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– Un testigo clave -dijo Digby.

– ¿Qué quieren de mí, entonces?

– Ella nos pidió que lo localizáramos.

– Está convencida de que su padre fue condenado injustamente.

– Eso parece.

– A usted no parece sorprenderle. Supongo que debe de haber sido el periódico el que le ha metido la idea en la cabeza.

Digby trató de parecer inescrutable.

Yo, haciendo lo posible para contener la indignación que me invadía, le espeté:

– Oiga, ¿es que su periodicucho tiene algún sentido de la responsabilidad? Esta chica es una fanática. Está soltando las acusaciones más extraordinarias. Hoy mismo, en un momento dado, ha llegado a sugerir que fui yo quien hizo el disparo fatal. Imagínese, un niño de nueve años…

– La verdad, esto ha sido pasarse de la raya -tuvo la gentileza de decir Digby.

Esperaba que se lo tomase de la misma manera cuando la chica le viniese con el cuento.

– Es una calumnia de lo más estúpido y, suponiendo que me la tome en serio, me gustaría saber con toda exactitud hasta qué punto tiene que ver en esto su periódico.

Digby metió toda la boca en el vaso de cerveza.

Despachado este extremo, dije en tono indiferente:

– Lo que me molesta es que, de existir una base para dudar del veredicto de Donovan, no es ésta la forma más adecuada de analizar la cuestión.

– Posiblemente, no -admitió Digby.

– Como periodista de temas criminales, usted conoce los procedimientos -proseguí-. Supongamos que surgiera alguna prueba al considerar la posibilidad de que la justicia se hubiese equivocado y hubiese condenado, por error, a un inocente. En realidad, no condenado sino colgado. ¿Podría emprenderse alguna acción legal para redimir su buen nombre?

Las protuberancias carnosas que rodeaban los ojos de Digby se aplastaron y desplazaron lateralmente, revelando una mirada en la que brillaba un atisbo de interés:

– ¿Se trata de una hipótesis?

– Naturalmente.

– Pues, dependería…

– ¿De qué?

– En primer lugar, de la calidad de la prueba en cuestión.

– Una prueba irrefutable.

Digby aspiró profundamente por la nariz.

– Sería imprudente por su parte alegar que era irrefutable. ¿De qué estamos hablando? ¿De pruebas de tipo forense, de un nuevo testigo o de qué?

– No importa. Supongamos que la prueba que justificara una revisión del caso fuera aplastante.

Sonrió irónicamente.

– Es posible que fuera aplastante para usted o para mí, amigo mío, pero trate de que lo sea para el Ministerio del Interior y verá qué pasa.

– ¿Éste es el procedimiento? ¿Hay que apelar al Ministerio del Interior?

– Puede probar.

– No lo dice con tono optimista.

– Conozco personalmente a tres familias que se han pasado años haciendo peticiones.

– Así pues, ¿qué me aconseja?

Apuró el vaso, me observó con mirada astuta y dijo:

– Todavía no tengo suficiente base para dar consejos.

Mientras aguardaba a que me sirvieran, hice una evaluación de la situación. No iba con mi naturaleza hablar con la prensa, pero estaba completamente convencido de que Alice se pondría en contacto con él al día siguiente por la mañana.

Mientras dábamos cuenta de la segunda pinta, le di un informe rápido de los descubrimientos del día hasta el momento de nuestra salida de Royal Crescent, si bien omití cualquier explicación relativa a la decisión de Alice de pasar la noche en un cochambroso hotel de Bath. Él se mantuvo todo el tiempo a la escucha sin hacer ningún comentario, a excepción de un regüeldo que yo preferí considerar involuntario.

Posiblemente consideró que en cierto modo salía beneficiado, puesto que acabó por abandonar el asiento para pedir a su cuenta la siguiente ronda. Al regresar con los vasos, me preguntó qué pensaba hacer a continuación.

– Si estoy aquí es para decírselo -expliqué. ¿De qué va a servir continuar por esta vía, abrir viejas heridas, si al final no ha de conseguirse nada?

Digby sopesó la pregunta.

– Francamente, la posibilidad de conseguir un indulto para Donovan, si ésta es su idea, es menos que infinitesimal. Se lo he dicho después de tomar dos pintas de cerveza, ¿verdad? -me dijo-. Como usted bien sabe, se trata de un caso que aparece en los libros de texto. Nadie que haya pasado por un curso de formación policial ignora el caso del cráneo encontrado en el barril de sidra.

– Nadie ha puesto en tela de juicio la labor que se hizo con el cráneo -puntualicé.

– Pero sería como echar tierra encima de todo el trabajo realizado si de pronto apareciese un tío listo de Pangbourne para demostrar que se equivocaron de persona.

– Realmente es así, pero…

– Aparte de que hay otra cosa. Y en esto quien habla es un periodista escrupuloso; no hay que olvidar el aspecto internacional. Los soldados americanos nos ayudaron a ganar la guerra. ¿Cómo les demostramos nuestra gratitud? El hecho no contribuiría demasiado a la alianza atlántica, ¿no le parece? ¡Es una patata caliente, de veras que lo es!

– Me está diciendo que no conseguiríamos nada a través de los canales oficiales.

En realidad era lo que yo estaba esperando que dijera.

– Nada, a no ser una confesión firmada por el asesino, serviría de nada.

Y tras vaciar de nuevo su vaso, añadió:

– Tenga en cuenta que no es más que una opinión personal.

– En consecuencia, ¿qué me aconseja?

Digby se recostó en el asiento, exhibiendo al hacerlo una triple papada debajo de la barbilla y dijo:

– La única manera de ganar esta jugada es una llamada directa a la puerta de los estamentos oficiales. No hay más.

Haciéndome el inocente, insistí:

– ¿Cómo llevaría usted el caso?

– Pues a través del periódico… siempre que contásemos con la prueba.

En voz baja, dije:

– Es posible que la pueda conseguir. Me refiero a pruebas reales, no a alocadas acusaciones.

Su boca se abrió de par en par y en sus ojos apareció una mirada vidriosa. De pronto empezaba a cobrar forma para Digby Watmore la noticia de su vida.

– ¿Necesita que yo le preste alguna ayuda?

– No.

– Para manejar este asunto, nos bastamos usted y yo -dijo con el rostro como la grana-. Tal como están las cosas, no hay ninguna necesidad de solicitar ayuda a los muchachos de Fleet Street. Estoy plenamente seguro de que podríamos llegar a un acuerdo. Y sé que el acuerdo sería generoso.

– Esto, para mí, no tiene ninguna importancia.

– ¿Qué necesita, entonces?

– Tiempo. Simplemente dos o tres días sin que la señorita Ashenfelter ande pegada a mi espalda como si fuera mi sombra.

– ¿Me dará la exclusiva?

Le tendí la mano derecha.

Digby, con una sonrisa descomunal, se apoderó de ella.

17

Lunes, diez de la mañana.

Veintiséis alumnos de primer curso me contemplaban expectantes. En su programa figuraba, para esta hora, una conferencia sobre el Venerable Beda. Pero les aguardaba un desengaño.

Fiel al convencimiento de que la sinceridad es la mejor política que se puede adoptar, no dudé en anunciar:

– Debo confesar que no he preparado la lección y que, en lugar de pasar el fin de semana con Beda, lo he pasado con una rubia.

Mis palabras fueron acogidas con muestras de incredulidad y con la sonora manifestación de que debía avergonzarme de decir tal cosa.

– La verdad es que estoy muy avergonzado -les dije-. Y para salvar mi buen nombre y mi buena fama les he traído unas cuantas diapositivas de las grandes catedrales y abadías de Europa. ¿Quiere hacerme el favor de apagar las luces, señorita Hooper?

Gracias sean dadas a Dios por las grandes catedrales y abadías de Europa. Mi primera reacción al levantarme por la mañana a las ocho y media había sido localizar la sal de frutas y el proyector de diapositivas, simplemente como elementos sustitutorios de una disertación de una hora sobre el Venerable Beda.