– Quiero que entienda una cosa -dije-. Si no publica el contenido del disco es posible que Midori muera. Si eso sucediera, le encontraría y le mataría.
– Le creo.
Le miré durante unos instantes, luego introduje la mano en el bolsillo del pecho y extraje el disco. Se lo entregué y me encaminé hacia la estación.
Realicé una PDV hasta Shinbashi y, de camino, pensé en Tatsu. Hasta que no se publicara el contenido del disco, la vida de Midori no era la única que corría peligro, la de Tatsu también peligraba. Y si bien Tatsu no era un blanco fácil, tampoco era invencible. Habían transcurrido muchos años desde que lo viera por última vez, pero en una ocasión nos habíamos protegido el uno al otro. Lo menos que podía hacer era avisarle.
Llamé al Keisatsucho desde un teléfono público en la estación de Shinbashi.
– ¿Sabe quién soy? -le pregunté en inglés cuando me lo hubieron pasado.
Se produjo un largo silencio.
– Ei, hisashiburi desu ne. -Sí, ha pasado mucho tiempo. Luego comenzó a hablar en inglés; señal de que no quería que le entendiesen quienes le rodeaban-. ¿Sabe que el Keisatsucho encontró dos cadáveres en Sengoku? Uno de ellos llevaba un bastón. Tenía huellas suyas. De vez en cuando me he preguntado si seguía en Tokio o no.
«Mierda -pensé-, en algún momento debí de tocar el bastón sin tan siquiera darme cuenta.» Archivaron mis huellas cuando regresé a Japón después de la guerra; estrictamente hablando, era un extranjero, y en Japón se toman las huellas a todos los extranjeros.
– Intentamos localizarle -prosiguió-, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Así que creo que sé por qué llama ahora, pero no puedo ayudarle. Le recomiendo que venga al Keisatsucho. Si lo hace sabe que haré cuanto pueda por ayudarle. El hecho de huir le convierte en culpable.
– Por eso llamo, Tatsu. Quiero facilitarle cierta información sobre este asunto.
– ¿A cambio de qué?
– Quiero que haga algo al respecto. Escúcheme bien, Tatsu. No se trata de mí. Si actúa de acuerdo con la información que tengo, me entregaré. No tengo nada que temer.
– ¿Dónde y cuándo? -preguntó.
– ¿Estamos solos en la línea? -inquirí.
– ¿Acaso sugiere que la línea está pinchada? -preguntó, y reconocí el viejo tono sarcástico y subversivo de su voz. Así me daba a entender que sí lo estaba.
– Vale, bien -dije-. Vestíbulo del hotel Okura, el sábado que viene al mediodía. El Okura era un lugar demasiado público como para quedar y Tatsu sabría que nunca lo sugeriría en serio.
– Ah, un lugar perfecto -replicó, dándome a entender que lo pillaba-. Le veré allí.
– Sé que parece una locura, Tatsu, pero a veces echo de menos Vietnam. Echo de menos aquellas reuniones semanales inútiles, ¿las recuerda?
El jefe del equipo operativo de la CIA que dirigía aquellas sesiones siempre las programaba a las 16.30, para así luego tener tiempo de sobra para perseguir prostitutas por Saigón. Tatsu opinaba con toda razón que el tipo era un payaso y no se cortaba a la hora de decirlo en público.
– Sí, las recuerdo -afirmó.
– Por algún motivo, justo ahora las echaba de menos -dije, a punto de añadir el día a la hora-. Ojalá mañana pudiera acudir a una de ellas. ¿No es un poco raro? Uno se vuelve nostálgico al hacerse mayor.
– Suele pasar.
– Sí, bueno, ha pasado mucho tiempo. Siento que hayamos perdido el contacto de ese modo. Tokio ha cambiado mucho desde la primera vez que llegué. Nos lo pasamos bien entonces, ¿no? Me encantaba ir a aquel local, donde la mama-san servía las bebidas en las piezas de cerámica que ella hacía. ¿Lo recuerda? Es probable que ya no exista.
El local estaba en Ebisu.
– Ya no existe -dijo, dándome a entender que lo había comprendido.
– Bueno, shoganai, ne? -Así es la vida-. Era un buen lugar. A veces lo recuerdo.
– Le aconsejo que se entregue. Si lo hace, le prometo que haré cuanto pueda por ayudarle.
– Me lo pensaré. Gracias por el consejo. -Colgué, sin apartar la mano del receptor, confiando en que hubiera comprendido mi críptico mensaje. No sabía qué haría si no lo había entendido.
Veintiuno
El lugar que le había mencionado en Ebisu era un izakaya clásico japonés que Tatsu me había enseñado cuando llegué a Japón después de la guerra. Los izakaya son pequeños bares en viejos edificios de madera, regentados por hombres o mujeres sempiternos, o una pareja, que viven encima del local, y en cuyo exterior apenas hay un farolillo rojo para anunciar su existencia. Los izakaya, que ofrecen refugio de un jefe exigente o un matrimonio aburrido, del tumulto de los metros y el ruido de las calles, sirven cerveza y sake hasta bien entrada la noche, y una procesión inacabable de clientes ocupan y abandonan los asientos de la barra, que siempre vuelve a ocupar otro hombre cansado que viene del frío.
Tatsu y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos en Ebisu, pero había dejado de ir allí cuando perdimos el contacto. Siempre pensaba en pasarme por el local y ver si estaba la mama-san, pero los meses se habían convertido en años y nunca llegué a hacerlo. Según Tatsu, el bar ni tan siquiera existía. Seguramente lo habrían demolido. Un local como aquel ya no tenía cabida en el Tokio moderno y llamativo.
Sin embargo, recordaba dónde había estado y allí esperaría a Tatsu.
Llegué temprano a Ebisu para echar un vistazo a la zona. Las cosas habían cambiado de verdad. La mayoría de los edificios de madera habían desaparecido. Había un nuevo centro comercial resplandeciente cerca de la estación… que había sido un arrozal. Me costaba orientarme.
Desde la estación me encaminé hacia el este. Era un día húmedo, el viento traía neblina del cielo cubierto.
Encontré el lugar donde había estado el izakaya. El edificio, ruinoso y acogedor, había desaparecido y en su lugar había un pequeño supermercado de aspecto antiséptico. Paseé lentamente por delante. Estaba vacío, sólo había un empleado con cara de aburrido leyendo una revista bajo los fluorescentes de la tienda. Tatsu no estaba, aunque todavía faltaba una hora para la cita.
No habría regresado allí, si hubiera tenido otra opción, sabiendo que el local había desaparecido. Coño, el barrio entero había desaparecido. Me recordaba la última vez que había estado en Estados Unidos, hacía unos cinco años. Había regresado a Dryden, lo más parecido a una ciudad natal para mí. Hacía veinte años que no la había pisado y una parte de mí deseaba encontrar una relación con aquello, con algo.
Estaba a cuatro horas en coche al norte de la ciudad de Nueva York. Cuando llegué lo único que seguía igual era el trazado de las calles. Conduje por la calle principal y en lugar de lo que recordaba vi un McDonald's, un Benetton, un Kinko's Copies, una sandwichería Subway, todos ellos en edificios nuevos y relucientes. Reconocí un par de lugares. Eran como las ruinas de una civilización perdida oculta en medio de una jungla densa y descontrolada.
Seguí paseando, maravillándome de que los recuerdos que habían sido agradables acabaran convirtiéndose en dolorosos por medio de una alquimia que nunca he acabado de comprender.
Giré hacia un callejón. Había un pequeño parque apretujado entre dos edificios sin nada de particular. Un par de madres jóvenes estaban paradas junto a uno de los bancos, charlando entre los paseantes. Seguramente sobre lo que ocurría en el barrio y que los niños irían al colegio dentro de poco.
Rodeé un nuevo centro comercial, luego regresé atravesándolo, pasando junto a una amplia rambla descubierta, reluciente por el cromo y el cristal. Era una estructura con cierto encanto, eso era indudable. Un par de adolescentes pasaron junto a mí, riéndose. Parecían sentirse a gusto, como si aquel fuera su lugar.