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Terminado este paréntesis, procedí a hacer una llamada telefónica desde la sala de profesores, a la que respondió Sally Ashenfelter, la cual me recitó su número de teléfono con una sobriedad edificante en extremo.

– Soy Theo Sinclair -le dije-. Estuve ayer en tu casa, ¿me recuerdas?

La verdad es que yo estaba muy lejos de pensar que me recordara.

– Por supuesto que sí. Eres el refugiado, ¿verdad? Lamento mucho que mi marido no esté en casa, amigo Sinclair.

– Bueno, la verdad es que con quien quiero hablar es contigo.

– ¿Conmigo?

– El domingo no tuvimos ocasión de hablar demasiado y hay un par de cosas que me gustaría enormemente preguntarte.

– ¿De veras?

– Te hablo desde la universidad, Sally Ashenfelter, es decir, un lugar público. ¿Qué te parece si nos encontráramos en algún sitio?

Ya iba a decir «para tomar una copa» cuando el sonido de botellas de vodka vacías tintineó en mi cabeza poniéndome en guardia.

– ¿Quieres decir en Bath? -preguntó Sally.

– Sí, en The Pump Room -dije, movido por un impulso-. Simplemente para tomar un café.

Titubeó un momento.

– ¿En qué día estás pensando?

– ¿Qué te parece mañana?

– Veamos… Como Harry estará fuera de casa todo el día, es perfecto. Por la mañana tiene que venir alguien a casa, pero puedo arreglarlo y posponer la visita.

Se quedó reflexionando un momento y dijo como si fuera la cosa más natural de este mundo:

– ¿Qué te parece si tomamos una copa en Francis a la hora de comer?

Los alcohólicos son de lo más astuto.

– Difícil -respondí-. Mejor un té en The Pump Room.

Se echó a reír.

– ¿Bocadillos de pepino, orquesta y todo lo demás? De acuerdo. Pues que sea a las tres, antes de que el local esté atestado.

– Reservaré mesa -le prometí.

Pasé la hora siguiente en la pequeña biblioteca del departamento de historia guiado por el único propósito de matar el tiempo.

A la hora de comer recogí todos mis libros, formé con ellos un montón ordenado, bajé la escalera y, después de atravesar dos puertas giratorias, me introduje en un exiguo despacho donde Pippa, una secretaria que nada tenía de exigua, recibía a los visitantes antes de que se dirigiesen al departamento de psicología. Pippa era capaz de dejarte clavado en la pared de un resoplido.

– ¿Quién está de turno? -le pregunté-. ¿El cátedro?

Pippa movió negativamente la cabeza, pero al hacerlo, movió todavía más otras partes de su cuerpo.

– Una conferencia en Liverpool.

– ¿Y el doctor Ott?

– Acaba de terminar un seminario en el aula diecinueve.

Simón Ott levantó sorprendido la cabeza al entrar yo y encontrarlo rebobinando una cinta. Le pregunté si podía dedicarme unos minutos. No nos conocíamos demasiado, pero esto, para mí, era más bien un aliciente.

– Estoy tratando de aclarar ciertos hechos discutibles -le expliqué.

– ¿Referentes a mí?

Sobre su rostro, como una máscara, apareció una expresión llena de cautela. Era un hombre bajo, pulcro, que rondaba los treinta años, con una cierta debilidad por los trajes oscuros, las camisas color crema y las corbatas de un solo color, generalmente de la gama del marrón.

– No, referentes a mí. Necesito consejo.

– ¡Ah, bien! -dijo, un poco más asequible-, lo que pasa es que no tengo mucho tiempo. A las dos tengo reunión.

– ¿No podríamos comer juntos?

Echando una mirada a mi bastón dijo:

– Generalmente doy un paseo a esa hora.

– ¿Piensa que no le podría seguir?

Vaciló un momento.

– Si no me atañe personalmente a mí…

– Su especialidad es la memoria y su funcionamiento, ¿no es verdad?

Su rostro tuvo una reacción doble, la mención de la memoria provocaba una respuesta interesada por su parte, mientras que la revelación de que pensaba hacerle algunas preguntas lo llenaba de inquietud. Afortunadamente para mí, prevaleció la curiosidad. Quedamos en un lento paseo por Whiteknights Park.

Sin detenerme en preámbulos, le referí la escena que recordaba haber visto en el granero de Gifford Farm el Día de Acción de Gracias del año 1943. Le hablé del suicidio de Barbara y me dejé en el tintero todo lo relativo al asesinato y al juicio. No había ninguna necesidad de meterse en todos aquellos berenjenales sensacionalistas.

– El caso es que tuve que hacer una declaración -expliqué, dejando que supusiera que era para las investigaciones propias del hecho-. Lo que entonces dije está archivado, así es que puedo comparar mis recuerdos con lo que manifesté en aquella ocasión. No se han modificado. Lo recuerdo todo tal como lo describí entonces. Lo que presencié fue, sin lugar a dudas, una agresión sexual de extraordinaria violencia. Pese a todo, hace muy poco tiempo, cierta persona alega que la descripción que hice en aquel entonces no corresponde a lo que ocurrió realmente y que, en realidad, aquello era un acto sexual apasionado. Esta teoría está respaldada por ciertas pruebas secundarias. No pretendo decir que esto haya hecho tambalear mis recuerdos, porque la verdad es que no es así…

– ¿Por qué acude a mí entonces? -preguntó Ott, cargado de razón.

Moví vagamente la mano.

– Ya sabe, hay quien dice que la memoria juega a veces malas pasadas.

Su mirada se perdió a lo lejos, hacia unos estorninos que volaban en dirección a una extensión de hierba segada, cerca del Museo de la Vida Rural.

– Dígame una cosa, ¿conocía a las personas involucradas en el acto?

– A la chica más que al hombre. Para mí él era prácticamente un extraño.

– Pero la conocía a ella. ¿Quiere decir que le gustaba aquella chica hasta el punto de identificarse emocionalmente con ella?

– Sí, posiblemente.

– En consecuencia, aquella imagen, prescindiendo de lo que pudiera representar, tuvo que ser forzosamente traumática para usted.

– No cace ninguna duda. Al contemplarla, mis ojos se llenaron de lágrimas.

Seguimos caminando un trecho en silencio, mientras él parecía sumido en profunda reflexión. Después siguió:

– El cerebro tiene diversos mecanismos de defensa para hacer frente a la angustia. Por ejemplo, puede reprimir recuerdos inquietantes o perturbadores empujándolos hacia el inconsciente.

– Como una forma de olvido, ¿verdad? -dije-. En mi caso particular estamos hablando de recordar algo que resulta desagradable.

– Así es.

– Quiero decir que cabe dentro de lo posible que yo distorsionara el recuerdo.

– Es posible -dijo Ott-. El ejemplo clásico es el citado por Piaget, el psicólogo suizo, el cual recordaba a un hombre que había querido robarlo del cochecillo donde él se encontraba metido mientras la niñera lo paseaba por los Campos Elíseos. Ésta había conseguido librarse del raptor, quien le había cubierto el rostro de arañazos. El hombre consiguió escapar poco antes de que llegara al lugar del suceso un gendarme con su capita y su porra blanca. Piaget conservó hasta bien entrada la adolescencia un recuerdo sumamente nítido de aquella escena. Cumplidos ya los quince años, su padre recibió una carta de la niñera, que desde hacía mucho tiempo había dejado el servicio de la familia. Se disponía a ingresar en el Ejército de Salvación y quería, antes, hacer una confesión y, de manera especial, devolver el reloj que había recibido como recompensa por haber salvado al niño. La historia había sido inventada y ella misma se había hecho los arañazos en la cara.

– ¿Piaget lo había imaginado todo?

– La explicación que él daba es que debió de escuchar la historia de boca de sus padres y que la proyectó en el pasado como recuerdo.

– Lo que yo vi fue un hecho real.

Ott no desmintió mi afirmación. Con la habilidad propia de un psicoanalista, encontró manera de justificarla al tiempo que suscitaba serias dudas al respecto.