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La granada no se deslizaría tan fácilmente por la presión de los brazos esposados contra los costados. Me di cuenta de que tenía que haber intentado que saliera por la espalda, por donde habría caído con más facilidad hasta las manos. Demasiado tarde.

Bajé las muñecas, estiré los brazos y empecé a mover las piernas como si tuviera que orinar.

– Tengo que mear -dije.

Los tipos de la puerta se miraron el uno al otro y, a juzgar por la expresión, les parecía patético.

Con cada sacudida la granada descendía un centímetro más. Cuando rebasó el codo, sentí cómo se deslizaba suavemente por la manga hasta la mano.

El mecanismo tenía un temporizador de cinco segundos. Si lo tiraba demasiado pronto, podrían sacarlo por la puerta antes de que estallara. Si esperaba demasiado, probablemente perdería una mano. Y no era exactamente el modo en que esperaba librarme de las esposas.

Tiré de la anilla y conté. «Uno, mil uno…»

El tipo situado a la izquierda de la puerta introdujo la mano en la chaqueta e hizo ademán de sacar la pistola.

«Dos, mil dos…»

– Espera un segundo, un segundo -dije, con la garganta en tensión. «Tres, mil tres.»

Se miraron el uno al otro con cara de asco. Se estaban preguntando: «¿Éste es el caso tan complicado que nos advertían que sería tan peligroso?».

«Cuatro, mil cuatro.» Cerré los ojos con fuerza y me di la vuelta, dándoles la espalda al tiempo que arrojaba la granada hacia ellos con un golpe de muñeca. Oí cómo caía al suelo y luego un estallido que me sacudió todo el cuerpo. Me quedé sin aliento y caí al suelo.

Rodé hacia la izquierda y luego a la derecha, con la sensación de encontrarme bajo el agua. No oía nada más que un estruendo en el interior de mi cabeza.

Los hombres de Holtzer también rodaban por el suelo, cegados y agarrándose la cabeza con las manos. Respiré a duras penas y conseguí ponerme de rodillas, pero había perdido el sentido del equilibrio y caí de lado.

Uno de ellos consiguió ponerse a cuatro patas y empezó a tantear el suelo, en un intento por recuperar la pistola.

Me volví a poner de rodillas, concentrándome en mantener el equilibrio. Uno de ellos andaba a tientas en círculos concéntricos y vi que acabaría llegando hasta el arma.

Planté vacilante el pie izquierdo en el suelo e intenté ponerme de pie, pero me volví a caer. Necesitaba los brazos para mantener el equilibrio.

Los dedos de aquel tipo se acercaban a la pistola.

Rodé de espaldas y bajé las manos todo lo que pude, pasando las esposas por debajo de la cadera y las nalgas, hasta la parte trasera de los muslos. Me agité con frenesí a izquierda y derecha, deslizando las muñecas por las piernas, pasando un pie y luego el otro por la abertura, y conseguí tener las manos delante del cuerpo.

Me puse a cuatro patas. El tipo estaba tocando con los dedos el cañón de la pistola.

De algún modo conseguí ponerme de pie. Me acerqué justo cuando cogía la pistola y le aticé una patada de futbolista en plena cara. La fuerza del impacto lo alejó dando vueltas y a mí me arrojó hacia atrás.

Conseguí ponerme en pie de nuevo a la vez que lo hacía el segundo hombre. Aún parpadeaba sin cesar por el fogonazo, pero me vio venir. Buscó su arma dentro de la americana.

Caí sobre él justo cuando conseguía sacar una pistola. Antes de que pudiera levantarla, le clavé los dedos en la garganta para bloquearle los nervios frénico y laríngeo. Luego le pasé las manos por detrás del cuello y aproveché el corto espacio que dejaba la cadena de las esposas para bajarle la cabeza hasta el punto donde se levantaba con furia mi rodilla una y otra vez. Quedó inconsciente y lo empujé a un lado.

Me giré hacia la puerta y vi que el otro había conseguido ponerse en pie. Tenía una mano extendida y vi que llevaba un cuchillo. Antes de reaccionar y coger algo para interponerlo entre los dos, cargó contra mí.

Si se hubiera parado y hubiera recobrado la calma habría tenido más posibilidades, pero decidió sacrificar el equilibrio por la velocidad. Se lanzó con el cuchillo en la mano, pero sin apuntar. Yo había dado un paso a la derecha, quizá demasiado pronto, pero no pudo rectificar. La hoja me pasó rozando. Me giré hacia la izquierda y le agarré con ambas manos la muñeca de la mano con que asía el cuchillo, al estilo aikido, pero recuperó el equilibrio demasiado rápido. Forcejeamos durante un segundo y tuve la nefasta impresión de que perdería la partida del cuchillo.

Le tiré de la muñeca en la dirección opuesta y le clavé el codo derecho en la nariz. A continuación, di media vuelta de golpe, le hice una llave de cabeza con el brazo derecho y sujeté la solapa de mi americana por debajo de su barbilla como si fuera un judogi. La mano del cuchillo le había quedado libre y con un golpe de cadera completé la llave, reforzando el agarre con la mano izquierda mientras su cuerpo me pasaba por encima. Cuando se separó de mí lo sujeté por el cuello con firmeza al tiempo que le empujaba la cabeza en dirección opuesta. El chasquido me reverberó por los brazos y el cuello se rompió por el punto en que lo presionaba con el antebrazo. Oí el ruido del cuchillo al caer al suelo y lo solté.

Caí de rodillas, aturdido, e intenté pensar. «¿Cuál de los dos tenía las llaves de las esposas?», me pregunté. Cacheé al primer tipo, que estaba morado y tenía la lengua fuera e hinchada, lo que me indicaba que la fractura del cartílago había resultado mortal, y encontré unas llaves de coche pero no las de las esposas. Con el otro tipo tuve más suerte. Cogí lo que buscaba e instantes después era libre. Busqué un poco por el suelo y al momento estaba armado con una de las Berettas.

Salí tambaleándome y llegué al aparcamiento. Tal como esperaba, quedaba un coche. Entré, giré la llave en el contacto, apreté el acelerador y salí a la calle a toda velocidad.

Sabía dónde estaba, junto a la autopista, a cinco o seis kilómetros de la entrada de la base naval. El procedimiento habitual sería detener el sedán de Holtzer antes de entrar en el recinto. Holtzer me llevaba menos de cinco minutos de ventaja. Teniendo en cuenta el tráfico y los semáforos que había hasta la base, era posible que aún tuviera tiempo.

Sabía que las probabilidades de conseguirlo eran mínimas, pero contaba con una ventaja importante: no me importaba un carajo vivir o morir. Sólo quería ver a Holtzer muerto antes que yo.

Accedí a la Autopista Nacional 16 entre destellos de faros largos y bocinazos para avisar de mi presencia a los otros coches. Me pasé tres semáforos en rojo provocando frenazos de los vehículos a ambos lados. Frente al edificio de la NTT vi que el semáforo en rojo que había más adelante había dejado un espacio libre en el carril de sentido contrario y me lancé sin pensarlo. Aceleré como un loco esquivando el tráfico que venía de frente, tocando el claxon sin parar y volví al carril correcto justo cuando cambiaba el semáforo, con lo que conseguí colocarme frente a los coches que antes tenía delante. Logré abrocharme el cinturón de seguridad mientras conducía y observé con una satisfacción morbosa que el coche estaba equipado con airbag. Al principio había planeado lanzar la granada aturdidora al interior del coche de Holtzer para conseguir introducirme en él, pero tal como le había dicho a Midori tendría que improvisar.

Me encontraba a diez metros de la puerta principal cuando vi que el sedán giraba a la derecha y tomaba la carretera de acceso a la base. Un policía militar vestido con el uniforme de camuflaje se le acercaba con las manos levantadas y la ventanilla del conductor bajó. Observé que había mucha vigilancia y que estaban haciendo controles varios metros antes de la puerta a causa de la amenaza de bomba anónima.

Había demasiados coches delante del mío. No lo conseguiría.

La ventanilla del conductor del sedán estaba bajada.

Toqué el claxon, pero nadie se movió.