Era una mañana fresca y clara, un tiempo raro para Tokio, pero el que siempre había preferido. Mientras atravesaba el parque Hibiya vi un pequeño asagao, una campanilla que había florecido en dura pugna contra el chorro de agua fría de una de las fuentes. Era una flor de verano y me pareció triste, como si supiera que moriría pronto por el frío del otoño.
En la estación de Tokio compré un billete hasta Shinbashi, donde hice trasbordo a la línea de Yokosuka, mirando atrás de vez en cuando durante todo el camino. Compré un billete de ida y vuelta a Yokosuka, aunque habría sido preferible comprarlo sólo de ida. Todos los soldados son supersticiosos, tal como le gustaba decir al Loco Genial, y los vicios arraigados son difíciles de superar.
Subí al tren a las 7.00 y salió de la estación cuatro minutos más tarde, con gran puntualidad. Setenta y cuatro minutos después entrábamos en la estación de Yokosuka, frente a la base naval del puerto. Me abrí paso por el andén con el maletín en la mano y me entretuve haciendo una llamada desde un teléfono público a la vista de todo el mundo mientras los demás pasajeros que se habían apeado del tren desaparecían.
Desde la estación caminé por el paseo marítimo que sigue la orilla del puerto de Yokosuka. Un viento frío se deslizaba sobre el agua y me llegaba a la cara trayéndome un leve olor a mar. El cielo estaba oscuro, pese a la claridad de Tokio. «Demasiado bonito para que dure», pensé.
La superficie del agua del puerto era gris y producía una sensación tan poco halagüeña como el cielo. Me detuve en una pasarela de madera para observar los inquietantes buques de guerra americanos amarrados y las colinas de un verde llamativo que destacaban contra el gris de todo lo demás. La basura de los barcos chocaba de forma rítmica contra el espigón bajo mis pies: botellas vacías, cajetillas de tabaco, bolsas de basura… como extrañas y decadentes especies de criaturas marinas que hubieran resultado heridas en las profundidades y hubieran llegado hasta la superficie para morir allí.
El puerto me recordaba a Yokohama y las lejanas mañanas de domingo en que mi madre me llevaba allí. Ella iba a la iglesia a Yokohama, y quería que yo me educara en el catolicismo. Entonces salíamos de la estación de Shibuya y el viaje duraba más de una hora, no los veinte minutos que se tarda actualmente.
Recuerdo los largos viajes en tren, en los que mi madre siempre me cogía de la mano, apartándome literalmente del mal humor de mi padre, debido a la imposición de aquel primitivo ritual occidental a su influenciable y joven hijo. La iglesia era una experiencia insidiosamente sensoriaclass="underline" los olores añejos a madera, a papel viejo y al fieltro de las butacas; los bancos rectos, rígidos como moldes para personas; el brillo de los ángeles en las vidrieras; los funestos ecos de la liturgia; la insipidez de la hostia consagrada. Todo ello catalizado por la sensación creciente de que la experiencia tenía lugar a través de una ventana que mi padre, la otra mitad de mi legado cultural, habría preferido mantener cerrada.
A la gente le gusta decir que Occidente es una cultura basada en la culpa, mientras que la de Japón se basa en la vergüenza, y que la principal diferencia radica en que la primera es una emoción interiorizada, mientras que la segunda depende de la presencia de un grupo.
Pero os diré, como el Tiresias de estos dos mundos, que la diferencia es menor de la que cabría imaginar. La culpa es lo que aparece cuando no hay un grupo que te haga avergonzar. Arrepentimiento, terror, atrocidad: si al grupo no le importa, simplemente nos inventamos un Dios a quien le importe. Un Dios en el que se pueda influir con posteriores buenas acciones, o por lo menos intenciones, una vez cometido el pecado.
Oí el ruido de unos neumáticos sobre la grava y me giré hacia el aparcamiento que tenía detrás justo a tiempo de ver al primero de tres sedanes negros frenar a unos metros de mí. Se abrieron las puertas traseras y salió un hombre de cada lado. Todos occidentales. «Holtzer», pensé.
Los coches que iban detrás se detuvieron a la izquierda y a la derecha del primero; estaba de espaldas al agua, rodeado. Dos hombres más salieron de cada uno de los otros coches. Todos ellos llevaban Berettas compactas.
– Sube -masculló el que tenía más cerca, indicando el coche con la pistola.
– Me parece que no -respondí sin alterarme. Si pensaban matarme, tendría que ser allí mismo.
Seis de ellos formaron un semicírculo a mi alrededor. Si se acercaban un poco más, podría intentar abrirme paso por uno de los extremos: el tipo que estaba enfrente no se atrevería a disparar por temor a alcanzar a su compañero.
Sin embargo, eran muy disciplinados y no se me acercaron más. Probablemente les habían instruido sobre los peligros de acercarse demasiado.
En cambio, uno de ellos introdujo la mano bajo la americana y extrajo algo que reconocí de inmediato: una pistola de dardos paralizadores.
Lo que significaba que me querían vivo, no muerto. Me giré y me abalancé contra el hombre más próximo, pero fue demasiado tarde. Oí el chasquido de la pistola que disparaba un par de dardos eléctricos, sentí el doble pinchazo en el muslo y la corriente que me recorría todo el cuerpo. Me agaché, sacudiéndome en vano, queriendo arrancarme los dardos con la mano pero sin obtener respuesta de mis miembros temblorosos.
Dejaron circular la corriente más de lo necesario, rodeándome mientras yo me retorcía como un pez en el muelle. Por fin paró, pero seguía sin poder controlar las extremidades y me costaba respirar. Sentí que me cacheaban los tobillos, los muslos y la espalda. Unas manos me levantaron la parte trasera de la americana y noté que retiraban la Glock de su funda. Esperaba que el cacheo se prolongara, pero no fue así. Encontrar el arma debió de satisfacerles y dejaron de buscar; un error de aficionados que me permitió conservar la granada aturdidora.
Uno de ellos se arrodilló detrás de mí y me esposó las manos tras la espalda. Me colocaron una capucha. Se acercó otro tipo y noté que me levantaban, rígido como un saco de arpillera, y me estiraban entre los asientos de uno de los coches. Sentía que las rodillas me presionaban la espalda. Se cerraron las puertas y el coche se puso en marcha.
Llegamos en menos de cinco minutos. Por la velocidad y la ausencia de curvas sabía que estábamos aún en la Autopista Nacional 16 y que habíamos pasado la base. Durante el viaje comprobé el estado de los dedos de las manos y moví los de los pies. Estaba recuperando el control, pero mi sistema nervioso seguía alterado por la descarga eléctrica e incluso tenía el estómago revuelto.
Sentí que el coche frenaba y giraba a la derecha. Oí la grava bajo los neumáticos. Nos detuvimos. Se abrieron las puertas y dos pares de manos me agarraron por los tobillos y me sacaron a rastras del coche. Al salir me golpeé la cabeza contra el extremo inferior de la puerta y vi las estrellas.
Me pusieron en pie y me hicieron caminar. Oí pasos a mi alrededor y supe que estaba rodeado. Acto seguido, me hicieron subir un tramo de escaleras corto. Oí una puerta que se abría y que luego se cerró con un ruido hueco metálico. Me colocaron en una silla y me quitaron la capucha de la cabeza.
Estaba en el interior de un remolque de los que se usan en las obras. Por la única ventana corredera entraba apenas un haz de luz. Un hombre estaba sentado de espaldas a la ventana.
– Hola, John. Me alegro de verte.
Era Holtzer, por supuesto.