– ¡De acuerdo, encanto! -exclamó Harry, desabotonándose la chaqueta-. ¿Qué tengo que hacer?
Barbara se echó a reír y dijo que, si eran buenos chicos, podían volver el sábado, día en que comenzaba la recolección de manzanas. Como acudirían unas cuantas chicas del pueblo para echar una mano, suponía que a su padre no le importaría disponer de un par de trabajadores extra. Los soldados se miraron y dijeron que, en caso de conseguir permiso, no faltarían a la cita. Hicieron unos cuantos chistes en relación con los permisos, y después volvieron a montar en el jeep y se marcharon, aunque sin la leche que habían venido a buscar.
Cuando cruzamos de nuevo la era Barbara y yo, ésta me dijo que yo había tenido una gran frescura al acompañar a los yanquis hasta la granja y que había tenido suerte de que su padre no estuviera en casa y que, si el sábado volvían, ya me encargaría yo de dar las explicaciones correspondientes. Me sentí apabullado, por lo que Barbara, dándose cuenta de mi estado, me dio un codazo y añadió:
– ¡Será divertido si vuelven!
Según pude enterarme, la recolección de manzanas era una empresa de mayor envergadura que la siega del heno. El señor Lockwood cultivaba muchas de las variedades antiguas, con nombres tan evocadores como Captain Liberty, Royal Somerset y Kingston Black. Había otras más modestas, como las conocidas con el nombre de Nurdletop. Las llamadas Scarlet, verdes y doradas, iban directas al molino, ya que eran la materia prima de una sidra de alta calidad de la que se abastecían varias posadas de Frome y Shepton Mallet. Las diferentes fases del proceso de fabricación exigían la contratación de manos extra, lo que hizo que, aquella noche cuando me fui a la cama, pensara que seguramente el granjero Lockwood no pondría objeciones a la presencia de los americanos. Pese a todo, era prudente que, antes del sábado, se explorara aquella posibilidad.
Durante la tarde del siguiente día aproveché la oportunidad que se me ofrecía. Terminado el trabajo de la jornada, aquel día más temprano que de costumbre, el señor Lockwood se sentó en su sillón Windsor para fumarse una pipa junto a la cocina. El olor a Saint Julián está más grabado en mi memoria que la conversación que sostuvimos. Inicié una titubeante explicación, temiendo que el Somerset rural no estuviera preparado para mis actividades como capataz, cuando me cortó diciendo que en aquella casa era bien recibido todo aquél que estuviera dispuesto a trabajar. Al salir de la cocina, Barbara me dedicó un elocuente guiño de complicidad.
La recolección de manzanas se inició con las primeras luces del sábado. De acuerdo con la tradición, las mujeres eran contratadas con carácter eventual, pero participaban lo mismo que los hombres. Fue en esta tarea donde conocí a la mejor amiga de Barbara, Sally Shoesmith, la hija del tabernero. Sally era una muchacha rechoncha, pelirroja y con pecas, con una sonrisa desagradable, absolutamente ambigua. Sin embargo, a los nueve años, yo no estaba todavía en condiciones de emitir juicios sobre nadie.
Fue también en aquella ocasión cuando conocí a Bernard, el hijo de los Lockwood, que trabajaba en la granja de Lower Gifford. No podría decir con certeza si lo que lo atrajo al campo fue un sentimiento de deber filial o la extraordinaria abundancia de chicas del pueblo. Desde mi punto de vista, el chico era totalmente inabordable. La visión más habitual que tenía de él eran sus botas claveteadas con tachuelas, puesto que su trabajo consistía en recoger, subido a una escalera de mano, las manzanas que había que conservar, como las Rom Putts y las Blenheim Oranges, que debían ser recogidas a mano en lugar de ser desprendidas de las ramas sacudiéndolas con ayuda de unas varas. Debajo de él, se apretujaban las chicas con los recogedores, cestas en forma de cubo hechas con juncos entretejidos. Supongo que a Bernard le producía una sensación de placer decidir a cuál de las chicas del hermoso abanico que tenía a sus pies se dignaría favorecer, dicho lo cual seguramente no le costará imaginar que era un tipo que a mí me desagradaba profundamente. Tenía una belleza rústica y su piel estaba atezada por el sol, como los modelos que aparecen en las revistas de jerseys. Yo prefería ir detrás de los que desprendían las manzanas con ayuda de las varas.
Al cabo de una hora de iniciado el trabajo, mis oídos captaron un zumbido distante que procedía de la pradera adyacente a la huerta. El zumbido no tardó en convertirse en ronroneo y éste en el rugido del motor de un jeep, que despertó la consiguiente excitación. ¡Llegaban los yanquis! Dejé al punto la cesta en el suelo y me precipité a la puerta de la huerta, que abrí justo en el momento en que llegaban y, atravesándola, se metían entre los árboles. Todos abandonaron el trabajo y, en un coro de voces admiradas, rodearon el jeep. Todos salvo Bernard, que siguió encaramado en lo alto de la escalera con una brazada de manzanas Tom Putts.
Duke y Harry apaciguaron prudentemente a la excitada concurrencia y les hicieron entender que habían venido para trabajar. Por otra parte, llegaban con más de una hora de retraso. Se incorporaron al grupo de los que colocaban las manzanas en montones piramidales para que perdieran el frío de la noche antes de ser trasladadas a la prensa. Habían venido con lo que ellos llamaban el «traje de fatiga», expresión que hacía las delicias de las chicas, atentas a la jerga de los soldados y ávidas de conocer americanismos. Para nosotros, la gente de 1943, los soldados americanos eran seres exóticos que hablaban como los artistas de cine.
Y hablando de cine, ¿ha visto usted Las uvas de la ira, interpretada por Henry Fonda u otra película antigua de este actor? Si se lo digo es porque, a mi modo de ver, existía un notable parecido entre Duke Donovan y Henry Fonda. No se trataba únicamente de rasgos de la fisonomía, sino de la estructura física general, de la altura, de aquella cabeza asentada sobre unos hombros más bien estrechos; ambos producían la impresión de tratarse de hombres valientes a la vez que vulnerables. Los movimientos de Duke eran pausados y escasos, pero dejaba traslucir una especie de inquietud que se revelaba sobre todo en sus ojos. Se me figura que sentía añoranza de los suyos. Aquel día, en la huerta de los manzanos, se rió como todo el mundo, con una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes tan resplandecientes como los de Henry Fonda, si bien parecía que sus ojos no participaban de la alegría de la boca. Como si sus pensamientos estuvieran escindidos en dos mitades.
Presa de las ilusiones románticas propias de un niño, emparejaba en mi cabeza de manera ideal a Duke y a Barbara y abrigaba la esperanza de que se sintiesen mutuamente atraídos. No me pasaba por las mientes que pudiese estar casado y mucho menos que fuera padre de una niña, y estoy seguro de que Barbara tampoco lo imaginaba.
Pero las cosas aquel día ocurrieron menos apaciblemente de lo que yo había esperado. Cuando, a media mañana, apareció la señora Lockwood, cargada con dos teteras humeantes, abandonamos el trabajo para tomarnos un momento de descanso. Duke se sentó a cierta distancia de Barbara. La mayoría de los hombres tomaban sidra fresca de los cacharros y barriletes que habían llenado a primera hora de la mañana, pero las muchachas preferían té. Pude observar que uno de los trabajadores eventuales, contratados para la recolección, iba a buscar una jarra para Barbara, después de lo cual se tumbó a su lado, casi rozándola. Me enteré de que se llamaba Cliff y de que no tenía trabajo fijo. A veces ayudaba a despachar en el bar del pueblo y entonces se le veía tras el mostrador. Era alto, moreno y feo; a mí no me parecía nada atractivo. Ya sé qué piensa. ¿Por qué no lo dice, hombre? Eran celos.