– Supongo que se equivoca -dije, al tiempo que negaba con la cabeza.
Las arrugas de su rostro formaban un dibujo que revelaba una preocupación, en realidad excesiva.
– Errores a porrillo, señor, soy el primero en admitirlo, aunque achacables más a los tipógrafos que a los reporteros. Me tortura pensar cómo mutilan mis creaciones y eso que yo hablo como un hombre capaz de diarrea verbal sin ayuda de diccionario.
Con aire solemne, esperó a que yo reaccionara, sus ojos diminutos y opacos fijos en los míos.
– Hágame un favor, ¿quiere? Pruebe otra cosa -dije, tratando de mostrarme tolerante.
No se inmutó y, mirando más allá de mi persona, volvió a levantar el sombrero.
– ¡Qué oportuna! La atractiva señorita Ashenfelter de Waterbury, Connecticut. Dígame, encanto, ¿es él?
– El mismo -confirmó Alice avanzando un paso y deslizando la mano en mi brazo-. Por fin he conseguido localizarlo.
Digby Watmore, después de felicitarla cordialmente, dejó resbalar su mirada sobre mí de manera apreciativa.
– ¡Vaya! El refugiado convertido en un hombre. ¡Encantador! ¡Una historia de gran interés humano!
Habiendo conseguido desasirme de la mano de Alice, dije con firmeza:
– Por lo que a mí respecta, aquí no hay historia de ningún tipo. Ignoro quién ha preparado todo esto, pero quiero que ahora mismo saque los pies de esta casa.
Con aire conciliador, levantó una mano.
– ¡Tranquilo, amigo! La dirección de su casa no figurará para nada. Ni siquiera necesito que haga ninguna declaración…
– Tampoco la obtendría.
– Lo único que quiero es una foto suya de medio cuerpo, al lado de Miss Ashenfelter. Mi fotógrafo está esperando en el coche.
– ¡Lárguese!
Pero el hombre, como si no hubiera oído nada, no se movió de su sitio.
Entonces intervino Alice:
– Digby, ¿le importa si tengo unas palabritas en privado con el doctor Sinclair?
El hombre dio un cabezazo.
– Me da la impresión de que sería lo más oportuno. Entretanto, hablaré con el fotógrafo.
Y dando una amplia vuelta, se retiró.
Así que se cerró la puerta, Alice me espetó:
– ¡De acuerdo! Merezco unos buenos azotes en el trasero.
Nuevamente en la cocina, se quedó ante mí, tirándose nerviosamente del borde del jersey.
– Theo, tienes que perdonarme. Me había quedado tan absorta en todas las cosas que me has contado, que me olvidé completamente de Digby. Pero te aseguro que tenía intención de contártelo todo.
Yo, sin miramiento ninguno, contesté:
– No te preocupes. Limítate a coger tus cosas, a meterte en su coche y a decirle que te lleve a donde sea. ¡Ahora!
La chica se ruborizó:
– ¡No! -contestó.
Era como estar hablando con una niña de doce años emperrada en algo, salvo que ésta sabía que yo no podía imponer mi voluntad.
Mientras yo continuaba mudo a su lado, con la tensión sanguínea al máximo, la chica añadió:
– Escucha, Leo, me imagino que no te figuras por qué yo he llegado a Inglaterra y que así, por las buenas, sin ayuda de nadie, te he localizado, ¿verdad? El primer sitio al que fui fue el periódico del que procedían los recortes que yo tenía en mi poder. Aquella gente me ayudó muchísimo. Te localizó en la universidad de Reading y, además, me dieron una carta de presentación para Digby. Es uno de sus colaboradores locales. Trabaja por su cuenta y de vez en cuando les envía una historia para que la publiquen.
– ¡Un tipo increíblemente simpático! -dije imitando la manera de hablar de Alice-. Un inglés maravilloso y excéntrico que lo único que quiere es una fotografía. ¿No has leído nunca el periodicucho ése? Sólo se ocupa de cuestiones de sexo y de violencia. Tu compinche, ese Digby, se ha olido un posible notición y, aunque se trata de cosas muy viejas, ya se ocupará él de sacarles el polvo y de darles un aire de nuevas. Las pesquisas de la hija de un soldado asesino. «Yo vi la violación de Hayloft», dice un profesor de universidad. Es para eso que viniste a Inglaterra, ¿verdad?
Alice se desquitó con su dardo de sarcasmo:
– ¿Dónde querías que acudiera a pedir ayuda? ¿Al Times?
– Márchate, ¿quieres? Tengo trabajo.
Recogí los platos de la mesa y los dejé en el fregadero.
Hubo un largo silencio.
– ¿Es esto de verdad lo que quieres? -me dijo con voz neutra.
Y a continuación se fue a la sala de estar mientras yo permanecía en la cocina, ocupado con los platos.
Al cabo de un momento volvía a aparecer, ahora con la mochila en la espalda, inmensa comparada con su esbelto cuerpo. Si está usted pensando que en mis pensamientos había una sombra de preocupación, está en lo cierto: no veía cómo podía caber en el coche de Digby.
– Siento mucho haberte molestado pero, de todos modos, muchas gracias por todo. Conozco la salida -me dijo.
Yo asentí con la cabeza, sin añadir nada más. Ya había dicho bastante.
Digamos, lo admito, que dentro de mí había como un resabio de algo -llámele remordimiento, pesar, no sé exactamente qué- mientras la contemplaba a través de la ventana. Después de todo, aquella figurilla cargada como una muía, que ahora salía, con aire resuelto, de mi vida, era la hija de Duke. Y Duke me había ayudado en una etapa que había sido la más difícil de mi vida. El hecho de que hubiera matado a un hombre, no desmerecía en absoluto la amabilidad que me había demostrado. De una manera natural, había llenado el hueco que deja en la vida de un niño la muerte de un padre, y yo le había querido con la apasionada fidelidad de un verdadero hijo. Cuando las pruebas aportadas por mí contribuyeron a que se pronunciara su condena, los remordimientos me habían torturado. Y ahora aquí estaba yo, echando fríamente a su hija de mi casa, al cabo de veinte años.
Me volví de espaldas, porque no quería seguir mirando, y me dejé caer en mi butaca. Cogí los periódicos del domingo. Y, al hacerlo, oí el chasquido de la puerta del jardín al cerrarse.
Pese a que tenía The Observer desplegado ante mis ojos y ya estaba recorriendo la primera página, en realidad no leía una sola palabra, porque había algo que me perturbaba, algo que no era precisamente la tranquilidad de mi conciencia. Había dejado de hacer alguna cosa. Algo había quedado pendiente. ¿No había terminado de lavar los platos del desayuno? Dejé a un lado el periódico y clavé los ojos en la mesa de la cocina, reluciente y totalmente despejada.
De pronto me acordé de aquello que debía hacer: guardar la pistola. Sin embargo, no estaba allí.
Alice.
¡Maldita ladrona!
Agarré el bastón y, renqueando y dando saltos, volví a recorrer el pasadizo y abrí de golpe la puerta. Todavía estaba junto a la entrada.
– ¡Alice! -grité-. Te llevas algo que me pertenece.
La chica vaciló.
Volví a gritar su nombre y corrí tras ella. Vi que Digby abría ya la puerta del coche. ¿Acaso no le encantaría al News on Sunday tener una fotografía del arma homicida?
Alice había empezado a andar nuevamente sin dignarse siquiera a darse la vuelta. Estaba junto a la puerta de entrada y la tentaba como buscando el pestillo, que estaba colocado a nivel muy bajo. El peso de la mochila le impedía localizarlo.
Recorrí el tramo que me separaba de ella en seis pasos y, blandiendo el bastón como un palo de esquí, me puse a su lado y, con la mano libre, la agarré por el brazo.
Sin aliento, le grité:
– Devuélvemelo. No tienes ningún derecho a llevártelo.
La chica se volvió y me miró fríamente.
– ¿Quién eres tú para hablar de derechos? Para empezar, no te pertenece.
– Te he regalado la talla. ¿No te basta? -dije.