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– ¿No te parece que estás apartándote de la cuestión? ¿Crees que vale la pena ocuparse de Harry? ¿Qué importancia tiene en el caso?

Alice dejó de peinarse y bajó los párpados de una manera que me obligó a pensar que ojalá no hubiera hablado tan a la ligera. La estaba tratando como a una alumna de segundo año que se hubiera equivocado en un examen sobre el sistema feudal. Sin las gafas y con la cabellera suelta sobre sus espaldas -tenéis razón, mujeres, soy un machista empecinado- resultaba extraordinariamente atractiva.

Le asesté una nueva estocada:

– Alice, me doy cuenta de que vas a sufrir mucho hasta que veas un poco claro en lo que acabamos de escuchar. No quisiera presionarte, pero si puede serte de alguna ayuda hablar…

Levantó el rostro y dijo solamente:

– Por favor, Theo…

Atribúyalo al fuego que quemaba en el hogar, al brandy o a aquella confianza que dejaban traslucir sus ojos azules, pero si en aquella relación nuestra hubo un momento en que prometió convertirse en algo más, ese momento era el que vivimos entonces: la deseaba.

Se produjo como una laguna antes de conseguir dominar suficientemente mis emociones y poder decirle:

– De acuerdo. Vamos a comparar lo que sabemos acerca de Harry, el soldado americano, y de tu padrastro. Veamos si estamos hablando de la misma persona. Harry debía ser algo mayor que Duke, digamos que tenía unos veinticinco años en 1943. Contaba con algunos años más de servicio y había pasado a ser sargento, aunque después perdió los galones por alguna cuestión de tipo disciplinario.

– Las edades corresponden -confirmó Alice-. Henry tenía veintinueve años cuando se casó con mi madre.

– Bajo… alrededor de un metro sesenta y dos… corpulento, con el pelo castaño claro, rizado.

– Creo que sí -dijo ella con el ceño fruncido y un aire de máxima concentración-. Dedos regordetes, manchados de nicotina, uñas pequeñas y comidas, como si crecieran para adentro…

– ¡Exacto!

Había presenciado cómo Harry se servía de aquellas manos repulsivas para desprender hojas y trocitos de ramaje del pelo de Sally.

– ¿Debemos continuar?

Alice movió negativamente la cabeza.

– No necesito más pruebas. Me doy cuenta de cómo ocurrieron las cosas. Harry es el compañero de mi padre. Cuando Harry volvió a los Estados Unidos, fue a visitar a mi madre para saludarla y ofrecerle unas palabras de consuelo. Ella estaba con la moral por los suelos. Una viuda de veintidós años con una niña que mantener. Ni siquiera podía decir que su marido había muerto en el campo del honor, ni verse con otras viudas de guerra, ni cobrar una pensión de viudedad. ¿Es de extrañar que se casara con Harry, como quien se agarra a un clavo ardiendo?

– ¿Es de extrañar que saliera mal?

Ella se quedó mirando fijamente las llamas.

– Me importa muy poco que fuera el compañero de mi padre. Era un imbécil.

Pasado un momento, le pregunté:

– ¿Cuándo abandonó Harry a tu madre?

– Yo tenía ocho años. En 1952.

– Creo que me dijiste que había vuelto a Inglaterra y que se había casado por segunda vez.

Volvió hacia mí su rostro con los ojos abiertos y atónitos.

– Debió de volver aquí para buscar a Sally, su amor de guerra. Theo, ¿crees que fue esto lo que ocurrió?

– Vamos a averiguarlo, si es que podemos.

Me volví y miré hacia la barra. Uno de los viejos se había ido.

– ¿Algo más, encanto? -preguntó la camarera.

Ninguno de los dos había terminado el brandy.

– No, gracias, pero tal vez usted podría ayudarnos. ¿Este pub, durante la guerra, era propiedad de un tal Shoesmith?

La camarera asintió con la cabeza.

– Creo que se fue alrededor de los años cincuenta. ¿Qué año fue la coronación?

– ¿Usted los conocía?

– Todo el mundo conocía a los Shoesmith. Eran del pueblo. Vivían aquí desde hacía generaciones.

– ¿Ya no están?

Se persignó y dijo:

– Criando malvas, mi vida. Me refiero a los padres, Sally, la hija, todavía colea, hasta cierto punto…

– ¿Qué quiere usted decir?

La camarera apartó la mirada.

– Rumores, tesoro, rumores. Sally se casó y vive en Bath.

– Eso hemos oído. Con un americano.

Era evidente que estaba contenta de hablar de otra persona.

– Ése no para un momento. Y atrevido, además. Aquí viene a menudo y se toma todo tipo de libertades. Aquellas manitas van locas, ¿me entiende? Está metido en negocios de antigüedades y le va a las mil maravillas: un Mercedes blanco, una casa en Royal Crescent… así que puede pagarme un Martini cuando me ofende, y la verdad es que me ofende siempre.

Le devolví la sonrisa.

– ¿Recuerda en qué año se casó con Sally?

– El mismo en que la familia se deshizo del pub. Aquel verano hubo cantidad de fiestas. La coronación, la boda y la despedida.

– 1953 -contribuyó inesperadamente el viejo.

Miré a Alice.

Se había vuelto a poner las gafas y me estaba estudiando a través de ellas como si estuviera madurando una decisión.

– ¿Theo?

– ¿Sí?

– No creo que pueda enfrentarme sola con Harry.

– ¿Tienes que enfrentarte con él?

Suspiró.

– Es esencial. Él tiene que saber todas las respuestas.

– Y quieres que yo te lleve a Bath.

Al salir, di las gracias a la camarera y la invité a un Martini. El viejo se reanimó y dijo que lo suyo era una pinta de Usher y añadió que era probable que aquélla fuera la que se había ganado más limpiamente desde el año de la coronación.

13

No me importa decir, como medievalista que soy, que la tan cacareada arquitectura georgiana de Bath me deja frío. Y que la encuentro aburridamente gris. En mis dos años de doctorado en Bristol no estuve más de tres veces en Bath (ciudad de la que estaba separado por un trayecto en tren de veinticinco minutos) y siempre para visitar las librerías de ocasión.

Sin embargo, en aquel atardecer de octubre, mientras me acercaba en coche a la ciudad al anochecer, con Alice a mi lado, me fue dado contemplarla desde las alturas que se levantan en su parte sur, y la imagen me cautivó. Bajamos del coche para disfrutar mejor de aquella vista. Los rayos del sol, anaranjados a esa hora, atravesaban una nube púrpura y recortaban el complicado perfil de los edificios con cegadora claridad. Desde la sombra de las colinas que rodeaban la ciudad, hileras de luces, igual que fulgurantes gotas de agua, convergían hacia la abadía, inundada de luz.

Yo estaba al lado de Alice. No se había molestado en trenzarse el pelo al salir del pub y unas hebras de sus cabellos se agitaban y me rozaban la mejilla. Acerqué la mano a la suya y nuestros dedos se enlazaron. Cuando volvió el rostro hacia mí para decirme algo, bajé el mío para besarla.

Pero ella se hizo atrás, como si yo tuviera la peste.

En cambio, era la misma chica que la noche anterior se había despojado de todas sus ropas y me había esperado en la cama.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– No quiero -dijo mientras daba otro paso hacia atrás.

Sonreí como tomando la cosa en broma.

– No me importa jugar a robar besos, pero sí con este código.

Alice se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te lo tomes con calma.

Tirándose nerviosamente del cabello, explicó:

– Siento fastidiarte, pero no me sentiré tranquila mientras tenga todas estas cosas en la cabeza.

Así es que volvimos a meternos en el coche y comenzamos a bajar la cuesta en dirección a Bath. No soy de los que tratan de imponerse a las mujeres, ni tampoco de los que les van con súplicas. Pensé que lo mejor era olvidarlo, pese a que la cuestión seguía preocupándome.