– Sí, muy a menudo.
– En tal caso…
– Lo que yo haya podido pensar, no te servirá de nada. Lo que yo pueda pensar, déjamelo para mí. ¡Dios santo, nos vamos a pasar aquí la noche entera si empezamos a hablar de lo que pueda pensar cada uno!
Alice bajó la cabeza y apretó con fuerza los brazos sobre su pecho:
– Viviré con esta tragedia todo el resto de mi vida.
Aquella frase patética no tuvo la virtud de conmoverme, por lo que le contesté con acritud:
– Este suceso forma parte de mi vida. ¿Qué te figuras que siento al tener que revivir estos recuerdos?
– Lo siento -dijo.
Después se incorporó y me acercó la mano desde el otro lado de la mesa con gesto implorante.
– No te volveré a interrumpir, Theo. ¡Te lo prometo!
Volví a recoger el hilo de la historia.
Los montones de manzanas fueron multiplicándose en la huerta durante aquella última semana de septiembre de 1943 y difundiendo su aroma dulzón a través del aire reinante, un tanto frío. Yo me reunía con los trabajadores así que podía, encajando a contrapelo la escuela y las necesarias horas de sueño en los intervalos. Mientras trabajaba, rara vez me invadía la añoranza de mi casa.
Una tarde, después del té, vinieron los soldados americanos y pasaron unas horas con nosotros. Yo estaba encantado, sobre todo porque Duke trajo chicle para que lo repartiera entre los chicos de la escuela. Los yanquis suelen distinguirse por su generosidad con los niños, pero en mi caso se trataba de algo más personal. Duke comprendía mis sentimientos de niño refugiado. En los ratos de descanso, durante la recolección de manzanas, muchas veces me había preguntado si me trataban bien en el pueblo. Yo le había dicho que, de hecho, los niños de la escuela no eran diferentes de mis compañeros de Londres, salvo en su manera de hablar. Se mondaba de risa al enterarse de algunos de los nombres que la gente de allí daba a las dolencias que impedían a los niños ir a la escuela, como «tos saltarina», «mínimos rubios» o «información». Un niño había padecido de «orín de caballo» durante una semana entera. Duke me dijo que recopilaba palabras y dichos locales y me pidió que le hiciera una lista con todos los que pudiera recoger, no sólo en la escuela, sino también en la granja y alrededores. Es probable que viera en mí un niño pequeño y solitario que necesitaba algún tipo de evasión, aunque sé positivamente que el interés que sentía por el dialecto era sincero.
Sospecho que el señor Lockwood debió de enterarse de algunas de las cosas que llevábamos entre manos porque, al caer la tarde, me salió con una de aquellas frases suyas que todavía no he olvidado:
– Que estás por ahí cerca. En casa, te digo.
De vuelta a casa con Duke y el señor Lockwood, oí que el primero se interesaba por Barbara, que aquella tarde no se había dejado ver por ningún lado. El señor Lockwood aspiró con fuerza por la nariz y dijo:
– Harta de ver manzanas, imagino.
– Pero, ¿se encuentra bien, señor?
– Como unas pascuas.
Duke se aclaró la garganta y dijo:
– Algunos chicos de la base hacen una representación para la fiesta del día de Colón el sábado de la semana que viene. La mayoría son aficionados, pero no lo hacen nada mal. Harry y yo hemos pensado que a lo mejor Barbara y su amiga Sally…
El señor Lockwood preguntó, como si tuviera una relación evidente con lo que Duke acababa de decir:
– ¿Dispone de arma?
– Por supuesto que sí, señor -dijo Duke frunciendo el entrecejo.
– ¿Sabe manejarla?
– ¡Claro!
– Venga temprano. Mate unas cuantas palomas para cenar. Hágaselo saber a mi hija Barbara.
Así fue como me enteré de que el domingo siguiente se celebraría una partida de caza. Cuatro hombres con un total de tres armas; el señor Lockwood y su hijo tenían escopeta, una cada uno, mientras que Duke y Harry compartían una pistola automática de reglamento, un Colt 45. Nadie preguntó de dónde la habían sacado. Supongo que hacerse con ella era cosa fácil, comparado con el hecho de requisar un jeep y, a lo que se veía, esto último tampoco provocaba ningún problema.
A mí no me llevaron, debido a mi corta edad. Recuerdo que me quedé en la cocina y escuché disparos en el bosque y recuerdo también que lamenté la suerte de las palomas aunque, como hube de averiguar más tarde, habría podido ahorrarme las lamentaciones. En efecto, la partida de caza no reportó ninguna pieza y hubo que cenar huevos con tocino. Pese a ello, no podía decirse que la jornada hubiera sido mala para Duke, puesto que Barbara había accedido a ir al espectáculo del día de Colón si su amiga Sally iba también.
Aquel día terminó felizmente para mí, porque Duke me prometió que, cuando volviera otra vez, me enseñaría a manejar el Colt 45. Quizá incluso me permitiría disparar algunos tiros. Dejaba la pistola en el cajón del mueble donde se guardaban las demás armas, porque era seguro que no tardaría en haber otra partida de caza.
Aquella noche, en la cama, pensé que podía atribuirme el mérito de haber forjado la unión de Duke y Barbara. Era yo quien había emparejado a dos de las personas más amables de este mundo. De no haber acompañado a Duke a la granja, jamás habrían tenido la oportunidad de conocerse. A veces todavía pienso en ello. Pero la diferencia es que estos pensamientos ya no me sumen en un sueño profundo y reparador, sino que ahora me torturan y me llenan de remordimientos.
La noche de la fiesta, Barbara me trajo de la base una barra de Hershey. Era la medianoche pasada cuando, de puntillas, pasó por delante de la puerta de mi habitación. Yo la llamé, ella entró y se sentó en mi cama. Me describió todos los detalles del espectáculo, desde la actuación de un conjunto de jazz, formado por negros, hasta la de un soldado que había hecho una parodia de Hitler. Y tuvo la sorpresa de su vida cuando Duke subió al escenario, puesto que el número no figuraba en el programa. Los demás solicitaron su presencia para llenar un espacio con una canción mientras se hacían ciertos cambios en el escenario. Sus compañeros lo aplaudieron a rabiar cuando subió, después de lo cual le pasaron una guitarra y él, sentado ante el telón bajado, cantó tres o cuatro canciones. Tenía muy buena voz y un gran sentido del ritmo, aparte de que él mismo había escrito todas las canciones. Al público le encantó. Y a Barbara se le cayó la baba cuando, después de los aplausos, volvió a ocupar el asiento a su lado.
Me dijo también que volvería a salir con Duke. Aparte de su talento musical, había facetas de su carácter de las que ella no se había dado cuenta al primer momento: una gran educación y un gran sentido del humor, inofensivo pero pícaro. Además, era tímido, cosa que jamás se habría podido esperar tratándose de un yanqui.
Yo esperaba que, después de esto, vendría a menudo a la granja, pero Barbara prefería encontrarse con él en secreto. Seguramente no quería que sus padres supieran cuándo salía con él debido a que, en el pueblo, circulaban muchos rumores acerca de lo mal que se portaban los soldados americanos con las chicas. Barbara solía decir que salía con Sally, pero yo supongo que se encontraba con Duke en el prado y que éste la llevaba en el jeep a Glastonbury o a Shepton Mallet para tomar unas copas. El hecho es que ella siempre estaba de vuelta antes de las once, porque yo, por si quería entrar en mi cuarto y charlar un momento conmigo, dejaba siempre abierta de par en par la puerta de mi habitación.
Cierta vez que yo estaba limpiándome los zapatos en la puerta de la cocina, se me acercó la señora Lockwood y me habló de Barbara. Desde el incidente ocurrido en la huerta con Cliff Morton, había cierta tensión en la familia. Me parece que atribuían en parte a Barbara la culpa de lo ocurrido. La señora Lockwood me preguntó si alguno de los niños del pueblo había hecho algún comentario sobre el hecho de que Barbara saliera con americanos. No me fue necesario mentir y le contesté que no, que los chicos de la escuela no me habían hablado nunca de Barbara. Entonces la señora Lockwood me preguntó abiertamente si Barbara se veía con Duke.