– En realidad, no -le contesté.
De hecho, no estoy especialmente orgulloso de mi forma de reaccionar. Después del tiempo transcurrido, he tratado de analizar la hostilidad que me inspiró. Recurriendo a una deducción rebuscada, entonces pensé que una joven tan atractiva como aquélla se sentía tan segura conmigo que se permitía dirigirse a mí de la forma que lo había hecho.
Yo había terminado de comer. Por lo general remataba la comida con un café, pero decidí prescindir de él por aquella vez. Eché una mirada al reloj, me sequé los labios y, con voz mesurada, anuncié:
– Tengo que irme.
Y tras recoger el libro y el periódico y alcanzar el bastón, me levanté y me marché.
Cometí la torpeza de pensar que Alice Ashenfelter no me volvería a molestar.
Pero a las dos, cuando estaba de vuelta en mi despacho del edificio de la Facultad de Letras, me la encontré de plantón ante el grabado de Paul Klee que está colgado junto a los archivos.
– ¡Hola!
Dando media vuelta, dirigí mis pasos hacia el despacho de la secretaria del departamento, Carol Dangerfield. La fría Carol, con su peinado en forma de colmena, era el único miembro del personal administrativo que sobrevivía a la semana dedicada a matriculación sin una sola jaqueca ni un solo altercado con el personal docente. Su ejemplo hacía que nos mantuviéramos todos equilibrados.
– Esa chica de mi despacho… la americana… ¿ha sido usted quien le ha dicho que me esperase?
– ¿Por qué lo dice, doctor Sinclair? ¿He hecho mal?
– ¿Ha dicho qué quería?
– No sé que haya dicho nada especial. Lo único que ha preguntado es si podía verlo. He supuesto que era del grupo de tutoría y le he dicho que esperase.
– Se llama Ashenfelter. ¿Es alumna nuestra?
Carol Dangerfield frunció el entrecejo.
– A menos que sea de las nuevas… -dijo mientras consultaba el fichero que tenía sobre la mesa-. A lo que parece, no lo es. Quizá pertenezca al grupo del profesor Byron. Puedo preguntar a su secretaria.
– No tiene importancia -dije-. Yo mismo se lo preguntaré a la interesada.
Sin embargo, al volver a mi despacho, pude comprobar que Alice Ashenfelter había desaparecido.
La aparté, pues, de mis pensamientos. Tenía un montón de cosas que hacer aquella tarde. Todas las cosas que, durante la semana, eran aplazadas debían ser resueltas en aquellas dos preciosas horas finales del viernes: cartas, llamadas telefónicas, pedidos, un par de tutorías, circulares del decano y del catedrático y una visita a la biblioteca para pertrecharme con lo necesario para las clases de la próxima semana.
Aquella tanda iba a ser la número cinco de las que daría en la Universidad de Reading y, aunque no me había tenido nunca por un académico, puesto que en Southampton a duras penas había conseguido un segundo puesto alto y de hecho era más conocido como jugador de bridge que como historiador, tampoco había alimentado demasiadas esperanzas de conseguir grandes cosas. Unos conocimientos centrados en la Europa de los tiempos medievales no abrían demasiadas puertas en 1956. El hecho era que el amable profesor de Bristol que me ofreció una beca de estudios para poder dedicarme a la investigación en lo que estaba interesado primordialmente era en el renacimiento del club de bridge de la sala de profesores. Sin embargo, el hecho vino acompañado de una cierta práctica de clases y, finalmente, del doctorado en filosofía y del traslado a Reading. Una vez aquí, realicé agotadores esfuerzos para encajar en la imagen del joven profesor que pretende abrirse camino a toda costa: me afeité la barba, abandoné el bridge en favor del snooker, me compré un MG rojo, que hice modificar para poder conducirlo, y alquilé una casa en Pangbourne, junto a la orilla del río. La vida, en términos generales, me trataba bien… y es bien sabido que cuando esto ocurre hay que estar alerta.
Alrededor de las cuatro, cuando había empezado a llenar la cartera con mis bártulos, Carol Dangerfield asomó la cabeza por la puerta del despacho.
– ¿Tiene un minuto? He pensado que podía interesarle saber que he hecho algunas averiguaciones. ¿Ha dicho que la joven que esperaba en su despacho se llama Ashenfelter?
– Alice Ashenfelter.
– Pues no es alumna nuestra. En la Universidad no hay nadie matriculado con este nombre.
– ¿De veras? -dije-. Entonces no sé qué hacía aquí.
– ¿No ha dejado ninguna nota en su despacho ni nada por el estilo?
– No -dije mientras revolvía mis papeles para comprobarlo-. Aquí no hay nada.
– Es extraño.
– ¿Qué tiene de extraño?
– Pues que he hablado del caso con Sally Beach, que lleva la librería y está enterada de todo cuanto ocurre en esta casa, y me ha dicho que una muchacha americana como ésta, rubia, con gafas y una trenza, estuvo anoche en el bar del club preguntando por usted.
Fruncí el entrecejo.
– ¿Preguntando por mí? ¿Dando mi nombre?
Asintió con la cabeza y, con una sonrisa furtiva, añadió:
– Tiene una admiradora secreta, Dr. Sinclair…
– Déjese usted de monsergas, Carol, en mi vida he visto a la chica. Y hoy, a la hora de comer, se ha sentado a mi mesa en Ernestine’s.
– ¿Cómo que se ha sentado a su mesa?
Me arreglé el nudo de la corbata mientras recordaba los incidentes del caso.
– Entonces ha tenido ocasión de hablar con usted -dijo Carol-. ¿No le ha dicho nada?
– Sí: me ha dicho el nombre de su ciudad… en fin, nada de importancia. La verdad es que no puede decirse que yo le haya dado pie… ¿Qué querrá de mí, puesto que no la conozco de nada?
– A lo mejor se conocen de algún sitio… de unas vacaciones, por ejemplo, quizá usted se ha olvidado de ella.
– No la habría olvidado. La chica…, ejem, no es del montón. No, podría jurar que no la conozco. Bueno, sea lo que fuere lo que pueda querer, el hecho es que la he asustado y la he hecho desistir de su propósito.
– No esté tan seguro, Dr. Sinclair -dijo Carol, escrutando el exterior a través de la ventana-. Aunque ya es casi de noche, ¿no le parece que es ella la que está en la zona de aparcamiento, de pie junto a su MG?
2
Bajé a la sala de profesores para hacerme un café. El lugar estaba desierto, dejando aparte la presencia de un par de mujeres de la limpieza que tenían puesto el último disco de Frank Sinatra a todo volumen, en abierta competición con los aspiradores. En realidad, no habrían debido iniciar la limpieza hasta las cinco, pero era evidente que estaban acostumbradas a que los viernes podían disponer del lugar después de las cuatro. Al igual que todo el mundo, no les importaba moverse por allí como por su casa, dado que se trataba del fin de semana. Todo el mundo salvo yo, a lo que se veía. Se quedaron mirándome como si yo fuera un enviado del celador general, pero yo les hice ademán de que siguieran con su trabajo.
Carol Dangerfield debía de encontrarse en la ventana de su despacho, esperando la escena que se desarrollaría en el aparcamiento para coches del personal docente. ¿Invitaría yo a mi rubia perseguidora a montar en mi coche y me perdería en la noche con ella o la apartaría de mi camino ahuyentándola con el bastón? Pese a mis suposiciones, me llevé el chasco de que Carol no estuviera a la vista, tal vez ocupada haciendo horas extras. Me hice el café, lo tomé despacio y me dediqué a practicar unas cuantas jugadas de snooker hasta pasadas las cinco.
Cuando, por fin, opté por dirigirme al aparcamiento, no había en él más que tres coches y una chica, apoyada en el mío. El viento estaba impregnado de humedad, como empapado por la ligera llovizna que estaba cayendo y se notaba en el aire el frío propio de una noche de octubre. El parque de Whiteknights está un tanto desprotegido. Alice Ashenfelter llevaba abrigo, pero había que ser tenaz, tener un gran interés en mi persona o estar loco de atar para permanecer aguardándome tanto tiempo.