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A primera vista, era un sitio donde su presencia resultaba un tanto inverosímil, porque el granero estaba lleno de paja hasta las tres cuartas partes de su capacidad. Pero oí un ruido, demasiado fuerte para ser producido por una rata. Procedía del desván, que estaba debajo del tejado y que cubría la mitad del granero. En él también se guardaban balas de heno. Como no encontré ninguna escalera, me serví de las balas de heno como de peldaños. Ya en el desván, encontré ante mis ojos un muro de heno de metro y medio de altura, pero algo me decía que, detrás de él, había alguien, puesto que ahora llegaban hasta mí, perfectamente audibles, movimientos muy enérgicos, de hecho tan activos que me hicieron desistir de solicitar ayuda.

No podía creer que fuera Barbara.

Recorrí la barrera de heno hasta un espacio triangular donde la última bala tocaba el ángulo formado por el tejado. Introduciéndome de lado entre las alfardas y el heno, conseguí penetrar lo suficiente para tener una visión reducida del otro lado.

Lo que se ofreció a mis ojos fue mi pobre, mi amable amiga Barbara, violada por Cliff Morton. Y cuando digo violada, estoy empleando un vocablo de adultos para designar un acto que, a la edad en que hube de presenciarlo, no me resultó comprensible como me resulta ahora. Una agresión violenta, indecente y humillante, perpetrada por un hombre fuerte contra una mujer indefensa. La penetraba como un animal en celo mientras ella luchaba y jadeaba, golpeando con los puños el suelo del desván. Tenía la blusa desabrochada hasta la cintura y el mono y las bragas bajados y enrollados alrededor de una pierna por debajo de la rodilla.

No podía hacer otra cosa que saltar a tierra desde el desván y echar a correr frenéticamente hasta encontrar a alguien, a quien fuera… Quiso el destino que fuera Duke.

Salía del cobertizo donde se guardaban los aperos de la granja. Le grité al punto que Barbara estaba en el granero pequeño, que Cliff la había desnudado y que estaba haciéndole daño. Duke no respondió palabra, pero atravesó la era como un rayo en dirección al granero. Yo corrí llorando a la granja, donde estaba la señora Lockwood hablando con Sally y, con palabras entrecortadas, expliqué lo que acababa de ver. Les dije también que Duke había ido al granero. Ya no podía hacer más.

La señora Lockwood echó a correr, dejándonos a Sally y a mí en la cocina. A los cinco minutos volvía con Barbara, a la que rodeaba con el brazo. Barbara sollozaba histéricamente. Las dos juntas fueron directamente al dormitorio de Barbara.

De aquel día sólo recuerdo otra cosa, mucho más tarde, cuando ya estaba en cama: la señora Lockwood inclinada sobre mí, ofreciéndome una bebida. Y que yo le preguntaba cómo estaba Barbara y que ella me decía que todo iba bien, que todo se solucionaría y que yo debía dormir.

El día siguiente me tuvieron todo el día en casa. Así que me levanté, pregunté por Barbara y se me dijo que estaba descansando, pero yo observé que las cortinas de su dormitorio no estaban corridas. Aquella noche había escuchado sus sollozos.

Ya no la volví a ver nunca más. El otro recuerdo que tengo es el martilleo del domingo por la mañana: hubo que echar abajo la puerta de su cuarto. Y recuerdo también los gritos al encontrarla muerta: se había cortado el cuello con la navaja de su padre.

Aquella mañana, algo más tarde, mi tutor, el señor Lillicrap, vino a recogerme. El lunes, uno de los maestros me acompañó en tren a Londres y a casa. Había dejado de ser un refugiado.

7

Lo demás es del dominio público, de modo que, si usted conoce el famoso libro titulado Procesos ingleses notables o El asesinato de Christian Gifford, de James Harold, tal vez podría saltarme ese capítulo. Con todo, para dejar la historia terminada, voy a ponerla al día, pese a que gran parte de lo que seguirá a continuación será de segunda mano, sacado de las declaraciones de la policía y de otros testigos. Por fortuna, mi intervención en esta parte es breve.

Continuaré como antes, exponiendo los hechos tal como se los conté a Alice. Esta mantuvo su promesa y me dejó seguir sin hacer ninguna interrupción, excepto para proferir un «¡Oh, Dios mío!» cuando llegué al suicidio de Barbara, acerca del cual nada sabía por los recortes de prensa que había encontrado entre los papeles de su madre.

Una tarde de octubre de 1944, casi un año después de los trágicos acontecimientos que acabo de describir, en un bar de Frome, el Shorn Ram, un hombre pidió una pinta de sidra local, bebida que gozaba de las preferencias del público en tiempo de guerra debido a la mala calidad de la cerveza, que era entonces una especie de mejunje aguado indigno de ese nombre. A la gente no le importaba Deber en tarros de mermelada en aquellos tiempos en que escaseaba la vajilla, pero seguía siendo quisquillosa con el contenido de los mismos. Así que, cuando el cliente se quejaba de que la sidra era correosa, la reclamación adquiría tintes muy serios. El tabernero acababa de empezar un nuevo barril, un tonel grande, adquirido en casa de los Lockwood, fabricantes de sidra de toda confianza. Retiró una pequeña parte que se reservó para él y la cató.

Vale la pena hacer una pausa para puntualizar que si el tabernero hubiera admitido que la sidra no estaba en buenas condiciones, posiblemente Duke Donovan no habría sido sometido nunca a juicio. Pero aquellos eran días de austeridad, tiempos en los que se podía imponer una multa a una persona por el solo hecho de dar pan a los pájaros. Tirar algo cuando existía la posibilidad, por remota que fuera, de poderse consumir equivalía a boicotear los esfuerzos que imponía la guerra. En consecuencia, el tabernero cató la sidra y, pese a admitir que tenía un sabor un poco más amargo que la del barril anterior, la juzgó aceptable y continuó sirviéndola a sus clientes durante el resto de la semana. Fueron muchos los que la bebieron, pocos los que pidieron un segundo vaso.

Al llegar el final de semana, dos de los habitantes de Shorn Ram enfermaron como consecuencia de envenenamiento de tipo alimentario. Se habló de la sidra como posible factor causante de la infección y circularon desagradables rumores acerca de los fabricantes locales que dejaban destapado el barril después de la fermentación. Se dijo que, si uno examinaba con detenimiento la zona pegajosa que rodeaba el agujero, podían observarse huellas de ratas. Las huellas iban en dirección al agujero, pero nunca regresaban del mismo.

El lunes se presentó en el bar un inspector del Ministerio de Sanidad, el cual se llevó una muestra de la sidra para someterla a análisis. La sidra era, en verdad, correosa, no por causa del sabor de ratas muertas, sino debido a contaminación de algún tipo de metal.

Por fin se abrió el tonel. Al retirar la tapadera y verter lo que quedaba de líquido en el desagüe del patio trasero, todo el mundo esperaba encontrar en el poso algún elemento de metal que hubiera quedado en el fondo del barril. Podía muy bien ser que algún bracero descuidado hubiera dejado caer alguna herramienta en el tonel en el momento de fijar la tapadera.

Lo que encontraron, en cambio, fue un cráneo humano con un agujero de bala que lo atravesaba de parte a parte.

El proceso de identificar a la víctima es una historia que se ha expuesto gráficamente en otros lugares. Personalmente, cuando manejo libros acerca de ciencia forense, me da la impresión de que llevo guantes de goma. Confíe en mí; pasaré rápidamente por encima de los detalles más desagradables y diré tan sólo que el cráneo fue trasladado al laboratorio forense de Bristol, donde tenía que ser examinado por el doctor Frank Atcliffe, joven patólogo que murió trágicamente al cabo de un año de resultas de un accidente de aviación.