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Uno de los japoneses dio un golpecito en la ventanilla del pasajero.

– Aitsu! Aum da! Sarin da! Boku no tomodachi ishiki ga nai! Ike! Kuruma o dase! -¡Esos tipos! ¡Son de Aum, tienen sarín! ¡Mi amigo está inconsciente! ¡Conduzca! ¡Conduzca! No me costó demasiado utilizar un tono de voz que transmitiera miedo.

Quizá pensara que era una tomadura de pelo o que yo estaba loco, pero con el gas sarín no se jugaba. Puso la marcha, viró bruscamente a la derecha y cambió de sentido derrapando en Meiji-dori, por lo que interrumpió el tráfico que venía en dirección contraria. Vi que los japoneses regresaban corriendo al sedán.

– Isoide! Isoide! Byoin ni tanomul -¡Deprisa! ¡Necesitamos un hospital!

En el cruce entre Meiji-dori y Waseda-dori el taxista se saltó un semáforo que acababa de ponerse en rojo y giró con brusquedad a la izquierda en dirección al Centro Médico Nacional. La fuerza de la gravedad apartó a Holtzer de mí. La circulación de Waseda-dori comenzó a nuestras espaldas apenas un segundo después, por lo que sabía que el sedán se quedaría atrapado un minuto, quizá más.

La estación de Tozai Waseda estaba un poco más adelante. Había llegado el momento de escapar. Le dije al taxista que se detuviera. Holtzer estaba desplomado contra la puerta, inconsciente pero respirando. Me apetecía estrangularle de nuevo, así tendría un adversario menos del que preocuparme. Pero no tenía tiempo.

El taxista comenzó a protestar; dijo que debíamos llevar a mi amigo al hospital, que teníamos que llamar a la policía, pero insistí en que parara el coche. Así lo hizo, tras lo cual extraje la mitad del billete de diez mil yenes que le debía y le di otro más.

Recogí el paquete que le había comprado a Midori, salí del taxi de un salto y corrí escaleras abajo hacia el metro. Si tenía que esperar a que llegase el metro me vería obligado a usar otra salida y seguir a pie, pero tuve suerte ya que el Tozai llegaba en ese preciso momento. Fui hasta la estación de Nihonbashi, hice trasbordo a la línea de Ginza y luego cambié al Yamanote en Shinbashi. De camino realicé una PDV concienzuda y cuando salí por los torniquetes de la estación de Shibuya supe que, de momento, estaba a salvo. Pero me habían descubierto y esa seguridad no duraría mucho.

Dieciséis

Una hora después Harry me avisó por el busca y nos reunimos en la cafetería Doutor según lo acordado antes. Cuando llegué ya me estaba esperando.

– Dime qué has conseguido -dije.

– Bueno, es extraño.

– Explica eso de «extraño».

– Lo primero de todo es que el disco lleva incorporada una protección de gestión de copias bastante compleja.

– ¿Se puede saltar?

– No me refiero a eso. La gestión de copias es diferente de la codificación. El disco no puede copiarse, no se puede distribuir electrónicamente ni enviarse por internet.

– ¿Quieres decir que sólo se puede hacer una copia de la fuente?

– No sé si una o muchas, pero lo cierto es que no pueden hacerse copias de las copias. En esta familia no hay nietos.

– ¿Y el contenido no se puede enviar por internet ni cargar a un tablón de anuncios ni nada por el estilo?

– No. Si lo intentas la información se corrompe. No se podría leer.

– Bueno, eso explica varias cosas -dije.

– ¿Por ejemplo?

– Pues por qué empezaron con todo esto de los discos. Por qué se mueren por recuperar éste. Saben que no se ha copiado ni cargado, por lo que también saben que el daño potencial sigue limitándose a este disco.

– Exacto.

– Dime una cosa. ¿Por qué quienquiera que controle la información que se copió en el disco permitiría tan siquiera una copia? ¿No sería más seguro que no hubiera ninguna copia?

– Posiblemente sería más seguro, pero también más arriesgado. Si le pasara algo al original se perderían todos los datos para siempre. Se necesita una copia de seguridad.

Reflexioné al respecto.

– ¿Qué más?

– Bueno, como ya sabes, está codificado.

– Sí.

– La codificación es extraña.

– Te gusta repetir esa palabra.

– ¿Has oído hablar de la reducción entramada?

– No.

– Es una especie de código. El criptógrafo codifica un mensaje en una secuencia, una secuencia como las flores en el diseño de un papel pintado simétrico. Pero las secuencias del papel pintado son sencillas: sólo una imagen en dos dimensiones. Un código más complejo emplea una secuencia que se repite a sí misma en varios niveles, en múltiples dimensiones matemáticas. Para saltarse el código hay que encontrar la manera más sencilla en la que el entramado se repite a sí mismo, en cierto modo, el origen de la secuencia.

– Entiendo. ¿Lo puedes saltar?

– No estoy seguro. En Fort Meade investigué un poco las reducciones entramadas, pero ésta es extraña.

– Harry, si vuelves a repetir esa palabra…

– Lo siento, lo siento. Es extraña porque el entramado parece una secuencia musical, no física.

– Ahora no te sigo.

– Hay una especie de superposición de notas musicales, o eso parece; de hecho, el lector óptico lo reconoció como un disco de música, no de datos. La secuencia es muy rara, pero sumamente simétrica.

– ¿Puedes descifrarla?

– Lo he intentado, pero no he tenido suerte. John, debo admitir que en este caso no me siento como pez en el agua.

– ¿No te sientes como pez en el agua? ¿Tantos años en la ASN y hay algo que hace que no te sientas como pez en el agua?

Se sonrojó.

– No es la codificación. Es la música. Necesito a un músico que me ayude a saltar la protección.

– Un músico -repetí.

– Sí, un músico. Ya sabes, alguien que lea música, preferiblemente alguien que la componga.

No repliqué.

– Me vendría muy bien que ella me ayudara -añadió.

– Me lo pensaré -respondí, incómodo.

– Vale.

– ¿Qué hay de los móviles? ¿Has averiguado algo?

Sonrió.

– Esperaba que me lo preguntaras. ¿Te suena de algo Shinnento?

– No estoy seguro -dije intentando identificar el nombre-. ¿Algo sobre Año Nuevo?

– Shinnen, como en «fe» o «convicción», no «Año Nuevo» -dijo al tiempo que dibujaba el kanji correcto en el aire con un dedo para diferenciar uno de los homónimos que se había apoderado del idioma-. Es un partido político. La última llamada del kendoka fue a la oficina central del partido en Shibakoen, y el número estaba grabado en el marcado rápido de las memorias de los dos móviles. -Sonrió, saboreando lo que diría a continuación-. Y por si no bastara para establecer la relación, Convicción pagaba la factura de teléfono del kendoka.

– Harry, nunca dejarás de sorprenderme. Cuéntame el resto.

– Vale. Un tipo llamado Toshi Yamaoto fundó el partido en 1978, y sigue siendo el dirigente del mismo. Yamaoto nació en 1949. Es hijo único de una familia importante cuyo linaje se remonta a los clanes samuráis. Su padre era oficial en el Ejército Imperial, un militar profesional especializado en comunicaciones, que después de la guerra fundó una empresa que fabricaba dispositivos móviles para comunicaciones. Para iniciar el negocio el padre aprovechó las relaciones de la familia con lo que quedaba de los zaibatsu y luego se hizo rico durante la guerra de Corea, ya que el ejército americano compró el equipo de su empresa.

Los zaibatsu fueron los conglomerados industriales de antes de la guerra, regentados por las familias japonesas más poderosas. Después de la guerra MacArthur cortó el árbol, pero no pudo arrancar las raíces.

– Yamaoto empezó en la cultura y las artes; de adolescente estuvo varios años en Europa para aprender a tocar el piano clásico, creo que por insistencia de su madre. Al parecer, era un niño prodigio. Pero su padre le sacó de todo aquello cuando Yamaoto cumplió veinte años y le envió a EEUU para que acabara los estudios como preludio para ocuparse del negocio familiar. Yamaoto obtuvo un máster en administración de empresas en Harvard y dirigía las operaciones americanas de la empresa cuando su padre murió. Entonces Yamaoto regresó a Japón, vendió el negocio y utilizó el dinero para fundar Convicción y presentarse a las elecciones al Parlamento.