– ¿El señor Ashenfelter?
Yo, con un gesto de la cabeza, le indiqué a Harry.
19
Pero la racha de malas noticias no había llegado a su fin. Ya en las escaleras, un entrometido enfundado en un traje marrón me cortó el paso. Con un aire tan oficioso que yo juzgué excesivo para un funcionario de la Seguridad Social, levantó las manos con las palmas dirigidas hacia mí. Decidí que debía de tratarse de algún chalado.
Pero añadió:
– ¡Un momento!
Para seguirle la corriente, con gesto aquiescente traté de hacerme a un lado, pero él, sujetándome por el brazo, me dijo:
– Nos gustaría hablar unas palabritas con usted.
– ¿Usted y quién más? -le pregunté.
Se sacó del bolsillo un carnet metido en una funda de plástico y dijo:
– Inspector detective Voss, del Departamento de Investigación Criminal de la policía de Bath.
Eché una ojeada al carnet. Parecía una tarjeta de identidad policial genuina. Levanté los ojos y los fijé en sus ojillos castaños, que brillaban debajo de unas gruesas cejas tiznadas de negro. He leído en alguna parte que los policías conceden una gran importancia a la manera en que reaccionan los demás a su mirada. A la que uno parpadea o desvía los ojos para fijarlos en el dorso de la mano, consignan el hecho en la hoja de cargos.
Así que consideré que había salido airoso de aquella prueba, observé el resto de la persona: nariz achatada, barbilla informe y cuello musculoso, detalles que parecían muy idóneos para salir airosos de cualquier posible enfrentamiento. Tenía unos diez años más que yo, pero se conservaba en buena forma física, es decir, era un cuarentón que estaba hecho un toro y, por tanto, una persona contra la que no era prudente levantar el bastón.
– ¿Es suyo el MG que está aparcado ahí fuera? -preguntó y, por un momento, una súbita racha de optimismo me llevó a pensar que se trataba de una simple admonición por haber dejado el coche en lugar indebido.
Pero no era así, sino que lo que pretendía era que siguiese su coche con el mío hasta la comisaría central.
– ¿De qué se trata exactamente? -pregunté.
– En seguida lo sabrá.
– ¿Es que le interesa saber qué hago aquí? -pregunté, dispuesto a mostrarme cooperador-. Se lo puedo decir en seguida. No es preciso que vayamos a la comisaría.
Me miró como dudando entre recurrir a la autoridad o aportar unas razones. En cualquier caso, no se veía nada dispuesto a aceptar sugerencias de aquel género.
– Estamos en el departamento de urgencias de un hospital y esta gente quiere que nos quitemos de en medio y que les dejemos hacer su trabajo.
Así pues, nos dirigimos en convoy a la comisaría, ya en la cual aparqué el coche detrás de su Triumph y lo seguí al interior. Para hacer justicia a la policía, consignaré que me sirvieron una taza de café en un recipiente de cartón y que después me condujeron hasta un banco donde poder sentarme, situado delante de un tablón de anuncios. Aunque pueda parecer un tanto cínico, interpreté que aquello significaba que iba para largo y debo decir que no andaba errado, porque me pasé una hora y veinte minutos delante del susodicho tablón. En el momento de pedirme que pasara, estaba en condiciones de aprobar un examen tanto sobre la fiebre aftosa como sobre el escarabajo de la patata.
El inspector Voss se había quitado la chaqueta y parecía preparado para despacharse él solo a los All Blacks de Twickenham. Desde el ángulo en el que estaba situada mi silla frente a la mesa de su despacho, lo veía con todo el cuerpo proyectado hacia adelante, los hombros a la altura de las orejas. Era un alivio para mí tener detrás, en una esquina, a un agente vestido de uniforme, pese a que lo mismo hubiera podido interpretarlo como una mala señal.
Estaba en lo cierto con respecto a su postura de agresividad. El hombre se estrenó con una acusación y no me pidió disculpas por haberme hecho esperar todo aquel tiempo. Se limitó a decirme:
– He sabido unas cuantas cosas acerca de usted, doctor Sinclair.
– Supongo que a través de Harry Ashenfelter.
El policía se puso tenso y, durante un brevísimo espacio de tiempo, se echó para atrás.
– Me refiero a que debe de haberle dado mi nombre.
– Está usted en el Departamento de Investigación Criminal, amigo mío. Somos perfectamente capaces de averiguar el nombre de una persona -dijo, no sin cierta ironía.
– ¿Preguntándoselo a Harry Ashenfelter?
Avanzó la mandíbula hacia mí con aire provocador.
– ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Mr. Ashenfelter?
– Nos conocimos hace veintiún años, cuando él era un soldado americano con base en Shepton Mallet.
– ¿Y cuándo volvieron a verse desde entonces?
Vacilé. Aunque sólo fuera para reducir el interrogatorio a un mínimo, no quería sacar a relucir toda la historia, pese a ignorar qué cosas había podido contarle Harry.
– El pasado domingo por la tarde, fui a visitarle a él y a su esposa. Fue la primera vez después de la guerra. Su hijastra Alice había ido a mi casa y yo la ayudé a localizar a Harry en Bath.
– ¿Una reunión de familia, en ese caso?
– En cierto modo.
– ¿Así que Alice es amiga suya?
Esquivé el golpe:
– Vino a verme a la universidad donde yo trabajo… la de Reading… y se dio a conocer.
– ¿Por qué no fue ella directamente a Bath?
– No tenía la dirección.
Voss torció la boca con gesto incrédulo.
– ¿Cómo? ¿No tenía la dirección de su padrastro?
– Parece que él había abandonado a su madre hacía varios años y que habían perdido contacto.
– Lo que quiere decir que Alice conoció a la señora Ashenfelter, la señora que ha muerto en el incendio, la tarde del domingo pasado, ¿no es así?
– Así es.
Mientras hablábamos, había cogido un lápiz y trazado un grueso círculo asimétrico en la cubierta del bloc de notas que tenía sobre la mesa. Después levantó el lápiz del papel y asestó con él un fuerte golpe en el centro del círculo.
– Ahora vamos a hablar de usted. Usted ya conocía a Sally Ashenfelter -dijo en el tono de la persona enterada de lo que dice.
– Sí, la había conocido siendo niño.
– ¿De cuántos años?
– Nueve.
– ¿En qué circunstancias?
– Durante la guerra. Yo estaba refugiado en su pueblo y ella trabajaba en la granja donde yo vivía.
– ¿Y cómo encaja Harry Ashenfelter en el cuadro?
– Él había estado en esa misma granja en calidad de visitante y había ayudado durante la recolección. Era un soldado americano.
Voss aproximó algo más su rostro al mío como para hacer hincapié en lo que iba a decir:
– El amigo del soldado americano que asesinó a Clifford Morton.
Si se trataba de un golpe para tocarme la moral, había fallado el tiro. Después de todo, era un policía. El hombre habría sido un incompetente acabado de no haber establecido aquella conexión. Me limité a hacer un gesto afirmativo y a devolverle la mirada.
Entonces, como si me estuviera acusando de algo, dijo:
– Usted era el niño que prestó declaración en el curso del proceso.
– Sí, hice una declaración sin juramento.
– Y al cabo de veinte años vuelve a Somerset, acompañado de Alice Ashenfelter, a molestar a la gente con un montón de preguntas acerca del caso.
– ¿Y por qué tiene que molestarse la gente? -pregunté.
A modo de respuesta, me regaló con una evocación nostálgica, servida gratuitamente.
– Matt Judd fue la persona que se ocupó del caso. Yo aprendí mi profesión a su lado. Para mí era como Dios.