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– Es posible que usted escuchara otras versiones del hecho presentadas por otras personas. No es imposible que modificara sus recuerdos al objeto de adaptarlos a la versión del hecho dada por alguna otra persona. Las investigaciones realizadas en este sentido señalan que los recuerdos no son totalmente dignos de confianza y que están influidos por lo que pensamos más tarde acerca del hecho que reviven, lo que hace que si un recuerdo desencadena angustia, lo modifiquemos al tratar de rememorar el hecho al que corresponde. ¿Ha recordado a menudo esa escena de violación a la que hace referencia?

Mientras iba pensando que estábamos metiéndonos en la teoría freudiana y que me tomaba por un maníaco sexual, contesté:

– No, es un hecho que prefiero olvidar.

– Lo que quiere decir tratar de suprimirlo.

– Escuche -dije tratando de parecer razonable-. ¿No está fallando el tiro? La escena que no consigo representarme es la de un acto amoroso sin connotaciones de violencia.

– De acuerdo, pero ¿hay alguna prueba que demuestre que ésta es la que corresponde a la realidad?

– La chica estaba embarazada de dos meses y los hechos indican que quien la había llevado a esta situación era el mismo hombre que estaba con ella en el granero cuando yo los sorprendí.

Se quedó reflexionando en silencio. Habíamos dado media vuelta e íbamos aproximándonos al edificio de la Facultad de Letras. Yo empezaba a desear que ojalá no le hubiera dicho nada.

Por fin se detuvo y dijo:

– Hay una explicación posible. Usted se sentía unido emocionalmente a la chica. Hasta cierto punto, la había idealizado. Es muy posible que la imagen de aquella chica entregándose a otro hombre le resultara insoportable y que, puesto que no la aceptaba, se inventara toda una serie de circunstancias que la eximían de toda culpa a los ojos suyos. La violación le resultaba más aceptable que su complicidad en un acto amoroso.

Sus pálidos ojos se fijaron en mí y me estudiaron un momento.

– ¿Le parece verosímil la interpretación?

La evalué unos instantes.

– Dice usted que me inventé lo de la violación para destruir la realidad de un hecho que me resultaba intolerable, ¿no es así?

– No es más que una hipótesis.

– ¿Hay alguna forma de comprobarla?

– Para ello sería precisa la colaboración de un psicoanalista, puesto que cae dentro de lo posible que intervengan otros factores.

– ¿Como cuáles?

– Sentimientos de culpabilidad por parte de usted.

Sentí una especie de escalofrío que me recorría el cuero cabelludo.

– ¿Sabía acaso que le estaba hablando del caso Donovan?

– Creo que ha hecho sonar la alarma al hablar de cuando sorprendió a la pareja. Más tarde la chica se suicidó. A lo mejor usted se atribuyó la culpa del hecho.

Le di las gracias y le aseguré que aquella conversación había sido para mí francamente reveladora.

A la una y media salí para meterme en mi coche y, tras atravesar Whiteknights Park y enfilar Redlands Road, me dirigí al campus donde se levantaba el edificio de ladrillo rojo de la administración y los laboratorios de ciencias.

Después de aparcar en London Road, abrí el portaequipajes y saqué de él una cartera de cuero donde había guardado el Colt 45 utilizado para asesinar a Cliff Morton. Atravesé con el arma los claustros y entré en el laboratorio de física. Dentro no había nadie. En el extremo opuesto estaban las dos salas preparatorias, donde tuve la suerte de encontrar al hombre que andaba buscando, Danny Leftwich, que en aquel momento estaba solo.

Dejando a un lado el café que estaba tomando, me saludó:

– ¿Qué hay, doctor Sinclair? ¿Qué es esta incursión en territorio ajeno?

– Nada, que he venido a correrme una juerga en los suburbios, Danny.

Seguían vigentes las polémicas en torno a lo anticuado de aquellas instalaciones, especialmente si se comparaban con el palacio, todo vidrio y cemento, levantado en Whiteknights. Personalmente, siempre que las visitaba anhelaba volver a London Road, con sus techos altos y su ventilación, pero sabía que no era diplomático decirlo.

Danny me ofreció un café. Solíamos vernos para jugar partidas de bridge. Era el jefe técnico de laboratorio del departamento de física, un hombre inteligente de unos treinta y pico de años, versado en todos los aspectos de la ciencia matemática y en absoluto dispuesto a ganarse la vida desasnando estudiantes. En aquellos momentos estaba terminando aprisa y corriendo los crucigramas de The Times y The Telegraph antes de ir a comer, al tiempo que resolvía las necesidades técnicas de profesores, catedráticos y estudiantes. Además de atender inmejorablemente los laboratorios de física, Danny todavía tenía tiempo de encargarse de las apuestas de todos los que cultivábamos la afición a las carreras de caballos.

En esta ocasión, sin embargo, mi visita a Danny estaba motivaba por otro de sus campos de interés: el club de armas de fuego de la universidad. Gracias a un prometedor y misterioso acuerdo con el departamento de horticultura, que databa de 1961, se había hecho con una extensión de terreno en Sonning, así como con los fondos suficientes del sindicato estudiantil para construir uno de los mejores campos de tiro universitarios del país. Pese a que yo no pertenecía a dicho club, un domingo por la mañana había asistido a una competición de tiro, que había sido para mí una revelación tanto en el aspecto de las instalaciones como en la manera como Danny dirigía el club.

Abrí la cartera y saqué de ella la pistola de Duke.

– ¿Había visto alguna vez una cosa como ésta? -le pregunté.

– ¿Un Colt automático? Si me permite, doctor Sinclair -dijo, mientras avanzaba hacia mí la mano izquierda y yo depositaba en ella la pistola-. Siempre hay que coger un arma con la mano que no dispara.

Sacó el cargador vacío y deslizó la tapa corrediza para hacer una inspección visual de la recámara.

– Lleva años sin que nadie dispare con ella. Ahí dentro hay de todo. ¿Quiere que se la limpie?

– Se lo agradecería.

– No estaba enterado de que fuera aficionado a las armas, querido doctor.

– Por el estado del arma, está claro que no lo soy. Es una reliquia, un recuerdo del pasado. Y por favor no me pregunte si tengo licencia.

– ¿Qué más ha traído? -me preguntó al ver que yo seguía hurgando dentro de la cartera-. ¡Vaya, municiones y todo!

Y mientras apuntaba a un cubo de arena que había junto a la puerta dijo:

– ¡Allí, pero mucho cuidado! ¡Madre mía!, ¿esto qué es? ¿Material de la segunda guerra mundial?

– Supongo que ya está caducado…

– No creo que sirva.

– ¿Quiere encargarse de tirarlo?

– Por supuesto que sí.

– ¿Cree que el arma estaría en condiciones de disparar con balas nuevas?

– Una vez limpia y engrasada, creo que sí. Si quiere, la probaré. La mayoría de nuestras pistolas son de pequeño calibre, pero me quedan unas cuantas cajas del 45. ¿Ha disparado alguna vez con ella?

– Hace muchísimo tiempo, cuando todavía llevaba pantalones cortos. Necesitaba las dos manos para contrarrestar el retroceso.

Y tras un momento de vacilación, añadí:

– ¿Puedo estar presente cuando la pruebe?

– Si le apetece madrugar…

– ¿A qué hora?

– Tendrá que estar en el campo de tiro a las ocho de la mañana, el miércoles.

18

Al entrar en The Pump Room el trío de turno estaba tocando Call me Madam, pieza que consideré de lo más oportuno. El espacio de la sala cubierto por la alfombra, situado debajo de la araña de cristal, donde se servía el té, estaba enteramente ocupado por mujeres sesentonas y ensombreradas. Los escasos hombres, la mayoría de ellos aquejados de hipertensión y vestidos con traje, ocupaban sillones junto a las ventanas y ojeaban los periódicos de la mañana, sujetos por el borde con varillas de madera.