La policía compareció en Gifford Farm con varias furgonetas e inició una búsqueda exhaustiva que se prolongó durante nueve días. Fueron registrados minuciosamente todos los edificios, escudriñados los pozos de ensillaje y desmantelados los almiares.
Si siente usted lástima por George Lockwood, le diré que no estaba en casa y que, por consiguiente, no vio cómo su granja era objeto de aquel escrutinio; se encontraba en la comisaría de Frome, con el inspector Judd, «ayudando a la policía en sus pesquisas». Era un hecho evidente que aquel hombre estaba en situación de ayudarla mejor que nadie, puesto que no le faltaban motivaciones ni oportunidades. Las motivaciones se reducían a un deseo de venganza por el suicidio de su hija, ya que estaba convencido de que Cliff Morton había dejado embarazada a Barbara y no le importaba que la policía lo supiera. Y en lo concerniente a las oportunidades, se sabía de Morton que había estado rondando por los alrededores de la granja hacia finales de noviembre. Por consiguiente, ¿qué otra persona habría podido disparar contra él, despedazarlo y meter su cabeza en un tonel de sidra Lockwood si no el propio George Lockwood?
Lockwood admitió que había expulsado a Morton de sus tierras en septiembre después de haberlo encontrado «molestando» a Barbara, y le echaba a él la culpa del embarazo y suicidio de Barbara. Había cometido el estúpido descuido de no comunicar a la policía que Morton había trabajado para él, pero negaba de plano haberlo asesinado y negó incluso poseer una pistola.
Pese a lo concienzudo del registro, en Gifford Farm no se encontraron otras huellas ni se descubrió tampoco el arma del crimen.
Con todo, la perquisición no fue en vano. Después de retiradas las balas de paja del desván, situado sobre el granero más pequeño, un policía más diligente que los demás localizó un objeto incrustado en una de las vigas: una bala.
Se reclamó la presencia del doctor Atcliffe en Gifford Farm, quien pasó el resto de aquel día y el siguiente solo en el desván, mientras Judd se paseaba de un lado a otro de la era como un gallo desposeído de su primacía. Cuando, por fin, apareció Atcliffe, confirmó solemnemente que allí dentro se había disparado un tiro. La patología forense es una rama de la ciencia sumamente cautelosa, pero yo sospecho sinceramente que ha embaucado a más de uno. Judd se salió de sus casillas y Atcliffe aguardó a que se hubiera apaciguado para anunciarle su segundo descubrimiento: manchas de sangre en las tablas de madera que formaban el pavimento del desván. Las manchas no eran recientes y tampoco podía afirmarse que fueran de origen humano, pero su forma, por lo que él podía juzgar, indicaba que la víctima había permanecido un cierto tiempo con la herida en contacto con el suelo.
Judd volvía a ser todo sonrisas. Atcliffe también le correspondió de la misma manera al decirle que no estaba en condiciones de identificar la bala. Después de fotografiarla in situ, había aserrado una parte de la viga y se había llevado el fragmento para someterlo a inspección.
El día siguiente por la tarde informó por teléfono del resultado preliminar. La sangre era humana, pertenecía al grupo O, común a la mitad aproximadamente de la población, y él había identificado la bala catalogándola como correspondiente al calibre 45, es decir, las usadas por el ejército americano, y dijo que probablemente había sido disparada por una pistola automática.
La bala volvió a situar la investigación en su punto de origen. George Lockwood volvió a ser objeto de interrogatorio una hora más, después de la cual fue dejado en libertad para volver a su casa y reconstruir sus almiares. Las sospechas se habían desplazado a Duke. También él tenía motivaciones plausibles. Se había estado viendo con Barbara. Era un secreto a voces que la chica se escabullía por las noches para encontrarse con él. Y Duke sabía que Morton también iba tras ella.
Por otra parte, Duke había tenido oportunidades; había estado en la granja en las fechas críticas y se había averiguado que llevaba un arma, una pistola automática del 45 de las prescritas para uso militar.
El inspector Judd odiaba a los soldados americanos. Si piensa que el comentario no se ciñe a la verdad, le recomiendo que lea sus memorias. A juzgar por lo que dice en ellas, ellos habían destruido nuestra cultura y seducido a nuestras mujeres. En cambio, no dice nada acerca de que habían luchado en una guerra que era nuestra guerra.
El hecho es que el hombre dio noticia a la base americana de sus sospechas y los americanos coincidieron con él en que era un caso que estaba por aclarar. Comunicaron a Judd que Duke y Harry estaban «en un lugar de Europa» y que invitarlos a volver para ser sometidos a un interrogatorio cuando se encontraban en plena invasión era, prácticamente, imposible. El Departamento de Investigación Criminal del Ejército Americano se ocuparía del asunto a la primera oportunidad. No es que se lo sacaran de encima, pero el Parlamento tenía ya establecido su procedimiento judicial en la ley de 1942 referente a las Fuerzas Visitantes Norteamericanas.
Es evidente que Judd debió de sentirse decepcionado; no podía hacer otra cosa que esperar a que la guerra terminase. Por tanto, volvió a Gifford Farm y redobló la búsqueda, dispuesto a encontrar el arma homicida y el resto del cuerpo. Los almiares volvieron a ser derribados y el silo aireado. Nada subió a la superficie.
Estoy firmemente convencido de que la única razón que impulsó al inspector Judd a interrogarme fue la lentitud con que pasaba el tiempo.
Ya estábamos en 1945. Cuando el policía llamó a la puerta de mi casa yo hacía más de un año que estaba de vuelta en Londres. Había vuelto a tiempo para enterarme de la existencia de las bombas voladoras de Hitler. En la calle donde vivíamos, una había matado a seis personas. Después de aquello, Gifford Farm se me antojaba otro mundo. Hacía tiempo que había dejado de llorar por Barbara, porque nuestra mente tiene maneras propias de digerir las penas. Con todo, a veces me preguntaba qué habría sido de Duke. Las cosas, al final, se habían sucedido con gran celeridad y no había tenido tiempo de despedirme de él. Ni siquiera sabía cómo podía haberle afectado la noticia del suicidio de Barbara. Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con él.
Como ya he dicho, vino un policía. Era la hora de comer y yo acababa de llegar de la escuela. Cuando, a través del cristal opalino, vislumbré la forma del casco, me precipité a abrir la puerta, acordándome de que también había sido un policía el que, en 1940, había llamado a la puerta de nuestra casa para decirnos que mi padre había muerto en Dunquerque. Aunque no sabía qué muerte podía venir a anunciarnos ahora, no quería que mamá volviera a desmayarse.
En lugar de pasarme la tarde haciendo divisiones y dedicándome al estudio de la naturaleza con el grupo 5 y con la señora Coombs, la pasé en la comisaría de policía. El inspector Judd me estuvo interrogando largo tiempo, advirtiéndome desde el primer momento que, aunque fuera una mujer policía la que tomaría notas taquigráficas, el que de verdad me estaría escuchando sería Dios.
Lo que mejor recuerdo de Judd son sus cejas hirsutas de color castaño. Eran unas cejas constantemente enarcadas, a veces al mismo tiempo, a veces independientemente. Seguramente le dije algunas cosas que le resultaron sorprendentes.
La mayoría de sus preguntas hacían referencia a Duke y a Barbara, acerca de quienes hube de contarle todo lo que acabo de decirle a usted. No tenía motivos para esconder nada. El hombre no me había hablado para nada del asesinato ni tampoco me había dicho que sus sospechas se hubiesen centrado en Duke, por lo que yo me figuraba que el interrogatorio estaba provocado por el suicidio de Barbara. Al terminar me recordó que Dios tenía reservados terribles castigos para aquellos niños que no respetaban los Mandamientos y me preguntó si todo cuanto le había dicho era verdad. Lo era.