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Me encogí de hombros.

– ¿Qué quieres decir? ¿Si lo hizo con un hacha o con una sierra? La granja estaba llena de herramientas de todo tipo.

– Debió de quedar enteramente cubierto de sangre.

– No hay hemorragia cuando se ha producido la muerte. Arrojó la cabeza en el tonel y metió el resto del cuerpo en el jeep con intención de deshacerse de él en alguna parte o de esconderlo en algún lugar recóndito, puesto que no apareció nunca más.

Si, después de esto, resulta un tanto repulsivo decir que propuse a Alice ir a comer, debo insistir en que no lo parecía en absoluto cuando se lo dije realmente. Nos paramos, pues, en un pub situado en el centro de Frome (no el Shorn Ram, que ya no existe en la actualidad) y dimos cuenta del tradicional asado con Yorkshire, típico de los domingos, en un reservado acogedor donde nadie más podía oírnos.

Alice continuó insistiendo como hasta entonces.

– Una cosa que me tiene desorientada es la reacción de la familia Lockwood. Ellos estaban enterados de lo sucedido, ¿verdad?

– No podría decirlo.

Había vuelto a entrar en una de sus fases especulativas.

– Seguramente sentían simpatía por mi padre. Después de todo, Morton había violado a su hija. Es probable que mantuvieran silencio para no perjudicarlo.

– Es muy posible.

– Cuando apareció el cráneo seguramente el granjero Lockwood también se hizo sospechoso.

– Sí.

– Pero las sospechas se trasladaron después a mi padre.

Se quedó estudiándome atentamente a través de las gafas.

– Te costaría menos de aceptar si lo llamases simplemente Duke -le sugerí con delicadeza.

Pero ella me contestó con viveza:

– Yo lo llamo como me da la gana. No me avergüenza llamarlo padre.

No tuve ninguna reacción.

Pero Alice no había terminado.

– Estábamos hablando de los Lockwood. Estaban enterados de que Barbara había sido violada, ¿no es verdad? Lo supieron cuando tú se lo dijiste y, además, la vieron después en el lamentable estado en que había quedado.

Asentí con la cabeza.

– Y en cambio no llamaron a la policía.

– A lo que se ve, no.

– ¿Y por qué no? Por el amor de Dios, Theo, este acto es un dentó criminal.

Vacilé. A decir verdad, era un punto que no me había parado nunca a considerar. Ella me forzaba a reflexionar.

– Hay una gran cantidad de violaciones que no se denuncian. A lo mejor pensaron que era una consideración a Barbara el hecho de ahorrarle los exámenes médicos y los interrogatorios.

– Quizá -dijo, mientras apartaba el plato a un lado-. Pero puede haber otra explicación, ¿no te parece? Que supieran que Cliff Morton estaba muerto.

11

Una lluvia torrencial sobre el capó de un MG descapotable es razón disuasoria suficiente para cortar cualquier conversación. Se desencadenó después de comer y no paró durante todo el trayecto hasta Christian Gifford. Dadas las condiciones, no me fue posible encontrar el pueblo sin hacer una falsa maniobra y, aun entonces, tuve que resolver el problema de localizar el prado que conducía a la granja. Yo había esperado servirme del edificio de la escuela o de la tienda de la señorita Mumford para orientarme, pero tanto uno como la otra habían desaparecido. Una hilera de nuevas casas, construidas con ese material excesivamente regular, de color ocre, que se hace pasar por piedra de Bath, dominaba ahora el centro del pueblo. Al final de la mencionada hilera de casas había una tienda llamada Quickserve, con un montón de cestas de alambre, dispuestas en la calle.

El pub de enfrente, El Alegre Jardinero, aparentemente no había cambiado, si bien en 1943, como niño de nueve años que era yo entonces, no me había fijado demasiado en el establecimiento. Todo lo que recordaba era que la amiga de Barbara, Sally Shoesmith, era la hija del tabernero. Paré el coche en la puerta y bajé para recoger algunas informaciones. En el dintel ya no figuraba el nombre de Shoesmith.

La camarera, simpática por el solo hecho de que me llamó «guapo», salió cortésmente a la puerta para indicarme el camino. No le pregunté si los Lockwood seguían siendo los propietarios de la granja. No sentía grandes deseos de volver a reunirme con ellos.

Cuando empezamos nuestro camino prado arriba, pude comprobar que aquella parte también era diferente. Donde antes me parecía recordar una huerta de manzanos, ahora había tres grandes invernaderos. Por encima del seto vivo que teníamos enfrente se elevaba un silo resplandeciente. No había ningún árbol.

Aminoré la marcha y volví la cabeza a un lado.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó Alice.

– Nada seguro -admití, mientras metía el coche por un camino embarrado en el que los tractores habían grabado profundos surcos-, lo que pasa es que no veo nada más.

La verdad es que no fue exactamente como Retorno a Brideshead, pero sí que sentí como un hormigueo en la base del cuello cuando, en el parabrisas húmedo, apareció un grupo de edificios de piedra. Eran más pequeños que los que componían la imagen guardada en mi imaginación, pero también más sólidos; la granja, maciza, construida con grises ladrillos, el almacén de la sidra al lado, el cobertizo con el tejado de cinc que se prolongaba hasta más allá de los límites del huerto, la estructura abierta en la que se estacionaban los vehículos de la granja, el granero grande frente a la casa y, solitario, el granero pequeño, de siniestra memoria.

– ¿Lo hemos encontrado? -preguntó Alice con un suspiro dramático.

Pronuncié en un murmullo una palabra afirmativa y, atravesando la era empedrada, avancé hasta situarme al lado de un tractor.

Alice, encorvada, se retorcía las manos:

– Estoy muy nerviosa.

– ¿Has cambiado de parecer?

– ¿Estás de guasa?

Abrió la portezuela del coche y bajó.

Nadie salió a preguntar qué queríamos. Nos quedamos en medio de la era mientras la lluvia caía con fuerza sobre nosotros. Con el bastón, le indiqué el edificio color de miel, adosado a la granja.

– La casa de la sidra. ¿Quieres entrar?

– Pues, ¡claro!

Hubiera debido de imaginarme que Gifford Farm había dejado de producir sidra en 1945. En los bares de la localidad todavía se hacían chistes macabros sobre los tiempos en que se podía beber sidra con cabeza incluida.

La maquinaria utilizada para su elaboración había desaparecido y el edificio se había convertido en depósito para el forraje de los animales, cuyo olor acre detuvo al momento nuestros pasos. Nos quedamos ante la puerta abierta.

– Éste solía ser el lugar de reunión -informé, nostálgico, a Alice, como si me hubiera pasado la vida trabajando en aquel sitio-. En un día como hoy, todos habríamos estado aquí reunidos, lamentándonos por causa del tiempo. Los domingos por la mañana esto parecía un pub y se llenaba de vecinos que venían a buscar una pinta de sidra.

– ¿Vino mi padre aquí alguna vez? -preguntó Alice.

– Solía aparcar el coche aquí mismo, exactamente en el lugar donde nos encontramos.

Se mordió los labios y se apartó.

– ¿Quieres enseñarme el granero donde ocurrió?

Le indiqué con el dedo el pequeño edificio gris, apartado del resto de edificaciones.

– ¿Seguro que podrás soportarlo?

– Vamos a probarlo.

Cogiéndome de la mano que tenía libre, empezamos a caminar entre los charcos. Necesitaba calor humano, al igual que yo.

En la era, la lluvia amortiguaba los olores de la granja pero cuando abrí la puerta del granero, me recibió el dulce olor del heno, profundamente evocador. Aquel sitio seguía siendo utilizado con la misma finalidad de otros tiempos y el ambiente seco que tan bien conocía penetró a través de mi nariz y de mi garganta.

Reprimiendo mis emociones, dije a Alice:

– Está exactamente como lo recuerdo: el perfume, la distribución de las balas, todo…