Su rostro se tensó en una expresión que no le había visto hasta entonces. La mirada era dura, acusadora.
– Esto no puede ser verdad. ¿No lo entiendes? ¿Qué motivos tenía? Harry nos ha dicho que era inocente. Sally nos ha dicho que no habías entendido nada.
– ¿Qué dices?
– Theo, digo que tú los viste haciendo el amor, viste a tu preciosa e inmaculada Barbara en brazos de Cliff Morton, y la escena te impresionó todo lo que puede impresionar una escena de tal naturaleza a un niño que todavía no ha alcanzado la adolescencia. Lo que viste te resultaba insoportable, por lo que fuiste corriendo a casa y cogiste el arma. Un arma que sabías usar. Después te encaramaste al desván del granero y disparaste contra Cliff Morton.
16
Supongo que no le sorprenderá saber que me levanté y salí del comedor del hotel llamado La Cura Anual, pagué la cuenta, saqué del coche la mochila de Alice Ashenfelter, la dejé en el vestíbulo y desaparecí en el coche.
Supongo que si algún otro conductor se hubiera cruzado aquella tarde conmigo en la A4 o hubiera tratado simplemente de mantenerse en el centro de la calzada, habría habido sangre en la carretera. No se trataba solamente de que yo estaba furioso, sino de que en mi memoria había como una nube carmesí.
Había llegado a Chippenham cuando toda la rabia que llevaba dentro empezó a remitir. Pese a que había presentido el peligro, lo había ignorado sólo porque la chica era rubia, tenía diecinueve años y estaba dispuesta a meterse en mi cama.
Me había dejado engatusar.
Ya era demasiado tarde para correr como un loco por la A4. Tratar de escapar era una ilusión. Alice estaba plenamente convencida de que yo había matado a su padre y la chica ahora iba en busca de sangre. Poco importaba que, cuando ocurrieron los hechos, yo tuviera nueve años. Me había tocado la china.
Tenía una ligera idea de cómo había arreglado las cosas. Había ido corriendo a ver a su periodista favorito, Digby Watmore. Al News on Sunday no le hacían falta pruebas contundentes. Me meterían en el asunto por simple alusión. Fotos del cráneo, un Colt 45 y yo… y, en algún lugar de la parte inferior de la página, Alice, seductora pero sentimental, diría en un titular: «Yo encontré el arma con la que se cometió el asesinato en casa del Dr. Sinclair».
De acuerdo con el procedimiento adoptado por la justicia británica para resguardar el orden y mantener su dignidad, seguiría un largo período de pesquisas, primeramente extraoficiales y más adelante sin prisas, en el curso del cual las cosas pasarían de la policía a los abogados y de éstos a los políticos. Siguiéndola misma pauta, la universidad me iría despojando sistemáticamente de mis responsabilidades: una tutoría aquí, un puesto en el comité allí, y me iría cargando, en cambio, con misiones fuera del recinto de la universidad a expensas de clases para graduados, hasta que mi posición se haría insostenible. Con suavidad, pero de manera inexorable, acabarían poniéndome de patitas en la calle.
Había que hacer algo con Alice.
Era preciso ser práctico.
A las nueve ya había llegado a casa. La primera acción práctica fue servirme un whisky reparador y bebérmelo de un trago. Después me dirigí al estante del vestíbulo donde dejaba las facturas y la correspondencia inútil y cogí algo que había dejado en él horas antes, la tarjeta de visita de Digby Watmore, la cual me confirmó algo que recordaba a medias, a saber, que aquel gordo periodista era un colaborador local del periódico. Me acerqué tarjeta en mano al teléfono y lo llamé.
Digby estaba en casa. Sí, se acordaba de mí. No, no tenía ningún inconveniente en tomar una copa conmigo. Sí, podía trasladarse a Pangbourne en media hora. Se encontraría conmigo en el bar del Cooper Inn.
Teniendo en cuenta que las últimas palabras que yo le había dirigido habían sido de lo más ofensivo, había que admitir que o bien se trataba de un hombre magnánimo o que era un verdadero profesional.
El Cooper Inn está en Egon Ronay, un sitio agradable y bien decorado, aunque excesivamente lujoso para gentes de la calaña de Digby; sin embargo, yo no estaba dispuesto a que lo vieran conmigo en el pueblo donde yo vivía. Me estaba esperando en el interior del local, con su impermeable azul y su sombrero verde y le brillaban los ojillos ante la esperanza de lo que le aguardaba. Toda su persona emanaba un leve olor a sudor. Había que reconocer, con todo, que para tratarse de un peso pesado, se las había arreglado muy bien para llegar antes que yo.
No se reparten premios a los que adivinen que Digby era un bebedor de cerveza. Recogí dos pintas en el mostrador y las llevé hasta la mesa más apartada del mismo.
Como era natural, el hombre estaba deseoso de saber cómo habíamos pasado el día Alice y yo.
Admití que habíamos estado en Somerset. ¿Por qué negarlo? Una de las razones que me habían llevado a aquel lugar era la posibilidad de dar mi versión de los hechos antes de que nadie se me pudiera anticipar.
Digby, con aire nostálgico, exclamó:
– Y ahora que hablamos de los años de guerra… ¿Se acuerda de las Land Girls? En cierta ocasión salí con una. Es increíble los músculos que tenía.
Y a continuación, como si acabara de ocurrírsele la pregunta en aquel momento, preguntó:
– ¿Ha visto a algún conocido?
– A Bernard, el hijo, pero no nos ha invitado a entrar en su casa.
– Así pues, los Lockwood siguen viviendo en el mismo sitio…
– Parece ser que sí, aunque no hemos podido ver a los viejos.
– ¡Qué lástima! Estoy seguro de que le habrían recibido con los brazos abiertos. ¿Qué aspecto tenía la casa?
– Parecía más pequeña… y hoy estaba todo embarrado.
– No parece que el sitio le haya encantado, si me permite la observación -comentó Digby.
– No era la idea que yo me hacía de un día en el campo -dije, y añadí rápidamente-. De todos modos, la idea fue de Alice.
Digby, con aire divertido, barbotó:
– ¡Vaya con la impaciente señorita Ashenfelter! Una chica que es un verdadero bombón, todo hay que decirlo. Vale la pena hacerle un favor.
– No me guían segundas intenciones -le corté con frialdad.
– No lo he pensado ni un solo momento, querido amigo -me aseguró Digby-. Quizá no se trate tanto de un favor como de una recompensa, ¿no le parece?
Volví el rostro sin hacer ningún comentario.
– La chica había pasado la noche en su casa cuando hemos ido a visitarle esta mañana, ¿no es así?
– En efecto -respondí-. Llegó a casa muy tarde.
Como buen periodista del News on Sunday, la mente de Digby parecía discurrir por un carril único.
– Y después de pasar un día en el campo, ¿se ha quedado en casa para tomarse un baño largo y reconfortante o para calentar la cama?
Era evidente que ella no lo había telefoneado todavía.
– La he dejado tomándose un café -respondí omitiendo decirle en qué sitio-. La verdad es que quería hacerle a usted unas preguntas sobre Alice.
El hombre sonrió lascivamente.
– No me parece que haya mucho que averiguar.
– Muy al contrario. Llega de América y solicita consultar los archivos del News on Sunday y, en menos que canta un gallo, tiene a su periodista y a su fotógrafo. ¿Qué pasa? ¿Es que ha hecho un trato con usted?
– Conmigo no, amigo. Yo no hago más que obedecer instrucciones de Londres.
– Pero, ¿qué espera sacar el periódico de todo esto?
– Una historia de interés humano. La chica es rubia, tiene veinte años y es la hija de un asesino condenado a muerte. Además, ha venido a Inglaterra para averiguar ciertas cosas acerca de su padre. El material es bueno.
– Pero hay algo más que todo esto. Ustedes se han tomado la molestia de localizarme. ¿Por qué? En 1943 yo no era más que un niño.