Cuando regresó cargamos el equipo en la parte trasera de la camioneta. El material era bastante sofisticado. El láser lee las vibraciones de las ventanas causadas por las conversaciones del interior, luego transmite la información resultante a un ordenador, que transforma las secuencias en palabras. Y los infrarrojos leen el más mínimo cambio de temperatura en el cristal, la clase de cambio que produce el calor corporal en una habitación fría.
Una vez cargada, aparqué la furgoneta y regresé a Shibuya, y de camino realicé una PDV de lo más concienzuda.
Llegué al hotel poco después de la una en punto. Había comprado varios sándwiches en un puesto que encontré en una de las calles anónimas que salían serpenteando de Dogenzaka, y Midori y yo nos los comimos sentados en el suelo mientras la ponía al corriente de la situación. Le di el paquete que había traído y le dije que cuando saliera debería llevar el pañuelo y las gafas de sol. Le facilité la dirección de Harry, le dije que preparara sus cosas y que estuviera allí al cabo de dos horas.
Cuando llegué al apartamento de Harry, ya estaba trabajando con el disco de Kawamura. Media hora después sonó el timbre; Harry se dirigió hacia el interfono, oprimió un botón y dijo: «Haz».
«Watashi desu» fue la respuesta. «Soy yo.» Asentí mientras me levantaba para comprobar por la ventana y Harry apretaba el botón para abrir la puerta principal. Luego se encaminó hacia la suya, la abrió y echó un vistazo. Mejor comprobar quién viene antes de ser localizado ya que todavía habrá tiempo para reaccionar.
Al cabo de un minuto abrió por completo la puerta y le hizo señas a Midori para que entrara.
– Te presento a Harry -le dije en japonés-, el amigo del que te hablé. Es un poco tímido con las personas porque se pasa todo el día con los ordenadores. Si eres agradable con él se abrirá relativamente rápido.
– Hajimemashite -dijo Midori volviéndose hacia Harry e inclinándose. Encantada de conocerle.
– Encantado de conocerle -replicó Harry en japonés. Parpadeaba rápidamente y me di cuenta de que estaba nervioso-. Le ruego que no haga caso a mi amigo. El Gobierno lo utilizó para ensayar drogas experimentales durante la guerra, y eso le ha provocado la senilidad prematura.
«¿Harry?», pensé, impresionado por su repentino desparpajo.
Midori hizo una mueca de inocencia perfecta.
– ¿La culpa fue de las drogas?
Me alegré al ver que le caía bien. Harry me miró con una sonrisa radiante, como si me hubiera ganado la batalla y, quizá, hubiera encontrado una aliada.
– Vale, veo que os llevaréis bien -dije, interrumpiéndoles antes de que Harry emplease el valor recién descubierto para hacer vete a saber qué-. No tenemos mucho tiempo. Éste es el plan. -Le expliqué a Midori lo que haría.
– No me gusta -dijo cuando hube acabado-. Podrían verte. Podría ser peligroso.
– No me verá nadie.
– Deberías darnos más tiempo a Harry y a mí para descifrar el código musical.
– Ya he hablado de eso con Harry Haced vuestro trabajo y yo haré el mío. Es más eficaz. No me pasará nada.
Conduje la camioneta hasta las instalaciones de Convicción en Shibakoen, justo al sur del distrito gubernamental de Kasumigaseki. Convicción ocupaba parte de la segunda planta de un edificio en Hibiya-dori, al otro lado del parque Shiba. Utilizaría el láser para determinar la procedencia de las conversaciones en las oficinas y luego, basándome en el análisis de Harry sobre la información interceptada, sabría cuál sería la mejor habitación o habitaciones para el micro. El mismo equipo me indicaría cuándo se quedarían vacías las oficinas, seguramente bien entrada la noche, y ése sería el momento en que entraría para colocar el micro. El vídeo nos ayudaría a identificar a cualquiera que estuviera implicado en la Agencia y en Convicción y nos facilitaría más pistas sobre la naturaleza de la relación entre los dos organismos.
Aparqué al otro lado de la calle, frente al edificio. El lugar se hallaba en una zona en la que no se podía aparcar, pero era una ubicación lo bastante buena como para arriesgarme a que un vigilante aburrido me multara.
Había acabado de montar el equipo y apuntar a las ventanas apropiadas cuando oí un golpecito en la ventanilla del pasajero. Alcé la vista y vi a un poli uniformado. Golpeaba la ventanilla con la porra.
«Oh, mierda.» Hice un gesto conciliador, como si estuviera a punto de marcharme, pero negó con la cabeza y dijo: «Dete yo». Salga.
El equipo apuntaba desde la ventanilla trasera del lado del conductor, por lo que no era visible desde donde estaba el policía. Tendría que arriesgarme. Me deslicé hasta el asiento del pasajero, abrí la puerta y salí.
Había tres hombres esperando en el ángulo sin visibilidad de la camioneta, donde era imposible verles sin salir. Iban armados con Berettas 92 Compacts y llevaban gafas de sol y abrigos gruesos; un método sencillo para cambiar la forma de la cara y la complexión. Supuse que si me resistía me dispararían, y contarían con los disfraces para confundir a los testigos potenciales. Todos tenían las típicas orejas del kendoka. Reconocí al tipo que estaba más cerca de mí; era el de la nariz chata que había entrado en el apartamento de Midori después de que yo hubiera tendido una emboscada a quienes querían secuestrarla. Uno de ellos dio las gracias al poli, que se volvió y se marchó de allí.
Me hicieron una seña desde el otro lado de la calle; no me quedaba más remedio que obedecer. Al menos así resolvería el problema de entrar en el edificio. Llevaba un auricular en el bolsillo, así como uno de los micros adhesivos y personalizados de Harry. Si se me presentaba la oportunidad ocultaría el micro en un lugar apropiado.
Me condujeron por la entrada principal, con las manos bien hundidas en los bolsillos de los abrigos. Subimos por las escaleras hasta la segunda planta; los tres hombres me rodeaban de tal manera que impedían cualquier maniobra de huida. Cuando llegamos al rellano, Narizchata me empujó contra la pared y me apretó el arma contra el cuello. Uno de sus colegas me cacheó. Buscaba un arma y no se percató del pequeño micro que llevaba en el bolsillo.
Cuando hubo acabado, Narizchata retrocedió un paso y, de repente, me dio un rodillazo en las pelotas. Me doblé en dos y me propinó una patada en el estómago y luego otras dos en las costillas. Me caí de rodillas, sin apenas poder respirar, sintiendo un dolor intenso por todo el torso. Intentaba levantar los brazos para evitar otro golpe cuando uno de ellos se colocó entre Narizchata y yo y le dijo: «Iya, sono kurai ni shite oke». Ya basta. Me pregunté si estaban jugando conmigo al poli bueno y al poli malo.
Nos quedamos así varios minutos; el colega retenía a Narizchata mientras yo intentaba respirar con normalidad. Cuando finalmente me incorporé, me condujeron por un pasillo circundado de puertas cerradas. Narizchata llamó a una de ellas y una voz respondió, «Dozo». Adelante.
Me llevaron a una sala espaciosa para los estándares japoneses, decorada según el tradicional estilo minimalista. Mucha madera de tonos claros y objetos de cerámica caros en las estanterías. Las paredes estaban repletas de hanga, grabados. Seguramente los originales. Había un pequeño sofá y sillones de piel en un rincón de la sala, dispuestos alrededor de una mesa de centro de cristal impoluta. El aspecto general era de limpieza y de prosperidad, y supuse que ésa era la impresión que querían proyectar. Quizá ocultaran a Narizchata y a sus colegas cuando tenían visita.
Había un escritorio de madera en el extremo más alejado de la sala. Apenas tardé unos instantes en reconocer al tipo sentado junto al mismo. Nunca le había visto con traje.