Recordando al inspector Judd, hice el siguiente comentario:
– Sí, a mí me infundió un divino temor.
Voss juntó las manos en gesto reverente, con los dedos entrelazados.
– El tipo más agudo que ha producido el país.
– Siempre dispuesto a hincar el diente en alguien.
La expresión nostálgica se tornó ceñuda.
– No olvide dónde se encuentra.
Tras mirar el reloj aparatosamente, le espeté:
– No es probable.
Entonces, dedicándome una mirada llena de gravedad, me advirtió:
– Por lo que veo, no parece darse cuenta de lo serio que es todo esto y, por tanto, creo que lo mejor será que le exponga los hechos. Se trata del incendio de Crescent. Tal como ha ocurrido, es posible que usted se figure que se trata del caso típico de una mujer bebida que arroja una colilla encendida en una papelera debido a lo cual provoca el incendio de toda la casa. Pero la cosa no es así de sencilla. Los bomberos han encontrado a Sally Ashenfelter tendida en la sala de estar donde se inició el incendio. ¿Restos de colillas y de bebidas fuertes? Sí, evidentemente. ¿El incendio comenzó en la papelera? Sí, en efecto. Pero alrededor de esta papelera había un montón de cosas, doctor Sinclair, cosas inflamables, como mobiliario, revistas, ornamentos africanos tallados en ébano, una caja de puros…
– ¿Quiere decir que el incendio fue provocado? -le interrumpí.
– Quiero decir que es un asesinato -dijo Voss, observándome interesado, como si esperara acorralarme con la frase.
No hay que olvidar que había aprendido bien el oficio gracias a las lecciones del inspector Judd.
Mientras mis pensamientos iban recorriendo las posibles implicaciones, dije automáticamente:
– ¿De veras?
– Es algo que está todavía por confirmar, pero lo visto hasta aquí parece indicarlo.
– ¿No podría ser que ella misma hubiera hecho un montón con todas estas cosas?
– ¿Un suicidio? -dijo mientras movía negativamente la cabeza-. Se había atiborrado de vodka. Estaba que no se tenía en pie.
Dirigiéndose al agente, apostado en una esquina del cuarto, le preguntó:
– ¿Sabe usted de alguien que se haya quitado la vida en estas condiciones?
No volví la cabeza para enterarme de la respuesta.
Voss cogió el lápiz de nuevo y, pinchando el aire con él, fue puntuando sus palabras siguientes:
– ¿Qué le parece la otra posibilidad? Una persona visita a la señora y, sabiendo que se trata de una alcohólica, le da a beber vodka hasta que la mujer pierde el mundo de vista. A continuación prepara una hoguera con el mobiliario, echa una colilla en la papelera y se va por donde ha venido. ¿Qué le parece como hipótesis?
– A mí no me pregunte. El detective es usted -le dije.
Cerró la mano y el lápiz emitió un chasquido.
Creí por un momento que iba a saltar por encima de la mesa y que iba a agarrarme con las manos, pero se limitó a respirar profundamente y, en un alarde de contención que lo llevó hasta el límite de su resistencia, dijo:
– Perfectamente, amigo mío. Voy a hacerle otra pregunta entonces: ¿qué hacía usted en Bath?
– Pues esperar prácticamente todo el tiempo en The Pump Room. Tenía que encontrarme con Sally Ashenfelter a las tres.
– ¿Otra vez? ¿No me ha dicho que la había visto el domingo?
– Sí, pero poco rato. Se encontraba, ejem… se encontraba indispuesta antes de que terminara la visita.
– ¿Fuera de combate?
– Una perfecta definición de su estado -admití.
– ¿Así usted sabía que Sally bebía?
La imagen del jugador de rugby encajaba perfectamente con Voss, porque era todo intimidación y amenazas.
– Supongo que medio Somerset lo sabía -dije devolviéndole la pelota-. Los alcohólicos no se distinguen por su discreción.
Y a continuación, ya con más agallas, dije:
– No me habría quedado hora y media esperando en The Pump Room de haber sabido que se había pasado la mañana dedicada a la botella.
Pero Voss no pareció impresionarse demasiado con mi explicación.
– ¿A qué hora ha llegado a Bath?
– Alrededor de las dos y media.
– ¿Dónde se encontraba a la una y media?
– En la carretera, después de salir de Reading.
– ¿Se ha parado en algún sitio? ¿A poner gasolina? ¿A tomar algo?
– No. He venido directamente.
– ¿Y antes de esa hora? ¿Dónde estaba?
En casa, preparando una clase.
Voss se repantigó en la silla y me contempló con mirada despaciosa y especulativa.
– Tenemos que hacer honor a su palabra, ¿no es verdad? El fuego comenzó entre la una y las dos, cuando, según usted, se encontraba en la carretera.
La desconfianza con que pronunció la palabra «según» era una auténtica provocación.
Pero yo me negué a darme por aludido.
Así que se percató de manera absoluta de que yo no tenía la más mínima intención de añadir nada a lo dicho, continuó:
– Lo mejor que podría hacer sería decirme qué había tras este encuentro con la señora Ashenfelter.
La cosa se ponía delicada. Estaba claro que no le encantaba precisamente oír que se expresaban dudas con respecto al caso más resonante de su ídolo Judd.
– Le aseguro, inspector, que el asunto no tiene nada de siniestro. Simplemente, consideré que valdría la pena volver a hablar con ella porque, antes de que empezara con los vodkas, el domingo último, dijo lo suficiente para despertar mi interés. Pensé que era muy probable que, si su marido no estaba delante, se sentiría más propensa a hablar, por lo que la llamé por teléfono y convinimos en encontrarnos.
Sus ojos se empequeñecieron:
– ¿Más propensa a hablar sobre qué…?
– Sobre nada en particular -contesté yo de la manera más natural del mundo.
– Quiero una respuesta mejor que ésta -dijo Voss, haciendo rechinar los dientes.
– Le digo con toda sinceridad -insistí- que no importaba en absoluto lo que pudiera decirme.
Había llegado a la conclusión de que, en aquellas circunstancias, lo que se imponía era una táctica desviacionista y que, para ser convincente, necesitaba que el inspector Voss iniciara un cierto forcejeo.
– Le conviene no chulearse conmigo -me advirtió.
– Quiero decir que lo que pudiese decirme la señora Ashenfelter me importaba menos que cómo pudiera decírmelo -expliqué con toda la seriedad que me fue posible.
La perplejidad que leí en su expresión me agradó, si bien tuve la impresión de que podía ser peligroso prolongar aquel estado, por lo que añadí:
– Es una mujer oriunda de Somerset, ha vivido en la región toda su vida y emplea al hablar palabras dialectales que yo oí por vez primera en mi vida hace veinte años, mucho antes de que empezara a formarme como especialista en historia medieval. Aunque la filología no sea mi campo -«sino más bien la “chiquillería”», pensé-, los puntos de contacto son evidentes.
Observando que había indecisión en sus ojos, decidí que en este caso especial era más necesaria la función de tutor que la de catedrático.
– Usted, como persona de Somerset, habrá oído por ejemplo la palabra dimpsy con la que los naturales de aquí designan la hora del crepúsculo, ¿verdad?
Voss, aunque con mirada precavida, asintió.
– ¿Sabía que dimse proviene directamente del anglosajón? -le pregunté-. ¿No encuentra fascinante que la palabra haya sobrevivido en un dialecto? Pues esto no es más que un ejemplo del tipo de cosas que ambicionaba explorar a través de una conversación con Sally Ashenfelter.
Voss, con una voz que no dejaba traslucir un convencimiento absoluto, pero sí una posición situada a medio camino del mismo, preguntó:
– ¿Así, quiere usted decirme que convino el encuentro para hablar de palabras?
– Exactamente -le dije, como alentándolo a seguir por aquella vía-. Si usted quiere, puedo darle otros ejemplos.