Observamos la pantalla en silencio, a la espera de los resultados.
Al cabo de un minuto, una serie de notas extrañas e incorpóreas comenzaron a emanar de los altavoces del ordenador, semblanzas de lo que Midori acababa de tocar.
– Está procesando los sonidos -explicó Harry-. Intenta encontrar la secuencia más sencilla.
Esperamos en silencio varios minutos.
– No veo que progrese -dijo Harry finalmente-. Quizá no cuente con los recursos informáticos necesarios.
– ¿Dónde podría conseguirlos? -inquirió Midori.
Harry se encogió de hombros.
– Puedo intentar colarme en Livermore para acceder a su superordenador. Aunque han mejorado los sistemas de seguridad; podría tardar bastante.
– ¿El superordenador lo lograría? -pregunté.
– Tal vez -dijo-. De hecho, basta una capacidad de procesamiento razonable. Aunque más bien se trata de una cuestión de tiempo; cuanto mayor es la capacidad de procesamiento, más posibilidades tiene el ordenador de hacerlo en menos tiempo.
– O sea, que un superordenador aceleraría el proceso -dijo Midori-, pero no sabemos cuánto.
Harry asintió.
– Exacto.
Se produjo un breve silencio de frustración.
– Recapacitemos un momento -dijo finalmente Harry-. ¿Realmente necesitamos descifrar el disco?
Sabía por dónde iban los tiros: era la misma idea tentadora que se me había ocurrido en las oficinas de Convicción cuando Yamaoto me interrogó sobre el disco.
– ¿A qué se refiere? -pregunto Midori.
– Bueno, ¿cuáles son nuestros objetivos? El disco es como la dinamita; sólo tenemos que ponerlo a salvo. Los dueños saben que no puede copiarse ni transmitirse por medios electrónicos. Para empezar, una forma de ponerlo a salvo consistiría en devolverles el disco.
– ¡No! -exclamó Midori al tiempo que se incorporaba y le plantaba cara a Harry-. Mi padre arriesgó su vida por el contenido del disco. ¡Ha de llegar al destino que él quería!
Harry levantó las manos en señal de rendición.
– Vale, vale, sólo intento buscar una alternativa, sólo quiero ayudar.
– Es una idea lógica, Harry -comenté-, pero Midori tiene razón. No sólo porque su padre arriesgó la vida para conseguir el disco. Ahora sabemos que hay varias partes interesadas en recuperarlo, además de Yamaoto está también la Agencia, el Keisatsucho. Puede que más. Aunque se lo devolviéramos a una de ellas, no resolvería nuestros problemas con las otras.
– Entiendo -admitió Harry.
– Pero me gusta la analogía de la dinamita. ¿Cómo se pone la dinamita a salvo?
– La detonas en otro lugar -dijo Midori sin dejar de mirar a Harry.
– Exacto -dije.
– Bulfinch -dijo Midori-, Bulfinch publica el disco y de ese modo lo pone a salvo. Y eso es lo que mi padre quería.
– ¿Se lo damos sin tan siquiera saber cuál es el contenido? -inquirió Harry.
– Ya sabemos lo suficiente -aseguré-. Basado en lo que nos contó Bulfinch, y que Holtzer corroboró. No se me ocurre otra alternativa.
Harry frunció el ceño.
– Ni siquiera sabemos si cuenta con los recursos necesarios para descifrarlo.
Contuve una sonrisa ante aquel atisbo de rencor por su parte: alguien le quitaría el juguete y tal vez resolvería el rompecabezas tecnológico sin su ayuda.
– Supongo que Forbes dispondrá de los recursos necesarios. Sabemos de sobra lo mucho que quieren el disco.
– De todos modos, preferiría intentar descifrarlo antes.
– Yo también, pero no sabemos cuánto podríamos tardar. Mientras tanto, varias fuerzas se han alineado contra nosotros y no lograremos eludirlas durante mucho tiempo. Cuanto antes publique Bulfinch el maldito disco, antes volveremos a respirar con tranquilidad.
– Le llamaré -dijo Midori, que no quería correr riesgos.
Veinte
He había dicho a Bulfinch que nos reuniésemos en Akasaka Mitsuke, uno de los barrios de entretenimiento de la ciudad, casi con tantos clubes de alterne como Ginza. La zona está repleta de un sinfín de callejones, algunos tan estrechos que sólo pueden atravesarse de lado, y todos ellos ofrecen tanto una vía de entrada como de huida.
Llovía y hacía frío cuando acabé una PDV y salí de la estación de metro de Akasaka Mitsuke, frente a los grandes almacenes Belle Vie. Al otro lado de la calle, de un rosa estrambótico bajo la lluvia y el cielo gris, se hallaba la mole acorazada del Akasaka Tokyu Hotel. Me detuve para abrir el paraguas negro que llevaba y luego giré a la derecha en Sotobori-dori. Tras girar a la derecha hacia un callejón que nacía junto al Citibank de la zona, llegué a los ladrillos rojos con almenas de la explanada Akasaka-dori.
Había llegado una hora antes de la cita y decidí comer algo rápido en el restaurante Tenkaichi de la explanada, especializado en sopa de fideos. Tenkaichi, «Primero bajo el cielo», es una cadena, pero el de la explanada tiene encanto. Los propietarios aceptan moneda extranjera y las paredes de madera del local están repletas de billetes y monedas de docenas de países. Se oyen continuamente recopilaciones de jazz, que a veces intercalan con canciones pop americanas. Los taburetes acolchados, algunos colocados en los rincones más discretos, ofrecen una excelente vista de la calle que discurre frente al restaurante.
Pedí chukadon, verduras chinas con arroz, y comí mientras observaba la calle por la ventana. Había dos sarariman comiendo solos y en silencio en lo que debía de ser una pausa tardía para el almuerzo.
Le había dicho a Bulfinch que a las dos en punto comenzara a dar vueltas alrededor de la manzana en sentido contrario a las agujas del reloj en la san-chome 19-3 de Akasaka Mitsuke. Había más de doce callejones que daban a esa manzana en concreto, todos ellos con sus respectivas callejuelas, por lo que Bulfinch no sabría dónde le esperaría hasta que me viese. Daba igual si él llegaba temprano. Tendría que seguir dando vueltas alrededor de la manzana bajo la lluvia. No sabía dónde estaría yo.
Terminé a las dos menos diez, pagué la cuenta y me marché. Con el paraguas bien encasquetado crucé la explanada hasta Misuji-dori, luego me dirigí hacia un callejón situado delante del restaurante Buon Appetito, en la manzana 19-3 y esperé bajo el alero de un tejado acanalado oxidado. A esa hora, y por el mal tiempo, la zona estaba bien tranquila. Esperé y observé las tristes gotas de agua que caían a un ritmo pausado desde el tejado oxidado sobre las viejas tapas de plástico de los contenedores de basura.
Al cabo de unos diez minutos oí pasos en los ladrillos mojados, a mi espalda, y Bulfinch apareció acto seguido. Llevaba un impermeable color aceituna e iba agachado bajo un enorme paraguas negro. No me veía desde allí y esperé a que pasara delante de mí antes de hablar.
– Bulfinch. Aquí -dije en voz baja.
– ¡Mierda! -exclamó mientras se volvía hacia mí-. No haga eso. Me ha asustado.
– ¿Ha venido solo?
– Claro. ¿Ha traído el disco?
Salí de debajo del tejado y observé el callejón en ambos sentidos. No había nadie.
– Está cerca. Dígame qué piensa hacer con él.
– Ya lo sabe. Soy periodista. Escribiré varios artículos sobre lo que corrobore el contenido.
– ¿Cuánto tardará?
– ¿Cuánto tardaré? Joder, los artículos ya están escritos. Sólo necesito las pruebas.
Reflexioné al respecto.
– Le contaré varias cosas sobre el disco -dije, y le expliqué los detalles de la codificación.
– Eso no supone ningún problema -dijo en cuanto hube acabado-. Forbes tiene contactos con Lawrence Livermore. Nos ayudarán. Lo publicaremos en cuanto lo hayamos pirateado.
– Supongo que es consciente de que cada día que pase sin que se publique, Midori corre un gran peligro.
– ¿Por eso me lo entrega? La gente que lo quiere le habría pagado, y mucho, ya lo sabe.