El partido de rugby internacional, presentado por el programa Grandstand de la BBC, me ocupó agradablemente gran parte de aquella tarde. Y más tarde, junto con mi compañera Val Paxton, enfermera del Hospital General de Reading, fui al Odeon a ver Qué noche la de aquel día. Ni a ella ni a mí nos pareció gran cosa. Lo mejor que podía decirse de aquella película es que, gracias a algunas canciones memorables y a un diálogo ingenioso, se contribuía a hacer soportable la extrema simplicidad de su línea argumental. Val, a la que no le entusiasmaban demasiado los Beatles, hubiera preferido ir a ver King and country, de Losey, en el ABC, pero yo no tenía la más mínima intención de pasarme la noche sometido a un consejo de guerra. Si considera que mi actitud fue deplorable, teniendo en cuenta que soy profesor de historia, al negarme a ver uno de los dramas más impresionantes que se han filmado nunca sobre la primera guerra mundial, admito que está perfectamente en lo cierto. Usted está en lo cierto y yo soy sincero, así que estamos empatados…
A continuación, mientras tomábamos una copa, Val me dijo que había estado pensando en la relación que existía entre nosotros y que consideraba que, dejando aparte nuestras visitas al dormitorio, de hecho el contacto entre los dos era escaso. Hablando en plata, que le había entrado la sospecha de que las enfermeras no servían para otra cosa. Añadió que el tiempo libre de que disponía era demasiado precioso para malgastarlo en cosas que, en realidad, no le gustaban. Que, mientras habíamos estado viendo la película, no había dejado un solo momento de pensar que algo entre nosotros debía de funcionar mal cuando éramos capaces de estar juntos y aburridos, sentados uno al lado del otro, un par de horas seguidas. Le pregunté qué hubiera preferido hacer y me contestó que hubiera preferido bailar, sugerencia realmente llena de promesas para una persona como yo, que necesita un bastón para desplazarse de un lado a otro.
Después de aquello las cosas fueron de mal en peor. La joven echó sobre mí toda la caballería a la que se suele recurrir en estos casos con respecto a los hombres que tienen la costumbre de autocompadecerse, a lo que yo respondí que, en el supuesto de desear ganarme las simpatías de alguna persona, la última sería una enfermera. No fue aquélla precisamente una de esas salidas en las que una discusión termina en reconciliación apasionada, sino que acabó en la manifestación por mi parte del tajante deseo de que mi amiga pasara una noche apacible, manifestado en la puerta de la residencia de enfermeras.
Eran poco más de las once y media de la noche cuando, después de deshacerme del coche, me encontré delante de la puerta de mi casa. Cuando anteriormente dije que mi casa está situada en Pangbourne y que se encuentra junto al río, lo más probable es que usted diera por sentado que el río al que yo hacía referencia era el Támesis. Cualquiera que oiga hablar del río Pang probablemente lo situará en China o en Birmania, pero quisiera que se me prestara crédito cuando digo que dicho río tiene sus fuentes en Wessex Downs y que, antes de verter sus aguas en el Támesis, al sur de Pangbourne, describe una suave curva en forma de «U» a través de una zona rural de Berkshire que cubre alrededor de doce millas. El Pang pasa rozando el borde de mi jardín y, si lo llamo «río», probablemente exagero, porque la verdad es que tiene más de torrente poblado de truchas que de auténtico río. Si entro a hablar de estos detalles es para explicarle que vivo en un sitio más desolado de lo que usted posiblemente había imaginado. En realidad, no estoy aislado -quisiera puntualizar este extremo-, porque tengo tres casas al alcance de la voz, pero es un hecho que la zona es muy poco frecuentada por gente forastera. Y éste es el motivo de que quedase muy sorprendido cuando mi bastón chocó, en el suelo del sendero que atraviesa mi jardín, con un objeto que resultó ser una mochila.
Fácilmente hubiera podido tropezar con el objeto en cuestión, ya que su propietaria la había dejado sobre la estera que tengo ante la puerta para limpiarme de barro los zapatos antes de entrar en casa. Supongo que ya habrá imaginado que no abrigaba demasiadas dudas con respecto a la persona a la que pertenecía aquella mochila. Pese a que contaba como única luz con la de la luna, podía ver la bandera de barras y estrellas cosida sobre la tela. Sin embargo, Alice Ashenfelter no era visible.
Después del fracaso que acababa de apuntarme, lance que había arruinado mi noche del sábado, no puede decirse que me sintiera demasiado bien dispuesto en relación con el sexo opuesto. Aspiré una profunda bocanada de aire, busqué la llave y me metí en casa sin pararme a pensar si la chica podía estar o no en algún lugar del jardín. Ni busqué ni me puse a dar voces, sino que cerré la puerta tras de mí, me metí en la cocina y comencé a prepararme un café.
La verdad es que no esperaba que la chica se hubiera quitado de en medio. Si, por la razón que fuera, no me había visto entrar, era seguro que ahora vería las luces. En cualquier momento podía llamar a la puerta, por lo que yo debía estar mentalmente preparado para resistirme a su llamada. El inconveniente era que mi resistencia presentaba bastantes fallos ante las tácticas que ella solía desplegar y sabía que, si no respondía a su llamada, me pasaría el resto de la noche preguntándome cómo iba a arreglárselas para dormir al raso, perdida en aquel remoto rincón de Berkshire, un sábado por la noche.
Mi imaginación comenzó a recorrer caminos morbosos. Me imaginé declarando ante un tribunal de Reading y esforzándome en explicar por qué motivo me había empecinado en cerrar la puerta de mi casa a una muchacha de visita en Inglaterra, muchacha a la que yo conocía, que me había ayudado a cambiar una rueda del coche nada menos que el día anterior y que no me había pedido otra cosa a cambio que un civilizado intercambio de impresiones. Y, por otra parte, una muchacha que, a consecuencia de mi falta de hospitalidad, había tenido que echarse a la carretera, parar una furgoneta cargada de músicos borrachos que habían abusado sexualmente de ella y que, después, la habían arrojado de nuevo a la cuneta desde el coche en marcha causándole una fractura de cráneo de fatales consecuencias. Incluso veía a sus padres, llegados de Waterbury, Connecticut, que habían acudido para el entierro, los ojos enrojecidos por el llanto y que, de pie al otro lado de la sepultura, clavaban en mí unos ojos incapaces de comprender que un ser humano pudiera tener tan mala entraña como yo.
Para cortar aquella cadena de imágenes que no conducían a nada, puse en marcha el televisor y ante mis ojos apareció la figura de un obispo leyendo el sermón. Aquella imagen me pareció tan oportuna que solté una carcajada. ¡Por el amor de Dios! (como acababa de decir el obispo), ¿de qué podía quejarme si, justo cuando una chica acababa de darme un puntapié, tenía a otra esperando al otro lado de la puerta?
Eliminé al obispo, tomé un sorbo de café y consideré las opciones que se me ofrecían. Era ya medianoche, si Alice Ashenfelter había venido a visitarme, era indudable que había planeado pasar la noche en mi casa. Estoy seguro de que habrán oído hablar de las costumbres avanzadas de los años sesenta, pero créanme si les digo que, para Reading y para el año 1964, la chica se adelantaba mucho a los tiempos.
¿Había venido hasta aquí atraída por mi encanto viril? Cierta vez alguien me había asegurado que había mujeres que se sentían fuertemente atraídas por los lisiados -¿quién era yo para poner objeciones a sus gustos?-. De todos modos, aquél era un extremo que estaba por confirmar, porque hasta aquel momento siempre había considerado la afirmación un desvarío de algún tipo poseedor de una pierna ortopédica.