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«Maldita sea -pensé mientras se me revolvía el estómago-. No he sido más que una marioneta en sus manos. Desde el principio. Joder.»

– Sé que estás muy sorprendido, Rain -dijo mientras se recostaba en el asiento-. Durante todos estos años creías que trabajabas por libre y, de hecho, la agencia te estaba pagando las facturas. Pero tienes que ver el lado bueno de las cosas, ¿no? ¡Eres muy bueno en tu trabajo! Dios santo, eres un puto mago, haces que la gente desaparezca sin dejar huella, sin el más mínimo indicio de juego sucio. Ojalá supiera cómo hacerlo. Ojalá.

Le miré, inexpresivo.

– Quizá tenga la oportunidad de enseñártelo algún día.

– Sigue soñando, colega. Por cierto, vimos el informe de la autopsia. Kawamura tenía un marcapasos que se desactivó solo. El juez de instrucción lo atribuyó a un error. Pero investigamos al respecto y averiguamos que un defecto así es prácticamente imposible. Alguien desactivó el marcapasos, Rain. La clase de trabajo que tú haces. Quiero saber quién te contrató.

– No tiene sentido -repliqué.

– ¿El qué?

– ¿Por qué tantos esfuerzos por recuperar el disco?

Entrecerró los ojos.

– Confiaba en que tú me lo dijeras.

– Pues no. Lo único que puedo decirte es que si hubiera querido el disco habría encontrado métodos mucho más sencillos para recuperarlo.

– Quizá no fuera cosa tuya -dijo-. Quizá quienquiera que te contratara te ordenó que lo recuperaras. Sé que no tienes costumbre de hacer muchas preguntas sobre estas misiones.

– ¿Y acaso he tenido la costumbre de ser un recadero en estos trabajos? ¿«Recuperando» objetos solicitados?

Entrecruzó los brazos y me miró.

– No, que yo sepa.

– Entonces creo que te equivocas de persona.

– Te lo cargaste, Rain. Fuiste el último que estuvo con él. Tienes que entender que las cosas no pintan bien.

– Mi reputación se resentirá.

Se masajeó el mentón durante unos instantes, sin dejar de mirarme.

– Sabes que, en comparación con las otras personas que intentan recuperar el disco, la Agencia es la menor de tus preocupaciones.

– ¿Qué personas?

– ¿A ti qué te parece? A quienes implica. Los políticos, la yakuza, las fuerzas que hay detrás de toda la estructura de poder japonesa.

Cavilé al respecto durante unos instantes.

– ¿Cómo averiguaste que estaba en Japón?

Negó con la cabeza.

– Lo siento, eso entra de nuevo en las fuentes y métodos, no puedo revelarte nada. Pero te diré algo. -Se volvió a inclinar hacia mí-. Ven con nosotros, y hablaremos de lo que quieras.

Era tal la incongruencia que pensé que le había entendido mal.

– ¿Acabas de decir, «ven con nosotros»?

– Sí. Si analizas tu situación te darás cuenta de que necesitas ayuda.

– No sabía que fueras tan humanitario, Holtzer.

– Corta el rollo, Rain. No lo hacemos por razones humanitarias. Queremos que cooperes. O tienes el disco o, dado que perseguías a Kawamura, seguramente cuentas con la información necesaria para encontrarlo. A cambio, te ayudaremos. Así de sencillo.

Pero les conocía bien, conocía bien a Holtzer. Con ellos nada era sencillo; y cuanto más sencillo parecía, más cerca estaban de trincarte.

– No lo tengo fácil -dije-. De nada sirve negarlo. Quizá debería confiar en alguien. Pero no serás tú.

– Mira, si es por lo de la guerra, es una ridiculez. Eso fue hace mucho tiempo. Estamos en otra época, en otro lugar.

– Pero las personas son las mismas.

Agitó la mano como si quisiera alejar un aroma desagradable.

– Da igual lo que pienses de mí, Rain, porque esto no va con nosotros. Lo que importa es la situación, y la situación es la siguiente: la policía te busca. El PLD te busca. La yakuza te busca. Y te encontrarán porque te han desenmascarado de una puta vez. Así que deja que te ayudemos.

¿Qué debía hacer? ¿Eliminarle allí mismo? Sabían dónde vivía, lo que me volvía vulnerable, y cargarme al jefe de oficina tendría graves consecuencias.

El coche que iba detrás de nosotros viró a la izquierda. Miré hacia atrás y vi que el coche que le seguía, un sedán negro con tres o cuatro japoneses dentro, aminoró la marcha en lugar de ocupar el espacio que había quedado libre. No era una estrategia muy eficaz para conducir en Tokio.

Esperé hasta que estuvimos a punto de llegar al siguiente semáforo y entonces le dije al conductor que girara a la izquierda. Apenas tuvo tiempo de frenar y girar. El sedán cambió de carril detrás de nosotros.

Le dije al conductor que me había equivocado, que teníamos que regresar a Meiji-dori. Me miró, visiblemente enfadado, preguntándose qué coño estaba pasando.

El sedán nos seguía a medida que cambiábamos de calle.

«Oh, mierda.»

– ¿Has venido acompañado, Holtzer? Me parece que te dije que vinieras solo.

– Están aquí para llevarte. Para protegerte.

– Muy bien, que nos sigan hasta la embajada -dije, repentinamente asustado, mientras trataba de encontrar el modo de escabullirme.

– No permitiré que el taxi nos lleve juntos a la embajada. Ya me he arriesgado más de la cuenta viniendo a verte. Ellos te llevarán. Es lo más seguro.

¿Cómo era posible que le hubieran seguido? Aunque llevara un micro en alguna cavidad corporal era imposible que le hubieran localizado con tanto tráfico.

Entonces caí en la cuenta. Me la habían jugado bien jugada. Sabían que cuando «Lincoln» llamara yo exigiría un encuentro inmediato. No sabían dónde, pero tenían a varios agentes listos para entrar en acción en cuanto supieran el lugar. Tenían veinte minutos para llegar a Shinjuku, y podían quedarse lo bastante cerca para reaccionar según lo que oyeran por el micro sin que yo les viera. Holtzer debió de haberles dado el nombre de la empresa de taxis, la descripción del coche, el número de matrícula y ponerles al tanto de lo que sucedía antes de que yo entrara en el taxi. Para entonces ya estaban preparados. Mientras, me había felicitado a mí mismo por haber pensado con rapidez y haberme hecho con el control de la situación; mientras, había bajado la guardia después de deshacerme del micro.

Confiaba en vivir lo suficiente como para aprender la lección.

– ¿Quiénes son? -inquirí.

– Puedes fiarte de ellos. Cooperan con la embajada.

El semáforo del paso elevado del río Kanda se puso rojo. El taxi comenzó a aminorar la marcha.

Miré a la derecha y luego a la izquierda en busca de una vía de huida.

El sedán se acercó más y se detuvo a apenas un coche de distancia.

Holtzer me miró, tratando de adivinar lo que haría. Durante una fracción de segundo, nos miramos de hito en hito. Luego arremetió contra mí.

– ¡Es por tu propio bien! -gritó al tiempo que intentaba rodearme la cintura con los brazos. Vi que se abrían las puertas traseras del sedán y que un par de japoneses fornidos salían por ambos lados.

Intenté apartar a Holtzer, pero me había entrelazado las manos en la espalda. El conductor se volvió y comenzó a chillar, aunque no entendí nada.

Los dos japoneses habían cerrado las puertas y se acercaban al taxi sin llamar la atención. Mierda.

Rodeé el cuello a Holtzer con el brazo derecho, le empujé la cabeza hacia mi pecho y deslicé el izquierdo entre mi cuerpo y su cuello para buscarle la carótida con la mano.

– Aum da! Aum Shinrikyo da! -le grité al taxista-. Sarin! -Aum era la secta que había gaseado el metro de Tokio en 1995 y los recuerdos del atentado de gas sarín todavía provocan pánico.

Holtzer gritó algo contra mi pecho. Me incliné hacia delante y utilicé el torso y las piernas a modo de cascanueces. Noté que relajaba los músculos.

– Ei? Nan da tte? -preguntó el taxista sin terminar de creerse lo que veía. ¿Qué quiere decir?