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El otro americano, Harry, inició muy pronto sus avances con la amiga de Barbara, Sally, y empezó por invitarla a fumar un Lucky Strike y a sacarle del pelo las ramitas que se le habían quedado prendidas y que él tardaba años en retirar.

Harry, como tipo físico, se parecía más bien a James Cagney, y era tan belicoso y dado a salidas inesperadas como este actor. Nos explicó que se había ganado tres galones, pero que los había perdido por algún error que había cometido. Harry me causaba inquietud, porque yo quería que no ocurriera ningún percance.

Cuando volvimos a ponernos a trabajar, Duke se subió a una de las escaleras y pude observar que Barbara se unía al grupo de chicas que esperaban al pie de la misma. Al cabo de un momento, dijo a Duke que dejara algunas manzanas vivarachas en la rama que estaba descargando. Duke, agarrándose a ésta, miró para abajo y le preguntó:

– ¿Qué son manzanas vivarachas, si tienes la amabilidad de decírmelo?

Barbara entonces le contó aquella leyenda que decía que había que dejar en el árbol las manzanas pequeñas para que pudieran comerlas los duendes. Algunas de las chicas empezaron a reír a grandes carcajadas, esperando que los americanos se sumarían a las risas, pero Duke permaneció serio, escuchando atentamente. Las palabras dialectales y las costumbres del país le fascinaban. El granjero Lockwood, que estaba de un humor de perros, les gritó al pasar:

– ¡Venga, gandules! ¿Está Lawrence con vosotros?

Y entonces hubo que explicar a Duke que Lawrence, el holgazán, guardián de los huertos, dejaba encantados a todos cuantos trataban de burlarse de las leyendas.

Aquella tarde de septiembre ocurrieron cosas memorables en la huerta. Si, como yo, no cree usted en las fuerzas del mal, posiblemente pensará que la sidra de la comida tuvo buena parte en el asunto. O que quizá no era otra cosa que la gran excitación despertada por la presencia de los soldados americanos entre las muchachas del pueblo.

Nos congregamos alrededor de una antigua furgoneta cargada de manzanas caídas de todo tipo, utilizadas para el queso que acompañaría la primera sidra. Los hombres estaban sentados en las pértigas, las muchachas en las cestas puestas boca abajo en el suelo, comiendo pan y queso con rodajas de cebolla, que habían traído en cestas de junco y en hatos con pañuelos colorados. Los rayos de sol se colaban a través de las hojas sobre nuestras cabezas.

Después de comer, las chicas enseñaron a los americanos la manera de averiguar el nombre de la persona amada utilizando una mondadura de manzana; había que mondarla sin que la piel se cortara, es decir, de una sola vez, y echarla después al aire por encima de la cabeza de la persona interesada y ver qué letra había formado al caer al suelo. La de Harry dibujó una S y Sally le dio un beso, en medio de chillidos de excitación, pero Duke se negó a hacer el experimento. Lo convencieron, en cambio, de que arrojase una manzana al aire sin explicarle el propósito del juego. Varias chicas, como jugadores de rugby, se precipitaron sobre la manzana para cogerla, aunque ninguna lo logró, porque rebotó sobre la hierba y fue a parar directamente al sitio donde estaba Barbara, la cual, pese a que no se había sumado a sus compañeras, la recogió.

Alguien le dio un cuchillo. Mientras todo el grupo se arremolinaba a su alrededor, la cortó limpiamente en dos mitades y nos mostró dos pepitas. Las muchachas, en coro, gritaron:

– ¡Hojalatero, sastre!

Barbara entonces cogió una de las mitades y la dividió en dos partes. No aparecieron pepitas. Tomó la otra mitad y también la partió. Alguien (creo que fue Sally), con un grito de triunfo, exclamó:

– ¡Soldado! [5]

Pero la palabra se quedó colgada de sus labios, porque el cuchillo había partido la pepita. Barbara arrojó lejos de sí los trozos de manzana y dijo: -¡No son más que estupideces! Después de comer, casi no vi a Barbara. Recogía manzanas en otro sector de la huerta, creo que en compañía de su hermano Bernard. Oí que una de las chicas decía:

– ¡No hay para tanto! ¡Mira que llorar por eso!

A lo cual su compañera le respondió encogiéndose de hombros y apartándose de su lado.

Alrededor de las cuatro, la señora Lockwood trajo té y pasteles y nos congregamos junto a la pared construida con piedras sin argamasa, que era donde el sol más calentaba. Sally estaba sentada junto a Harry, en el jeep. Duke estaba apoyado en un árbol, ocupado en cortar con un cuchillo una pieza de madera que había encontrado. No vi a Barbara pero no me extrañó, porque me había dado cuenta de que, cada vez que se hacía un descanso, alguna chica desaparecía para ir al retrete de la granja.

Cuando el señor Lockwood dio orden de reanudar el trabajo, Barbara todavía no había vuelto. Observé que la señora Lockwood la buscaba, intranquila, antes de recoger la bandeja y volver a casa. Al cabo de un momento, estaba de vuelta y hablaba con su marido, quien pasó a Harry la vara de fresno que tenía en la mano y se internó hacia la zona más frondosa de la huerta.

Sentí una cierta preocupación por Barbara. De pronto, del sitio al que se había dirigido el señor Lockwood salió una figura; era Cliff, cuyo interés por Barbara yo había detectado. Se dirigió con paso rápido hacia nosotros y, haciendo oídos sordos a ciertas cuchufletas sobre los que se evaden del trabajo, sin dirigir la palabra a nadie, avanzó recto hacia la pared junto a la cual estaban alineadas las bicicletas, tomó la suya y desapareció pedaleando pradera arriba.

Al cabo de un momento apareció Barbara, procedente de la misma dirección, seguida de cerca por su padre. Llevaba la cabellera suelta y tenía en la mano el pañuelo con el que unos momentos antes se la cubría. Cuando la tuve más cerca, me di cuenta de que lloraba. Después echó a correr, ignorante de la presencia de todos, incluso de su madre, que iba tras ella preguntándole:

– Barbara, cariño, ¿qué te pasa?

Tras atravesar la puerta del huerto, echó a correr hacia su casa.

El señor Lockwood cruzó unas palabras con su mujer y los dos siguieron a Barbara.

Sé que, llegados a este punto, querrá usted saber qué había ocurrido exactamente, puesto que Alice interrumpió mi relato y me preguntó si se trataba de una agresión sexual.

Yo le recordé que, cuando ocurrieron los hechos, yo no era más que un niño y que, si hubo habladurías al respecto, puesto que estoy seguro de que las hubo, quedé excluido de ellas. Lo que sí sé es que Cliff Morton no volvió a comparecer en el campo para recolectar manzanas y que nadie hizo mención del hecho en mi presencia al llegar a casa. Observé igualmente que en el cuello de Barbara había unas marcas que ahora identifico como huellas de expansiones amorosas y oí, a través de la pared de mi cuarto, cómo su madre le hablaba en voz baja, en su dormitorio, hasta altas horas de la noche. Pero las palabras eran inaudibles.

Alice no se dio por satisfecha de mi relato. Parecía no estar dispuesta a aceptar que yo, a los nueve años, no supiera nada de cuestiones sexuales y siguió insistiendo en que yo había tenido que enterarme de algo más, si no directamente por la familia, por lo menos en boca de las chicas del pueblo. En caso de que así hubiera sido, como entonces no tuvo sentido para mí, lo había olvidado. Había expuesto los hechos tal como los recordaba.

Alice se cruzó de brazos y dijo:

– ¡No me lo creo!

– ¡De acuerdo! -le contesté con toda tranquilidad-. Entonces me ahorraré palabras…

6

Parpadeó rápidamente dos o tres veces y sus labios temblaron, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Después, con voz ronca, me rogó:

– ¡Por piedad, Theo! No me dejes así ahora.

– Está bien -le dije-. Puedo explicarte lo que recuerdo, no otra cosa.

– Sin embargo, estoy segura de que has pensado muchas veces en todas estas cosas desde que ocurrieron.

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[5] «¡Hojalatero, sastre, soldado…!» es un juego de niñas muy popular en Inglaterra en el que se canta esta canción que supuestamente decide con quién se casarán las que intervienen en él. (N. de la T.)