Dejé escapar un grito salvaje y salté hacia delante con los dedos extendidos hacia la barra. Durante un trágico segundo creí que no llegaría y que me caería, pero entonces la mano se me cerró en torno al metal frío.
El tren me impulsó el cuerpo hacia delante y golpeé la parte posterior del vagón con las rodillas. Los pies me colgaban apenas unos centímetros por encima de las vías. Los dedos comenzaron a resbalárseme por la barra. Alcé la vista y vi a un niño con el uniforme del colegio mirándome por la ventana trasera, boquiabierto. Entonces el tren entró en el túnel y solté la barra.
De manera instintiva, coloqué el brazo izquierdo debajo del cuerpo y a lo largo del mismo para rodar al caer. Aun así, el impacto contra las vías fue tal que en lugar de rodar, reboté. Sentí un golpe tremendo en el costado izquierdo y luego una breve sensación de vuelo. Apenas unos instantes después noté un golpe seco y me detuve por completo.
Estaba boca arriba, mirando el techo del túnel del metro. Me quedé así un momento, sin aliento, moviendo los dedos gordos del pie, doblando los dedos de la mano.
Transcurrieron cinco segundos, luego otros cinco. Respiré hondo varias veces seguidas.
«¿Dónde coño -pensé-, dónde coño he caído?»
Resoplé y me erguí. Estaba sobre una pequeña montaña de arena, a la izquierda de las vías. Junto a la misma había dos obreros de la construcción japoneses con casco, mirándome con la boca ligeramente entreabierta.
Al lado del montículo de arena había un suelo de hormigón que los obreros estaban reparando. Mezclaban la arena con cemento. Me di cuenta de que si me hubiera soltado del tren tan siquiera medio segundo después habría caído sobre el hormigón en lugar de la blanda montaña de arena.
Me deslicé hasta el suelo, me incorporé y comencé a sacudirme la arena. La forma de mi cuerpo había quedado estampada en la arena como en los dibujos animados.
Los obreros no se habían movido. Seguían mirándome, boquiabiertos, y me percaté de que lo que acababan de presenciar les había impresionado.
– Ah, sumimasen -comencé a decir, sin saber qué añadir-. Etto, otearae wa arimasu ka? -Perdón, ¿saben dónde está el baño?
Se mantuvieron inmóviles y me di cuenta de que la pregunta les había confundido todavía más. Mejor así. Vi que estaba apenas unos metros en el interior del túnel y comencé a caminar hacia el exterior.
Reflexioné sobre lo sucedido. Los hombres de Yamaoto me habían visto entrar en el túnel asido a la parte posterior del tren, pero no habían visto que me había resbalado hasta caer, y yo iba demasiado rápido como para que pensaran que me soltaría a propósito. Por lo que seguramente imaginaron que, al cabo de tres minutos, estaría en la estación de Mita, el final de la línea. Lo más probable era que hubieran salido corriendo de la estación hacia Mita para interceptarme.
Se me ocurrió una locura.
Introduje la mano en el bolsillo, extraje el auricular que habían guardado allí antes de que Narizchata y los suyos me atraparan en la camioneta, y me lo coloqué. Rebusqué en el bolsillo el transmisor adhesivo. Seguía allí. Pero, ¿seguía transmitiendo?
– ¿Harry? ¿Me oyes? Háblame -dije.
Se produjo un largo silencio y, justo cuando me disponía a intentarlo de nuevo, el auricular cobró vida.
– ¡John! ¿Qué coño está pasando? ¿Dónde estás?
Me alegré de oírle.
– Tranquilo, estoy bien. Pero necesito que me ayudes.
– ¿Qué pasa? Lo he escuchado todo. ¿Estás en la estación de tren? ¿Estás bien?
Trepé al andén. Algunas personas me miraron de hito en hito, pero no les hice caso y me abrí paso entre ellas como si emerger sucio y contusionado de las profundidades de uno de los túneles del metro de Tokio fuera lo más normal del mundo.
– He estado mejor, pero ya hablaremos de eso. ¿El equipo sigue en marcha?
– Sí, sigo viendo todas las habitaciones del edificio.
– Perfecto, eso es lo que necesito saber. ¿Quién sigue en el edificio?
– Los infrarrojos indican que sólo hay un tipo. Todos los demás salieron corriendo detrás de ti.
– ¿Yamaoto también?
– Sí.
– ¿Dónde está el tipo que se ha quedado?
– En la última habitación a la derecha mirando el edificio de frente… donde te llevaron los tres hombres. Está allí desde que has salido.
Sería Narizchata o uno de los suyos; no estaría en condiciones para perseguirme. Me alegraba de saberlo.
– Vale, ésta es la situación. Todos creen que estoy al final de un tren que va hacia Mita y allí se reunirán dentro de unos cuatro minutos. Tardarán otros cinco en darse cuenta de que no estoy allí y que me han perdido el rastro, y otros cinco en regresar al edificio de Convicción. O sea, que dispongo de unos catorce minutos para volver a entrar y colocar el micro.
– ¿Qué? No sabes dónde están. ¿Y si no han ido todos a Mita? ¡Podrían regresar mientras estás en el edificio!
– Cuento contigo para que me informes al respecto. Sigues recibiendo una señal de vídeo desde la camioneta, ¿no?
– Sí, sigue transmitiendo.
– Mira, ya casi he llegado al edificio… ¿sigue sin haber nadie?
– Sí, no hay nadie, pero me parece una locura.
– Nunca tendré una oportunidad mejor que ésta. Todos están fuera del edificio, no habrá nada cerrado con llave y cuando vuelvan podremos escuchar todo lo que digan. Voy a entrar.
– Vale, ya te veo. Hazlo rápido.
Un consejo innecesario. Pasé por las puertas de la escalera y giré a la derecha, luego corrí por el pasillo hasta la entrada. Como había supuesto, habían salido a toda prisa y estaba abierta de par en par.
La oficina de Yamaoto estaba tres puertas más allá a la derecha. Entraría y saldría en un abrir y cerrar de ojos.
La puerta estaba cerrada. Intenté girar el pomo.
– Oh, mierda -exclamé.
– ¿Qué pasa?
– Está cerrada con llave.
– Olvídalo, pon el micro en otra parte.
– No, tenemos que escuchar lo que digan aquí dentro. -Examiné la cerradura y vi que era una gacheta común de cinco clavijas. Nada del otro mundo-. Espera un momento. Creo que puedo entrar.
– John, lárgate de ahí. Podrían regresar en cualquier momento.
No repliqué. Saqué mis llaves y separé una de mis ganzúas caseras y el espejo dental. El mango largo y fino del espejo me serviría de oportuna llave de tensión. Introduje el mango en la cerradura y lo giré con suavidad en el sentido de las agujas del reloj. Cuando el juego del cilindro hubo desaparecido, aflojé la presión de la ganzúa y comencé a trabajar en la quinta clavija.
– ¡No intentes forzar la cerradura! ¡No se te da bien! ¡Pon el micro en otra parte y lárgate!
– ¿Qué es eso de que no se me da bien? Te enseñé a hacerlo, ¿no?
– Sí, por eso sé que no se te da bien. -Se calló. Seguramente se dio cuenta de que era inútil intentar detenerme y que lo mejor sería dejar que me concentrara.
Sentí que la quinta clavija estaba a punto de ceder, pero entonces la perdí. Mierda. Giré el espejo dental un poco más para apretar el cilindro contra las clavijas.
– ¿Harry? Echo de menos tu voz… -Volví a perder la clavija.
– No me hables. Concéntrate.
– Ya lo hago, pero cuesta lo suyo… -Sentí que la quinta clavija cedía y se mantenía así. Las tres siguientes fueron fáciles. Sólo faltaba una.
La última clavija estaba dañada. No hacía ningún ruidito. Moví la ganzúa hacia todos los lados, pero no sirvió de nada.
– Venga, guapa, ¿dónde estás? -Inspiré. Contuve la respiración y moví la ganzúa.
No noté que la clavija cediera pero, de repente, el pomo ya no estaba bloqueado. Lo giré a la derecha y entré.