Sin soltarme el brazo, me preguntó algo acerca de la sidra, que provocó la hilaridad de los demás, pero que yo no entendí. Probablemente hizo algún comentario sobre mi mala puntería, dando a entender que había empinado el codo porque, al contestarle cortésmente de manera afirmativa, los demás soltaron el trapo.
Entonces el señor Lockwood, dejándome el brazo y ofreciéndome su barrilete, creo que me dijo:
– Anda, toma otro sorbo, muchacho. Acábala por mí.
La sidra de Somerset es famosa por sus efectos estimulantes, por lo que Barbara trató de protestar, acto temerario teniendo en cuenta que desafiaba la autoridad del granjero no sólo delante de sus hombres sino también de los que había contratado especialmente para la cosecha. Su padre la hizo callar con un gruñido sin dejar de ofrecerme la jarra, con el asa vuelta hacia mí.
No quiero afirmar que derribé a mi Goliat de la primera pedrada, pero sí que, para ser un niño de nueve años, salí bastante bien librado de la prueba. Le dije primeramente que no tenía mucha sed y, tras tomar un sorbo y notar el sabor de la sidra en la lengua, le devolví la jarra y le pregunté educadamente si podía quedarme para ayudarles y dije que después ya me tomaría el resto.
Mi salida fue acogida con el consiguiente regocijo general y, lo que para mí era más importante, con un gesto de aprobación del señor Lockwood. Al reanudarse el trabajo, me levantaron en el aire y me subieron a uno de los remolques para que ayudara a cargar las gavillas a medida que me las iban ofreciendo, hincadas en la horca.
Mis recuerdos son intermitentes. Poca cosa más ha quedado en mi memoria de lo que ocurrió aquella tarde. Supongo que Barbara me devolvería a la granja cuando se hizo evidente que no podía con mi alma. No hay duda de que ella estaba en casa al final de aquel día, porque recuerdo que vino a mi cuarto y que me dijo que su padre me había autorizado a quedarme. Después, me acarició el cabello con la mano, como si me lo alisara. Recuerdo con toda claridad el contacto de sus dedos.
Después los días se desdibujan, borrados por la rutina de la vida en la granja y en la escuela. Paso por alto mis impresiones acerca del sistema educativo imperante en Somerset, porque a buen seguro que usted está deseando saber cómo conocí a Duke Donovan, que es precisamente lo que voy a exponerle a continuación.
Para compensar mi ignorancia en relación con las costumbres rurales, conté a mis compañeros de clase una serie de historias exageradas acerca de la vida en Londres durante aquellos tiempos de guerra: la bomba que había caído en nuestro jardín y que no había explotado, el Messerschmitt que se estrelló contra un globo de barrera y el caso del empresario de pompas fúnebres que tenía un ojo de vidrio, de quien se sabía que era un espía alemán. Todos estaban pendientes de mis palabras. Los únicos hechos que habían vivido en relación con la acción del enemigo eran el ruido sordo y distante de las bombas que habían caído en Bath el año anterior, en el curso de las incursiones Baedeker. De lo único que podían presumir era, como máximo, de haber atisbado ocasionalmente las fuerzas americanas cuando atravesaban el pueblo con sus carros, camino de su base en Shepton Mallet.
Haber visto pasar a unos soldados americanos no era cosa que a mí me impresionase demasiado. Yo conocía a los soldados del ejército americano, porque había asistido a una de sus fiestas -esto era verdad- en la base que tenían en Richmond Park. Como hijo de viuda de guerra, la última Navidad había sido invitado a una fiesta en la que un San Nicolás con acento yanqui me había obsequiado con regalos, había visto una película, había cantado canciones y me había ido con todo el chicle y todos los caramelos que cupieron en mis bolsillos.
Acicateado por la respuesta que obtuvieron estas revelaciones por parte de mis nuevos compañeros, lancé la baladronada de que tenía tantos amigos en el ejército americano que podía conseguir todo el chicle que me viniera en gana.
El destino tiene sus sistemas propios de tratar a los fanfarrones. Mis bravuconadas fueron desmentidas más pronto de lo que ninguno de nosotros habría podido predecir. El día siguiente, a la hora de comer, cuando salíamos de la escuela, vimos algo que hizo temblar mis piernas. Al otro lado de la calle, enfrente de la tienda de la señorita Mumford, había un jeep de color caqui claro de los usados por el ejército americano. Me metí las manos en los bolsillos, me puse a silbar una tonadilla y eché a andar como si tal cosa. Sin embargo, sabía que había sonado mi hora. Efectivamente, los chicos me retaron a que consiguiera chicle.
Como el sheriff de una película del oeste, a quien le acaban de comunicar que Jesse James está asaltando el banco del pueblo, atravesé la calle polvorienta, vigilado a prudente distancia por todos mis compañeros. Uno de ellos me gritó:
– ¡Al loro, Teodoro!
En el interior de la tienda de la señorita Mumford había dos soldados comprando bebidas. El más alto, que era Duke, estaba pagando una botella de Tizer, mientras su camarada, Harry, echaba un vistazo a todo el surtido de botellas, como si tanto le diera una como otra. Por fin pidió leche, a lo que se le dijo cortésmente que estaba racionada, tanto si la quería fresca, como evaporada, condensada o en polvo. Nadie podía confundir a la señorita Mumford. Sin embargo, les ofreció manzanas. Por poca vista que tuviera uno se daba cuenta en seguida de que los invitados se dejaban convencer fácilmente. Pero Harry dijo que le daba igual.
Aquélla era la ocasión que yo estaba esperando. La señorita Mumford me observaba con aire de desconfianza. De haber estado en Londres, les hubiera dicho, sin pensarlo dos veces:
– ¿Me dais chicle?
Pero aquí no sabía qué hacer, por lo que me quedé pintiparado como un estúpido mientras pasaban por mi lado, y después los seguí hasta el coche sin saber encontrar mi voz. De pronto se me ocurrió una idea genial; tocando a Harry ligeramente en la manga, le dije en tono confidencial que sabía de una granja donde había leche fresca y que, si él quería, podía acompañarlo. Harry echó una mirada a Duke y éste se encogió de hombros y me indicó con el pulgar el jeep, dándome a entender que montara. Podría afirmarse que, con aquel gesto tan simple, Duke firmó su destino.
Para mí aquél fue el momento culminante de mi etapa de refugiado. De pie en la parte trasera del jeep, hice con la mano el mismo saludo de Monty cuando, estando en el desierto, pasaba junto a sus soldados. El jeep hizo un viraje en redondo y salió a toda velocidad mientras yo movía ostensiblemente las mandíbulas mascando chicle.
El destino estaba ante nosotros. El viento en nuestros oídos era ensordecedor, por lo que no me era posible dar ninguna explicación y lo único que pude hacer fue señalar la granja con el dedo cuando la puerta de entrada de la misma apareció ante nuestros ojos. Nos metimos en la era con un chirrido de frenos y un revuelo de gallinas asustadas.
Yo entretanto iba haciendo cálculos. Sabía que el señor Lockwood tenía unas cuantas vacas frisonas, pero sabía igualmente que la leche estaba racionada y que, aunque existía algo llamado mercado negro, se trataba de una actividad contraria a los esfuerzos que imponía la guerra y dudaba de que el granjero Lockwood se aviniese a practicarla, puesto que sobre la chimenea tenía una fotografía de Winston Churchill.
Seguía disfrutando de una racha de buena suerte, porque fue Barbara la que asomó a la puerta, alertada por el ruido. Iba vestida para montar a caballo, con pantalones color tierra ajustados a la pantorrilla y jersey blanco. Duke y Harry cruzaron una mirada tan expresiva que Barbara, de haber querido, habría podido saltar por encima de ella con caballo y todo. Saltaron del jeep, se presentaron y, antes de que yo tuviera tiempo de apearme, ya estaban atravesando la era al lado de Barbara.
Ella se tomó la cosa a broma, como si el hecho de pedir leche no fuera sino una estratagema para presentarse en la casa y hablar con ella, cosa que por supuesto ellos no negaron. Barbara, amablemente, les ofreció una pinta de leche de su neurótica cabra particular, Dinah, pero ellos declinaron prudentemente el ofrecimiento; Duke, tras descubrir un tonel de sidra, dijo que no le importaría tomar alguna cosa más fuerte que leche, a lo que Barbara respondió que los únicos que tenían derecho a sidra eran los trabajadores.