No había tiempo para entregarse a reflexiones. Estábamos en el Circus, nos aproximábamos a Royal Crescent y todavía no nos habíamos puesto de acuerdo sobre la manera de enfocar el encuentro con los Ashenfelter. No es que esperásemos que salieran a recibirnos con una escopeta, pero preveía que surgirían problemas si Alice le salía a Harry con un montón de quejas por el hecho de haber abandonado a su madre. Antes de enfilar Brock Street, di una segunda vuelta al Circus.
– En cuanto a esta gente… -dije-. Debemos tener presente que no nos han visto desde que éramos niños. ¿Por qué no te mantienes en el anonimato, por lo menos al principio?
– ¿Quieres decir que no les diga quién soy?
– No tienes por qué facilitarles la información. La cosa podría llevarnos por mal camino.
– Lo encuentro tortuoso. A mí me gusta ir al grano con la gente -dijo, con aire titubeante.
– ¿Como cuando te instalaste con la bandeja en mi mesa, en el restaurante de Ernestine?
– Te dije cómo me llamaba -protestó tomando aliento.
– ¿Y qué más?
– Necesitaba conocerte primero.
– Ganar mi confianza.
– Bueno, sí, pero… -su voz se arrastraba indecisa.
– De lo que hay que hablar ahora, Alice -intervine-, es de lo que piensas sacar de ese encuentro… suponiendo que se avengan a hablar con nosotros. Si lo que quieres es una reunión de familia, es cosa tuya, pero si lo que buscas es que te den algunas aclaraciones con respecto a la conducta de Duke en 1943, te aconsejo que hagas las cosas a mi manera.
Tras una pausa para reflexionar, murmuró:
– ¡Está bien!
Yo, por así decirlo, había soltado las amarras de Bath, así que no iba ahora a encandilarme con Crescent. Para los que no conozcan el sitio, diré que está construido en terreno elevado y que ofrece una vista de la ciudad al otro lado de un parque abierto. Está constituido por un único bloque de treinta casas de tres pisos, que forman una curva elíptica, con una fachada de catorce columnas jónicas y una balaustrada a la altura del tejado. ¿Qué más hay que decir?
Pasamos rebotando por la carretera empedrada y paramos bajo un farol, en el extremo opuesto de la misma. Alice confirmó que detrás de las persianas de Harry había luz.
Harry en persona nos abrió la puerta.
Le pedí disculpas por haberlo molestado y le expliqué que veníamos de Christian Gifford y que yo era el niño refugiado con quien él y Duke habían hecho amistad en 1943.
Sin embargo, aquellas palabras no fueron el pase de entrada con el que yo esperaba franquearme la puerta.
– ¿De veras? -dijo, sin mostrar la más mínima sombra de interés.
Los años habían abierto surcos en el perfil de Harry y habían hecho de un rostro parecido al de James Cagney otro que estaba más próximo a Edward G. Robinson; bolsas alrededor de los ojos, papada bastante acusada, menos cabello y bifocales de montura gruesa. Nunca había sido demasiado de buen ver, pero daba la impresión de que el tiempo se había llevado toda su alegría. Llevaba zapatillas de piel, pantalones de color claro y un cardigan grueso de color marrón.
– Un tiempo espantoso para todos -intervine-. Te lo aseguro, me he sentido más que agradecido por la amabilidad que han tenido con nosotros las gentes de aquí.
– ¿O sea que?
– Sí, pues que cuando he sabido que vivías en Bath, me ha faltado tiempo para pasar por aquí para ver si te localizaba.
Ya empezaba a sentirme como una especie de vendedor de esos que van de puerta en puerta.
– ¿Quién te ha dicho que vivía aquí? -preguntó Harry con aire de quererlos estrangular cuando lo supiera.
– En el pub. Me han dicho que volviste a Inglaterra para casarte con Sally. A propósito, ¿cómo está Sally?
Se llevó la mano rechoncha a la barbilla en un gesto defensivo:
– ¿Conoces a Sally?
– Hemos recogido manzanas juntos, ¿o no?
Mi primera pregunta le había dado una salida.
– Sally no está muy bien, así que ya me perdonarás si no os invito a entrar.
Estaba a punto de rendirme y de dar un empujoncito a Alice para que interviniera con un «adivina quien soy» cuando, de pronto, llamó desde dentro una voz de mujer:
– ¿Quién hay, Harry?
Y acto seguido apareció Sally, ataviada con una bata blanca de estar por casa y unas chinelas de plumón.
Deduje en seguida que era ella. Llevaba gafas oscuras y su cabello pelirrojo había adquirido un tinte anaranjado sintético. A diferencia de Harry, había perdido peso desde los tiempos de las manzanas. Mucho peso. Tenía un aire macilento.
Harry se quedó en la puerta y, hablándole por encima del hombro, le dijo:
– No es preciso que salgas. Puedo arreglármelas solo.
Sally, afortunadamente, pasó por alto su observación.
– ¿Es alguien que yo conozco? -preguntó detrás de Harry, poniéndole una mano en el hombro.
– ¿Cómo dices que te llamas? -me preguntó Harry, como si las palabras fuera atragantándosele una tras otra en el cuello.
Se lo dije.
Se lo repitió a Sally, gritando como si estuviera sorda, y añadió:
– Es el refugiado que estuvo en casa de los Lockwood durante la guerra.
– ¿El niño del flequillo al que le faltaban los dientes de delante? -dijo Sally con una sonrisa-. ¡Vaya mundo tan curioso! Y ha venido con su señora… Pero, ¿qué haces, Harry? ¿Cómo los dejas en la puerta? Hazlos pasar, por el amor de Dios, y que tomen algo…
Harry decidió que aquello no tenía por qué convertirse en un punto de fricción. Se encogió de hombros y dio un paso atrás, permitiendo así que Sally tuviera ocasión de estrecharnos la mano. Yo le presenté a Alice, dándole únicamente el nombre de pila. Estoy seguro de que Harry no la reconoció. Cuando él se había ido de su casa, Alice sólo tenía ocho años.
Yo me esperaba encontrar relojes de los tiempos del abuelo y mesas de palo de rosa, pero la sala de estar en la que nos hicieron entrar estaba amueblada a base de acero, vidrio y cuero blanco. Lo único antiguo de la habitación era la chimenea de mármol y las molduras del techo. Sally, que evidentemente estaba acostumbrada a que la gente se quedara con la boca abierta, explicó:
– Aquí la gente se figura que tenemos pájaros en la cabeza para llenar una habitación como ésta de muebles modernos, pero a Harry le gusta evadirse de sus negocios.
Me encantaba oírla hablar de aquella manera, porque me recordaba los tiempos de Somerset, cuando había recogido para Duke frases como la ya citada: «Or I then?».
– ¿Tienes una tienda en Bath? -pregunté.
– Nones -respondió Harry, en un tono que me hizo desear no habérselo preguntado.
– Tiene tres almacenes. Dos en Bristol y uno en Londres -explicó Sally.
– ¿Qué vas a tomar? -me preguntó Harry.
Había ignorado a Alice, así que me volví hacia ésta para incluirla en la invitación.
Alice me dedicó una sonrisa crispada; estaba extremadamente nerviosa.
– Un zumo de frutas me va perfectamente, si lo tiene.
– Tengo barriles llenos -dijo Harry, como dando la culpa a alguien de que así fuera-. ¿Y tú? ¿Qué vas a tomar?
– Un scotch con soda.
Harry iba a salir de la habitación cuando Sally gritó:
– Y para mí un vodka y… -pero no terminó, porque él había ignorado sus palabras.
Sally nos indicó los asientos con la mano y nos ofreció cigarrillos; tomó uno a su vez y se quedó de pie junto a la chimenea, dejando asomar por la abertura de la bata toda su pierna desnuda.
– Harry es una auténtica águila en el mundo de las antigüedades -nos explicó-. Habéis tenido una gran suerte de encontrarlo en casa, porque siempre está viajando de aquí para allá. Compra inmuebles y exporta gran parte de los enseres a los Estados Unidos.
En ese punto sus ojos viajaron hasta mis zapatos.