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Fueron pasando los meses. Las bombas teledirigidas dejaron de visitarnos y se empezó a hablar de que el final de la guerra estaba próximo. Todos los alumnos de la escuela habían regresado de Somerset. En el tablón de anuncios había un mapa de Europa a todo color, editado por el Daily Telegraph, en el que el señor Lillicrap sombreaba metódicamente los territorios que iban siendo conquistados por los aliados. El día en que anunció a toda la escuela, reunida en asamblea, que el general Patton y el tercer ejército de los Estados Unidos habían llegado al Rin, tuve la intuición de que entre los soldados estaba Duke.

Una mañana del último mes de la guerra, mi madre me dijo que me pusiera el traje de franela gris porque íbamos a Londres. No dijo nada más, por lo que me figuré que íbamos al palacio de Buckingham para vitorear al rey y a la reina porque era el Día de la Victoria. Sin embargo, nos dirigimos a Lincoln’s Inn. Allí fui conducido a un despacho, donde estaba sentado el inspector Judd, departiendo con dos oficiales del ejército americano y un hombre con túnica negra y peluca. Para mí supuso un terrible desencanto. Se pasaron el resto del día insistiendo sobre las mismas cuestiones de las que nos habíamos ocupado en mi anterior conversación con Judd. Antes de despedirnos, me dijeron que posiblemente me pedirían que compareciese ante los tribunales al cabo de muy poco tiempo, pero que no me preocupase en absoluto, siempre que estuviese dispuesto a decir la verdad.

Durante el viaje de regreso a casa dispusimos de un compartimento de tren exclusivamente para nosotros. En respuesta a mis persistentes preguntas, mi madre acabó por confesarme que Cliff Morton había sido asesinado de manera horrible en Somerset y que Duke había sido acusado de dicho asesinato. Los americanos lo habían localizado en Magdeburgo y lo habían conducido nuevamente a Inglaterra, donde había sido sometido a interrogatorio por la policía británica y entregado a la justicia inglesa.

Quedé tan impresionado que no pude articular palabra.

Ya le he hablado antes de mi comparecencia a juicio, donde hice una declaración no jurada. El recuerdo de los hechos todavía sigue perturbando mis días. Hice mi declaración y respondí a las preguntas del juez y esto fue todo cuanto vi del Tribunal número uno de Old Bailey, puesto que inmediatamente después fui acompañado por un ujier y tan sólo tuve un atisbo fugaz de Duke, sentado en el banquillo de los acusados. ¡Ojalá que no lo hubiera visto! Su cara era la del hombre que ha escuchado su sentencia.

Supe después por los periódicos que fue llamado por la defensa al estrado de los testigos y que causó muy mala impresión, antes incluso de que el riscal se ocupase de él. Se mostró confuso con respecto a las fechas y negó estúpidamente toda relación con Barbara, alegando que únicamente había salido con ella el día del espectáculo del Día de Colón, que había pedido permiso para que ella lo acompañase y que, si la había invitado, había sido para formar dos parejas. Admitió también que el Día de Acción de Gracias (fecha del asesinato, según el proceso), fue a la granja con intención de invitar a Barbara a una fiesta, si bien insistió que lo había hecho para complacer a su amigo Harry y que la idea había partido de éste.

En lo que respecta a la violación, Duke admitió igualmente que me había encontrado en la era y que por mí había sabido que Barbara estaba siendo objeto de agresión por parte de Morton. Declaró que se había acercado al granero para escuchar y que había llegado a la conclusión de que, fuera lo que fuere lo que hubiese podido ocurrir allí dentro, el hecho había terminado y que, puesto que no había oído sollozos ni gritos de dolor, había decidido no intervenir. Insistió porfiadamente en que entre él y Barbara no existía ninguna relación de tipo romántico y, de hecho, dio la impresión de estar más preocupado por su reputación como hombre casado que por la acusación de asesinato, dirigiéndose en más de una ocasión con gritos de indignación a su propio consejo de defensa. Aquella actitud no cayó nada bien.

El tribunal no tuvo en consideración su estado mental después de diez u once meses de combatir en Francia y Alemania. Es más, convirtieron este hecho en un punto favorable para el demandante, al hacerle admitir, a través de una pregunta monstruosamente indigna, que para él tenía más valor cualquiera de los soldados alemanes que había matado en combate que Cliff Morton. Pese a que la defensa puso objeciones, aquella nefasta declaración había sido pronunciada. Me temo que para el jurado no era más que un hombre duro que presentaba una historia poco convincente.

Y aquí callé, porque Alice se sentía profundamente ofendida y no quería seguir escuchando la exposición de los hechos. Se sentía incapaz de pasar revista a aquel juicio con mirada imparcial.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó, clavando en mí sus ojos a través de los cristales de las gafas, como si yo pudiera tener algún tipo de influencia sobre los acontecimientos-. Si mi padre era culpable, según dictaminó el tribunal, no fue un hombre duro. Mató a un hombre que estaba violando a una muchacha inocente. Di que se dejó llevar por un arrebato, si quieres; no que era un hombre duro. Si la justicia británica lo colgó por eso, cometió un acto de justicia inicua.

Quise demostrarle la lógica del veredicto.

– La cosa está en que Duke no quiso admitir que había matado a Morton. De haberlo hecho, seguramente habría despertado una cierta simpatía, aunque no habría alterado tampoco la sentencia. Su mayor esperanza, entonces, se habría apoyado en el Ministro de la Gobernación, el único que estaba facultado para conmutar la pena de muerte por cadena perpetua.

Entonces ella modificó su ofensiva:

– ¿No existe acaso una figura llamada homicidio impremeditado, que califica el asesinato en condiciones de extrema provocación, cometido bajo la espuela de las circunstancias?

Lleno de cansancio (eran más de las dos de la madrugada), pasé a explicar la tesis del fiscaclass="underline"

– Se arguyó que entre Duke y Barbara existían unos sentimientos de tipo romántico muy intensos. Que cuando él se enteró por mí de que la muchacha estaba siendo objeto de agresión, se dirigió precipitadamente al granero. Según él mismo había admitido, no subió al desván, sino que simplemente escuchó y decidió que el ataque había terminado. Después, según el fiscal, tomó la decisión de volver a la granja y de coger el arma del mueble donde estaba guardada. En consecuencia, hubo premeditación. Aquel retraso había descartado por completo el homicidio impremeditado.

– ¿Homicidio justificable? -preguntó ella.

– ¡Ni un segundo más! -respondí sin más contemplaciones.

Había sobrepasado los límites de mi paciencia y le dije que no siguiera insistiendo y que se fuera a la cama. Yo había cumplido mi promesa y le había contado punto por punto todo lo ocurrido; por supuesto, no me sentía en disposición de pasarme la noche entera discutiendo sobre el caso.

Extraordinariamente a contrapelo, con un montón de «peros» y de «acasos», por fin se dejó convencer y subió escaleras arriba, ella y saco de dormir.

Yo me quedé para fumarme un cigarrillo, recogí después unos almohadones y finalmente me fui con ellos al cuarto de los invitados.

8

Mis pensamientos estaban demasiado revueltos para que me permitieran conciliar el sueño. Estuve como mínimo un par de horas dando inútiles vueltas alrededor de cosas que ya nunca podrían modificarse. Y cuando, por fin, quedé adormilado, el sueño fue cualquier cosa menos reparador. Volvía a ser un niño perseguido por sus demonios familiares; el señor Lillicrap, con su casco de acero negro y su pito, la señora Lockwood, empuñando la zapatilla y mascullando amenazas que yo no podía entender, mientras que, en un Wolseley negro, el inspector Judd, con un megáfono, hacía un sermón acerca del precio del pecado. Cualquiera que fuese el camino que emprendiese, cualquiera que fuese la esquina que doblase, siempre iba a parar al Old Bailey y siempre encontraba aquel personaje que no podía faltar en ninguna de mis pesadillas: el juez, inclinado sobre mí como una gárgola.