirena oída en sueños, no creíble, una sirena surgida de un mundo infinitamente menos real que el nuestro.
– Esto son aspirinas -dijo Sor Paulina, quitándole de las manos un frasco sin etiqueta-. Haz el favor de no mezclarlo todo.
Java solía empezar sus historias a tientas, palpando un agarradero cualquiera, por ejemplo un barco misterioso navegando en la noche con las bodegas llenas de pólvora camufladas en sacos de café del Brasil; entonces, si no sabía cómo continuar, si flojeaba su imaginación, se ayudaba un buen rato con un sonoro «¡tuuuuuuut…!», imitando maravillosamente la sirena del buque con el filo de la mano pegada a los labios y soplando «¡tuuuuuut!» mientras rumiaba la trama, la continuación, el despegue hacia una nueva intriga. Y en seguida, agarrándose las rodillas, balanceándose con las piernas cruzadas bajo el trasero, brillando sus pupilas en medio del círculo de oyentes, la intríngulis empezaba a fluir de su boca como el agua rápida de un arroyo, el relato se hacía impetuoso y abrupto, huidizo, dejando aquí y allá pequeños charcos de incongruencias y cabos sueltos que sólo mucho después nos intrigaban. Por ejemplo: ¿cómo podía un inválido en su silla de ruedas, si había restricciones de luz y el ascensor no funcionaba, subir hasta un segundo piso que en realidad era un cuarto? La niña que empujaba la silla, la Fueguiña, ¿hasta dónde lo llevaba? Aparte de la mastresa, que ella nunca llegó a conocer, en aquel piso no había nadie para ayudarla… Pero Java nunca se paraba en estos detalles, tal vez ni él mismo sabía gran cosa más por aquel entonces, y había de pasar mucho tiempo hasta enterarnos que era ella, la Fueguiña, la que al llegar al pie de la escalera, después del paseo de cada tarde, cogía en brazos al señorito y le subía peldaño a peldaño. Él se dejaba llevar como una muñeca, las piernecitas envueltas en el chal, la perfumada cabeza de negros cabellos engomados reclinada en el hombro de ella, los ojos cerrados, el fino bigotito tan bien recortado en la cara blanca como la cera. Nunca se nos ocurrió pensar que la Fueguiña, tan flaca y desmedrada, tuviera fuerzas para cargar con el inválido, ni que tuviera que ocuparse tanto de éclass="underline" desnudarlo y meterlo en la cama, lavarle el cuerpo con una esponja rosa y ayudarle a hacer sus necesidades. Y eso que en las aventis de Java, según se vería tiempo después, la realidad era una oscura y pesada materia que había de permanecer aún mucho tiempo en el fondo, sin poder aflorar a la superficie. Pero todo acaba por saberse, Hermana…
– Vuestro refugio favorito estaba en Las Ánimas -dijo la monja -. Dios mío.
– Nadie lo sabía.
– Yo sí -dijo ella, y una nube de tristeza cruzó por sus ojos-. Os espié una vez, y era un infierno lo que vi.
El sol ya no pegaba en la pared exterior, los cristales ciegos del ventanuco se volvieron color ceniza. El celador, después de apurar su vasito de licor de pera, se levantó del taburete metálico frotándose los labios con la bocamanga ensangrentada del mono. Gracias, Hermana, dijo, ahora tengo que ir a pinchar a los perros y darles de comer. La monja lo vio salir, anda con Dios, Ñito, lo miraba empujar los batientes de la puerta pero no parecía verle, pórtate bien.
Se cruzó con el doctor Albiol en el pasillo y desenfundó rápido y disparó, ligeramente inclinado sobre el costado derecho. El doctor se reía y lo paró, tú siempre de broma, Ñito, qué haríamos sin ti en este hospital, ofreciéndole un cigarrillo. Preguntó ¿qué, alguna novedad?, y el celador contestó escuetamente: esta mañana ingresaron cuatro, accidente de coche, un matrimonio y dos hijos.
– ¿Y los parientes…?
– No tienen.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
El celador empezó a toser, tosió un rato apoyando una mano en la pared estucada. Ya sé a lo que vienes, pensó, todos sois igual. Con su pañuelo azul se limpió los labios, las cejas y la frente, y se volvió a medias de cara a la pared y congestionado para gruñir no vendrá nadie, si quiere una disección dígalo ahora, coño, qué más da otro pedazo. El doctor Albiol preguntó quién hará la autopsia, y en seguida, sin esperar respuesta, con media sonrisa crispada: pero bueno, ¿estás llorando? El celador se alejaba: ¿quién llora aquí, coño?
– Doctor, decía, acérquese, toque.
Presionando con los dedos la tensa piel del vientre, bajando, tanteando el hueso debajo de la pelvis. Hay que abrir en seguida, dijo el otro, y en sus manos Juanita notó más delicadeza, más calor y como un cariño al subirle la falda hasta la cintura. De pronto le oyó rugir: ¡Tijeras!
Echada de espaldas sobre una dura superficie que olía a madera quemada, vio la cara del doctor bajando hasta la suya con un destello de plata en los dientes. Sonrió tranquila, aunque con el pecho muy agitado, viéndole esgrimir las tijeras y mascullar las frías recomendaciones: calma, Juani, ni te vas a enterar, es como un afeitado en seco pero en seguida vuelve a crecer. ¿Quién está asustada, yo?, ella con una sonrisa que era un desafío: no me veréis llorar, jolines, no os daré ese gusto. Notó las puercas manos separando sus muslos con fuerza, los dedos demorándose en las zonas más tiernas, arriba, cerca de las ingles, el frío contacto de las tijeras y el cric-cric decapitando los rizos duros del color de la miel. Oyó decir: peluda la niña, mientras contenía la respiración, y sonrió resignada a la alta noche del verano, a las estrellas. Cayeron los últimos rizos y las manos seguían porfiando, explorando. Avisa cuando te duela, grita si quieres, nadie te va a oír. Ella se debatió furiosamente bajo la presión de las correas y pensó qué guarros, se me comen con los ojos, lo que sea que sea pronto. El doctor hablaba de úlceras y tumores malignos, y alguien dijo: Anastasia, y otro respondió anestesia, burro, y entonces ella vio caer sobre su nariz una plasta negruzca que olía a mocos. El pañuelo del Tetas mojado con agua de regaliz. Respira, tonta, te estamos anestesiando.
Juanita pataleó hasta que pudo respirar de nuevo. Quieta, chavala, y las cinco caras colgantes apretaban el cerco. Hay que explorar más, dijo el doctor, y ella cochinos, me habíais dicho que sería con guantes, protestó juntando los muslos, pero en seguida cuatro manos ansiosas volvieron a separarlos, mientras se paseaba ante sus ojos la centelleante navaja. Juanita ahogó un grito en el pecho al sentir el dedo rondando las cercanías, separando los labios, hurgando, atornillando, resbalando por las húmedas paredes. Se concentró probando a imaginar aquello, incluso cerró los ojos y soñó un peso dulce oprimiendo sus senos, sus labios, soñó un cariño por su pelo, pero no sintió nada. Al otro lado de las lágrimas, arriba en lo alto de su rabia, más allá de las ramas del almendro y de las palmeras mecidas por la brisa, el parpadeo de las estrellas enloqueció de pronto, la luz se descompuso. No te quedará señal, decía el más sobón, quieta, si no te portas bien vendrá a operarte el doctor Java y verás lo que es bueno.
Juanita consiguió levantar la cabeza y clavó sus pupilas en él.
– ¡Cochino! -lanzó juntamente con el salivazo-. ¡Sarnoso de mierda!