Bernard siguió a su padre cuando éste salió, pero no creo que encontraran la bicicleta ni tampoco a su dueño, porque ya no se volvió a hablar del asunto. El señor Lockwood volvió al cabo de veinte minutos para vigilar cómo se retiraba el queso aplastado de la prensa y se disponía la nueva carga. Yo ayudé a Barbara a llenar unas angarillas con pulpa seca para alimentar al ganado.
A la hora de comer, los ánimos estaban más apaciguados. El primer queso había aportado 110 galones de zumo, mientras que el segundo ya estaba cobrando forma gracias a la ayuda extraordinaria de los americanos. Cuando Duke y Harry se ofrecieron a darme unas cuantas lecciones de puntería con la pistola, el señor Lockwood les dijo amigablemente que no había necesidad de apresurarse.
Para satisfacción mía, Barbara dijo que le gustaría acompañarnos. Era evidente que estaba harta de su familia… o cuando menos de su hermano. Bernard, con todo cinismo y crueldad, había escogido el momento más oportuno para hablar del odioso Cliff Morton. Su intención era inquietar y alarmar a Barbara delante de todo el mundo, pero yo creo que provocó en ella más indignación que disgusto. Cuando atravesamos el campo y nos dirigimos a la zona de monte bajo donde Duke había decidido que nos daría la lección, Barbara seguía alicaída.
Nos turnamos para disparar a una vieja lata de gasolina. Aprendí a cargar el arma, a apuntar y a cogerla con fuerza. Me hacían falta las dos manos para contrarrestar el retroceso. Al final quedé más o menos empatado con Barbara en aciertos al blanco, aunque debo decir que ninguno de los dos habría sido de gran utilidad al ejército.
De vuelta a casa, y cuando atravesábamos el campo, Harry trató de animar la situación desatando el pañuelo que Barbara llevaba en la cabeza y pasándoselo a Duke. Barbara quiso recuperarlo, pero no pudo y, por otra parte, tampoco estaba de humor para ponerse a retozar por el campo. Si quiere usted saber mi opinión, creo que seguía contrariada por lo que se había dicho aquella mañana. Duke sostenía el pañuelo muy alto sobre su cabeza, flameando al viento, lo que habría obligado a Barbara a acercarse mucho a él para recuperarlo.
Algunas chicas habrían optado por hacerle cosquillas, pero Barbara era más lista: se apoderó del arma que asomaba en el bolsillo de Duke y lo apuntó con ella. Harry gritó que aquella clase de juegos eran peligrosos, pero Duke le devolvió en seguida el pañuelo y ella, arrojando el arma todo lo lejos que le permitieron sus fuerzas, echó a correr. Yo aquel día ya había vivido bastantes emociones.
Recuerdo que, cuando fui a recoger el arma y se la devolví a Duke, éste comprobó que no estuviera cargada. Ninguno de nosotros estaba plenamente seguro de que estuviera descargada cuando Barbara había apuntado a Duke. Éste todavía guardaba algunos cartuchos sueltos en el bolsillo. De regreso a la granja, los vació en el cajón donde se guardaban las armas, en el que dejó igualmente la pistola. Estoy absolutamente seguro de este detalle y así se lo dije al inspector Judd cuando me interrogó antes de que se celebrara el juicio.
El prensado de la sidra se prolongó a lo largo de toda la semana siguiente y no volvimos a ver a los soldados hasta que estuvo prácticamente terminado. Vinieron a vernos con su jeep la tarde del último jueves de noviembre, que era el día de Acción de Gracias. Dudo que los Lockwood hubieran oído hablar nunca de esa fiesta. Por lo que a mí respecta, la desconocía por completo, pero me sentí muy gratificado al recibir de Duke, como regalo, la figura tallada del policía que yo, con el tiempo, regalaría a mi vez a Alice.
Los americanos habían preparado una sorpresa; en la base iba a celebrarse una fiesta, en la que se serviría pavo asado y pastel de calabaza. Habían recogido a Sally en el bar y Harry la llevaba sentada en las rodillas, en el asiento delantero del jeep, con las primorosas enaguas asomando por debajo de la falda. Todo el mundo estaba contento. Es decir, nosotros estábamos tan contentos como los yanquis, porque habíamos subido al desván la última carga de manzanas y el señor Lockwood había querido demostrar su satisfacción ofreciendo, a la hora de comer, una ración extra de sidra de la cosecha del año anterior. Además, había dado permiso a los braceros para que se fueran temprano y sólo había quedado la familia en la casa.
Para mí, había sido un día de escuela como todos los demás y, desde la hora de salida, había permanecido en el desván ayudando a Bernard y a su padre a moler las últimas manzanas. Aquel armatoste hacía un ruido ensordecedor y no habría podido enterarme de que el jeep estaba en la era de no hacerlo visto llegar a través de la puerta abierta. Salté al remolque que estaba fuera, bajé de él y corrí a saludar a Duke cuando la señora Lockwood ya salía de casa con pastelillos y crema para obsequiar a los americanos.
Lo primero que éstos querían hacer era informar a Barbara de la fiesta del día de Acción de Gracias, a fin de que estuviera preparada. La señora Lockwood, con su voz sosegada, les dijo que, de cuatro a seis, Barbara tenía que encerrar a las vacas y ordeñarlas pero que, como aquella tarde había empezado a trabajar antes que de costumbre, no tardaría en terminar, y que seguramente estaría libre muy pronto y probablemente entusiasmada ante la perspectiva de asistir a una fiesta.
Yo escuché aquella perorata con sensaciones encontradas, sobre todo teniendo en cuenta que hacía poco más de un mes que había sido vapuleado de lo lindo por haberme negado a informar acerca de las relaciones entre Barbara y Duke. A lo que parecía, los Lockwood habían cambiado de opinión. El cartel de Duke había subido mucho de categoría desde que él y Harry se habían prestado a colaborar en las faenas de la granja. Barbara, por su parte, seguía queriendo hacer creer a la gente que sus ocasionales salidas al atardecer las pasaba en compañía de Sally, aunque yo tengo la absoluta seguridad de que, si hubiera dicho que salía con Duke, nadie habría puesto objeciones.
A veces me he preguntado si yo, en un plano subconsciente o secreto, estaba celoso de Duke. Puedo asegurar, en honor a la verdad, que no sentía animosidad alguna contra él y que no la sentí en ningún momento, ni siquiera cuando ocurrió lo que ocurrió. Era imposible que me desagradase, porque gracias a él y a Barbara pude sobrellevar aquellos meses que, de otro modo, habrían sido los más tristes de mi vida. Admito, efectivamente, un cierto resabio de contrariedad cuando los veía juntos y yo me sentía excluido, pero aquel sentimiento no llegaba a la altura de los celos.
Para volver a aquella fatídica tarde diré que Duke y Harry fueron a buscar a Barbara al campo que se extendía más allá de los matorrales. El ordeño de las vacas se hacía al aire libre, en unos cobertizos móviles a los que se daba el nombre de toldos. Las vacas de Gifford Farm estaban al aire libre noche y día, hasta bien entrados los meses de invierno.
Los restantes, entre los que se contaba Sally, comenzamos a dar cuenta de las pastas en la cocina de la granja. La señora Lockwood dijo que mantendría caliente la segunda hornada que destinaba a los demás, si bien nunca llegaron a consumirla. Pasados unos quince minutos, volvieron los americanos e informaron de que no habían podido encontrar a Barbara.
La cosa era de lo más incomprensible, porque antes de irse, había dicho que iba a ordeñar las vacas. Siguieron una serie de comentarios confusos entre Bernard y Harry acerca del campo al que habían ido pero, como indicó Duke, no había más que un rebaño de vacas y Barbara no estaba con ellas. Era, pues, evidente para todos que todavía no habían sido ordeñadas.
El señor Lockwood dijo que daría un vistazo por los alrededores así que hubiera cargado nuevamente el molino. Al poco rato todos estábamos ocupados en su búsqueda. La señora Lockwood aventuró la idea de que la sidra de la comida se le hubiera indigestado y que estuviera descansando en alguna parte.
No pienso hacer del suceso una historia de intriga. Aquello que el destino depara a los que uno ama, cuando es tan angustioso, tan profundamente perturbador, es difícil de expresar con palabras. Yo descubrí a Barbara. El instinto o la intuición me condujeron a uno de los graneros más pequeños, algo apartado del conjunto de elementos que componían la granja.