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Me puso entre la espada y la pared. La educación que yo había recibido me imponía decir siempre la verdad. O, por lo menos, la mayoría de las veces. Con los compañeros el precepto no regía, sí con los mayores. Mentir a los mayores era cosa fuera de programa. Pero me poseyó un arrebato de fidelidad. Barbara también era una persona mayor y yo la prefería a ella que a todos los Lockwood juntos. Como no quería traicionar la confianza que me había demostrado, me negué a contestar.

Lo cual no sirvió de nada, porque la señora Lockwood supo, por mi silencio, lo que quería saber. Y cuando me negué a corroborarlo, me obligó a apoyarme en la tabla de planchar y me dio unos azotes en el trasero con la zapatilla, por insolente y estúpido. Era una mujer que no se andaba con chiquitas.

Fue la única vez durante todo el tiempo que pasé en Somerset que recibí una paliza. No voy a hacer el acostumbrado comentario de que la tunda me sorprendió más que me dolió, porque la verdad es que me sorprendió tanto como me dolió. La zapatilla era de alivio. Hasta aquel momento había equiparado la manera de ser de la señora Lockwood con su voz. Me había tolerado en la cocina, me había alimentado, me había lavado la ropa y me había enviado a la escuela como estaba mandado. No me había dado su afecto, suplido con el afecto de Barbara, pero tampoco me había demostrado hostilidad. Cuando la juzgo después del tiempo transcurrido, comprendo que aquella mujer estaba sometida a tensión. Se sentía molesta por el hecho de que hubieran metido un refugiado en su casa y estaba preocupada por Barbara, sentimientos que afloraron el día que empuñó la zapatilla.

Tengo un recuerdo que quisiera revivir. Es huidizo y no estoy demasiado seguro de si no es, en parte, más bien un deseo después del castigo recibido. Me veo en la cama, aquella misma noche, con la cara mirando a la pared y mi almohada está húmeda; estoy casi dormido cuando noto el suave contacto de unos cabellos en mi cuello.

Es Barbara.

Permanezco inmóvil, porque no quiero que se dé cuenta de que estoy llorando. Su rostro reposa sobre el mío y permanece unos segundos junto a él. Después me da un beso en la mejilla. El contacto de sus labios me turba de una manera desconocida para mí hasta entonces. Me acaricia la frente y murmura en mi oído que quiere darme las gracias por lo que he hecho, me dice que soy su héroe. Sabe cómo ha debido de dolerme la paliza, porque también ella y su hermano Bernard las recibieron en su día, allí mismo, sobre la tabla de planchar, con la zapatilla, exactamente igual que yo. Pero me dice que ellos las merecían siempre, pero yo no, y que se siente avergonzada de lo que su madre ha hecho conmigo. Y me promete que nunca más volverá a ocurrir, por lo menos nunca más por su culpa. Antes de irse, me besa por segunda vez. No recuerdo nada más. No creo que sean imaginaciones mías. Parece que la oigo decir:

– Mi pequeño héroe…

No vaya a burlarse de mí; todos hemos sido niños alguna vez.

En noviembre se preparó el prensado de las manzanas. Las primeras escarchas habían helado las que estaban amontonadas en la huerta y hubo que cargarlas en carretas para trasladarlas al cobertizo donde se preparaba la sidra. Cuando digo «hubo que cargarlas» me refiero al señor Lockwood, a Bernard y a tres braceros, auxiliados a ratos por mí y por los americanos, ávidos de conocer los detalles de la preparación de la sidra. Por lo menos esto era lo que decían. Con todo, si venían para ver a las chicas, se llevaron un chasco, porque aquél era un trabajo reservado a los hombres.

A los hombres, pero también a los niños. A mí se me encargó una labor especial. El viejo cobertizo donde se preparaba la sidra tenía un desván y, una vez las manzanas en él, había que introducir los sacos por una ventana situada en la parte alta de la pared que daba a la era. Mi tarea consistía en estar en el desván y meter la fruta, ayudándome para ello con la luz de una linterna, en la boca de madera que alimentaba el molino situado debajo. Utilizaba para ello una pala de madera y, cuando el molino se ponía en funcionamiento y el señor Lockwood me daba una voz, yo descargaba una avalancha de manzanas a través de la abertura cuadrada que tenía en el suelo, las cuales bajaban por el embudo de tela de saco hasta el molino que silbaba y escupía y del que a continuación salía la sidra. ¡Algo tremendo! En los momentos de descanso, me dedicaba a patinar sobre la gran mancha negra y jugosa que se formaba en el suelo.

Debajo de mí, las manzanas eran convertidas en pulpa, primero con ayuda de unos rodillos con dientes de hierro, que las trituraban, y después con otros rodillos de piedra que las machacaban. En otro tiempo se había empleado la fuerza de un caballo para hacer girar los rodillos. Ahora, el señor Lockwood se servía simplemente de un motor, que utilizaba para todos los menesteres. La pulpa se recogía en un recipiente de madera colocado en la parte inferior del molino, que después se retiraba con palas de madera. En esta fase del proceso ya no se dejaba que el metal se pusiera en contacto con la fruta.

Junto al molino había una enorme prensa de madera. Sobre la misma se ponían capas alternadas de paja de trigo y de pulpa de manzana para formar lo que el señor Lockwood designaba con el nombre de «queso». Él permanecía de pie junto a la prensa, colocando las capas de forma que su extensión ocupara unos cuatro pies cuadrados y doblando los extremos de la capa de paja a medida que se iban superponiendo. El queso, acabado, era más alto que yo y, según decían, pesaba más de una tonelada.

Terminada la preparación, todo el mundo se reunió alrededor de la prensa. Se llamó a Barbara y a la señora Lockwood, que estaban en casa, se colocó una cuba debajo de la prensa, se dio vuelta al torno y todos nosotros lanzamos un grito de alegría cuando el jugo espeso y dorado salió a borbotones.

Sin embargo, las mujeres no habían acudido simplemente para mirar, como yo había supuesto al principio, sino que, en esta fase de la preparación, se encargaban de trasladar el zumo a unos toneles, sirviéndose para ello de unos cacillos de madera, donde tendría que fermentar. Lo que verdaderamente me sorprendió, al igual que a los americanos, fue ver al señor Lockwood echar una pierna de carnero en cada uno de los toneles.

– La mejor sidra es la que se alimenta de carnero -nos dijo mientras hacía girar los ojos, inyectados de sangre-. En Navidad, los huesos estarán mondos y lirondos.

Un sábado por la mañana, cuando todos estábamos en el cobertizo de la sidra, incluidos los soldados americanos, y tomábamos el té de la mañana, Bernard se dedicó a armar jaleo. Estoy seguro de que lo tenía planeado; era malévolo y se sentía resentido del cariz que tomaba la conversación cuando Harry estaba en vena. De pronto observó:

– Cliff Morton vuelve a rondar por aquí.

El señor Lockwood levantó la cabeza con viveza y preguntó:

– ¿Qué quiere decir eso de que ronda por aquí?

Bernard contestó evasivamente:

– Simplemente lo que digo, padre.

Tenía los ojos clavados en Barbara, que se quedó pálida. Era un sádico. No le habría costado mucho llevar a su padre aparte y hacer el comentario en privado.

El señor Lockwood insistió:

– ¿Ronda por la granja o qué quieres decir?

Sin apartar los ojos de Barbara, Bernard contestó:

– Anoche vi su bici cuando iba para casa. Metida en la cuneta, al otro extremo del campo del norte.

El señor Lockwood lanzó un generoso escupitajo en la paja.

– Como aquel hijo de puta…

Su mujer le interrumpió y yo me figuré que lo hacía porque no toleraba su lenguaje, pero no era así.

– Y encima, desertor -añadió ella-. Le enviaron los papeles en septiembre, según me han dicho. Tenía que haberse presentado el mes pasado.

– Como veáis a ese cerdo por aquí… -decidió el señor Lockwood-, me lo decís enseguida.