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Al llegar tan temprano tuve tiempo de darme una ducha, dormir tres horas y disfrutar de una cena excelente a base de Paillard de ternera y Mouton del 82, servida en la habitación por el restaurante del hotel, el Canal House. Aún me quedaba una hora libre antes de salir hacia el Vanguard, así que me dirigí al vistoso Grand Bar del hotel, con sus altos techos, su cálida iluminación y sus mesas de cristal negro de magnífica simetría donde se servía una selección nada original de whiskys de malta mientras sonaba una pesada música house. No obstante, con un Macallan de veinticinco años en la mano no hay queja posible.

Recorrí a pie el kilómetro y medio que separaba el hotel del Vanguard. Hacía frío y me alegré de llevar pantalones de gabardina color ceniza, suéter de falso cachemir con cuello alto y americana azul marino. El sombrero de fieltro gris oscuro que me había calado hasta la frente también me protegía del frío, aunque me confería un aire siniestro.

Recogí la entrada a las 12.35 y me fui a dar un paseo hasta casi la una en punto. No quería encontrarme con Midori ni con sus músicos en la parte trasera de la sala, que tenía forma de cuña, antes del espectáculo.

Pasé por debajo del toldo rojo y el rótulo de neón y atravesé las puertas de caoba. Me senté en una de las pequeñas mesas blancas de atrás. Midori ya estaba al piano, vestida de negro como la primera vez que la había visto. De momento me sentía bien al verla, fuera de su campo de visión y separado de ella por una tristeza que sabía que ella habría compartido. Estaba muy guapa y eso me resultaba doloroso.

Se atenuaron las luces, se hizo el silencio y Midori dio vida al piano con rabia, atacando las teclas con fuerza. Observé con interés, intentando registrar en la memoria el movimiento de sus manos, el balanceo de su cuerpo y las expresiones de su cara. Sabía que escucharía su música toda la vida, pero ésta sería la última vez que la vería tocar.

Siempre había detectado cierta frustración en su música y me encantaba cuando, en ocasiones, la convertía en una profunda tristeza resignada. Pero aquella noche no había resignación en su música. Era cruda y rabiosa, a veces triste, pero nunca resignada. La observé y la escuché, sintiendo el paso de las notas y de los minutos, intentando encontrar algún alivio en la idea de que quizás lo que había pasado entre nosotros ahora formaba parte de su música.

Pensé en Tatsu. Sabía que había hecho bien diciéndole a Midori que yo estaba muerto. Tal como dijo, con el tiempo ella se habría imaginado la verdad o se la habría encontrado de pronto en algún recoveco de su conciencia.

También tenía razón al suponer que Midori no arrastraría mi pérdida durante mucho tiempo. Era joven y tenía una brillante carrera por delante. Cuando has conocido a alguien durante tan poco tiempo, aunque haya sido con intensidad, la muerte es un duro golpe, pero no te deja una impresión especialmente larga o profunda. Al fin y al cabo, la persona en cuestión no ha tenido tiempo de introducirse en el tejido de tu vida. Resulta sorprendente, incluso algo decepcionante, lo rápido que se supera, lo rápido que empieza a parecer distante, improbable, el recuerdo de lo que podrías haber compartido con alguien, como algo que le podría haber sucedido a un conocido pero no a ti mismo.

La actuación duró una hora. Cuando acabó, me levanté y desaparecí por atrás. Salí por las puertas de madera y me detuve un momento bajo el cielo sin luna. Cerré los ojos e inhalé los olores del aire nocturno de Manhattan, extraño y, a la vez, debido a mi ya distante vida anterior, de una familiaridad incómoda.

– Perdone.

Era una voz de mujer que venía de atrás. Me giré, pensando: «Midori». Pero era la chica del guardarropía.

– Se ha dejado esto -dijo, con el sombrero en la mano. Lo había colocado en el asiento contiguo al mío cuando se apagaron las luces y me lo había olvidado.

Tomé el sombrero sin mediar palabra y me alejé internándome en la noche.

Midori. A su lado, había momentos en los que olvidaba todo lo que había hecho, aquello en lo que me había convertido. Pero aquellos momentos nunca duraron. Soy el fruto de mis actos, y sé que siempre me despertaré con esa conclusión, por muy cautivador que sea el sueño que preceda a ese despertar.

Lo que tenía que hacer era dejar de negar lo que era y encontrar un modo de canalizarlo. Quizá, por primera vez, en algo que valiera la pena. Quizá con Tatsu. Tendría que pensármelo.

Midori. Aún escucho su música. Me aferró con desesperación a las notas, intentando evitar que se desvanezcan en el aire, pero son escurridizas y se me escapan; mueren en la oscuridad que me rodea como una bala trazadora en una arboleda.

A veces me sorprendo pronunciando su nombre. Me gusta su textura entre mis labios. Es algo tenue y tangible a la vez que da vida a mis recuerdos. Lo pronuncio lentamente, varias veces seguidas, como un cántico o una oración.

«¿Pensará en ti alguna vez?», me pregunto a veces.

«Probablemente no», es la respuesta inevitable.

No importa. Es agradable saber que sigue ahí. Continuaré escuchándola desde la sombra. Como hacía antes. Como siempre haré.

Agradecimientos

A mi agente, Nat Sobel, y su esposa Judith, por creer en mí desde la primera repetición. En algunos momentos Nat conocía mejor a John Rain que yo (lo cual resultaba un tanto inquietante) y Rain nunca habría sido un personaje tan complejo sin la perspicacia y orientación de Nat.

A Walter LaFeber de la Universidad de Cornell, por ser un gran maestro y amigo y escribir The Clash: A History of U.S.-Japan Diplomatic Relations, el estudio definitivo sobre este tema, que me ofreció parte de la base histórica para el nacimiento de John Rain.

A mis profesores, formales e informales, y compañeros de randori del Kodokan de Tokio, el alma del judo mundial, por transmitirme algunas habilidades que forman parte del arsenal mortífero de John Rain.

A Benjamín Fulford, jefe de la oficina de Forbes en Tokio, por sus artículos valientes e implacables sobre la corrupción que asola Japón, corrupción que sirve de telón de fondo de esta novela y que debería merecer más atención por parte de quienes la sufren directamente.

A Koichiro Fukasawa, diplomático con alma de artista y la persona más bicultural que he conocido jamás, por compartir sus impresiones sobre todo lo japonés y por iniciarme en tantas de las maravillas de Tokio.

A Dave Lowry, por su espléndida Autumn Lightning: The Education of an American Samurai, que influyó en mi forma de entender el shibumi y las artes marciales y que, por consiguiente, son un elemento de la educación de John Rain.

Al omnidireccional Carl, veterano de las guerras secretas, por enseñarme a actuar primero, pronto, temprano y a menudo, cuya mera presencia me hizo encaminar mi pensamiento en la dirección adecuada.

Especialmente a mi esposa, Laura, por soportar que escriba y otras obsesiones y por hacer muchas otras cosas para apoyar y alentar la creación de este libro. A través de innumerables conversaciones en paseos, largos viajes en coche y a veces entrada la madrugada con un whisky de malta en la mano, Laura me ayudó como nadie más habría podido a encontrar la historia, los personajes, las palabras, la voluntad.

Nota del autor

Con dos excepciones, en este libro he descrito Tokio con la mayor precisión posible. Los habitantes de Tokio que estén familiarizados con Shibuya sabrán que no hay ninguna frutería Higashimura a media altura de Dogenzaka. La frutería verdadera se encuentra al final de la calle, más cerca de la estación. Y quienes busquen el Bar Satoh de Omotesando, si bien encontrarán unos cuantos bares en que se sirve buen whisky en la zona, sólo darán con el establecimiento de Satoh-san en Miyakojimaku, Osaka. Es el mejor local de whiskies de Japón y vale la pena desplazarse hasta allí.