Mis pensamientos corrieron raudos a través de los escasísimos que recordaba. Hacía un montón de tiempo de lo de las listas de palabras de Duke.
– No se moleste -me dijo.
– Alguien tiene que ocuparse de estas cosas -proseguí en un acceso de celo académico y con toda la convicción que me fue posible aparentar-. Muchas de estas expresiones se perderán sin remedio si nadie se preocupa de recogerlas, inspector.
Y seguí con una apasionada apelación a la elaboración y conservación de unos archivos que fueran perfectos.
Pero él me cortó a media frase:
– No tengo tiempo de escuchar todo este fisgoneo de palabras. Lo que yo estoy tratando de averiguar es un posible asesinato.
Pese a la bravata, era evidente que la entrevista se le había escapado de las manos. No tenía el nivel de Judd. Su pregunta siguiente tenía más de ruego que de verdadera pregunta.
– ¿Puede decirme algo más para ayudarme en mis investigaciones?
Le hice esperar. Sabía que, de jugar bien aquella carta, podía estar en la calle a los pocos minutos. Así es que adopté una expresión meditabunda, al tiempo que me frotaba pensativamente la cabeza. Por fin, le solté:
– Tal vez no tenga ninguna importancia, pero cuando telefoneé a Sally para acordar la entrevista, me dijo que no podía verse conmigo por la mañana porque tenía una visita.
El hombre cazó mis palabras al vuelo.
– ¿Esperaba a alguien? ¿A quién?
– No me lo dijo.
– ¿Un hombre?
– No tengo la más mínima idea. Todo lo que me dijo fue que esperaba una visita y que no podía posponerla.
Se levantó de su asiento y empezó a moverse por la habitación recorriéndola de un lado a otro, al tiempo que con el puño de la mano derecha golpeaba la palma de la izquierda.
– Conque un visitante… Su marido no dijo nada de ningún visitante.
– Quizá no estaba enterado.
Aquella frase indujo a Voss a golpearse la nuca con la mano.
– Un visitante secreto. Una persona acerca de la cual su marido estaba en la higuera. ¿Quién puede ser? ¿Un amante?
Iba animándose por momentos, pero de pronto se llevó la mano a la frente.
– ¿Y por qué iba a querer matarla un amante?
Yo lo escuchaba con aire aburrido hasta que, finalmente, eché una ojeada al reloj.
– Es de lo más revelador -dijo Voss-. ¡Vaya que sí! Esto es de lo más revelador…
Me aclaré la voz.
– ¿Ha terminado conmigo?
Voss me contempló con aire abstraído.
– ¿Terminado? De momento, sí. ¿Tenemos su dirección?
– Se la he dado al sargento de recepción.
– De acuerdo, pues.
E hizo un gesto de despedida.
Yo, por mi parte, salí sin decirle adiós.
20
Tensión.
Había querido ignorarlo, volverle la espalda, afrontarlo a medias, reírme en su cara, desafiarlo, contestarlo, pero seguía cerrándose sobre mí, sin que nada pudiera detenerlo. Por fin, me había atrapado.
Necesitaba el arma.
Al salir de Bath, conduje con rapidez a lo largo de las carreteras de Wiltshire, con las luces largas para escudriñar la niebla del atardecer y el limpiaparabrisas funcionando intermitentemente. Estuve todo el tiempo mirando a través del retrovisor, porque abrigaba la sospecha de que me estaban siguiendo. Durante todo el rato tuve constantemente detrás de mí un par de faros, situados a unos cincuenta metros, cualquiera que fuera la velocidad a la que condujese y pese a que a ratos lo hacía con gran lentitud.
¿Era víctima de mi propia imaginación?
No. La amenaza de persecución era real. Me había hecho sospechoso de asesinato, doblemente sospechoso. La primera que me había señalado con el dedo había sido Alice. El inspector Voss había venido en segundo lugar.
Posiblemente usted pensará que había reaccionado de forma exagerada cuando Alice me acusó de haber disparado contra Cliff Morton en 1943, puesto que aquello era demasiado absurdo para ser tomado en serio. Sin embargo, en aquellos últimos cinco días había conocido suficientemente a aquella muchachita para saber que se trataba de un ser peligroso y que no era de las que se guardan las cosas para su uso particular. Apostaba cualquier cosa a que ahora ya habría ido con el cuento de sus sospechas a Digby Watmore. Con la prensa pisándome los talones, por no hablar además de la policía, ¿qué oportunidad me quedaba?
Me habían colgado dos crímenes. No había que hacer otra cosa que juntarlos y el News on Sunday tendría su día de gala. Aquello me daría derecho a ingresar en el mismo club de Heath y Christie.
Así que entraba en un tramo iluminado, reducía la velocidad para tratar de identificar el coche que tenía tras de mí. Era difícil, porque mantenía una cierta distancia con mi coche y la niebla persistió hasta Berkshire, si bien poco a poco fui descubriendo ciertos detalles. Era un gran coche, negro, amplio, de línea baja, posiblemente un Jaguar, conducido por un hombre y sin ningún acompañante.
Al llegar a Thatcham, me detuve para poner gasolina. Mientras la chica desenroscaba el tapón, bajé rápidamente para enterarme de qué decía mi fiel seguidor. No pude ver a nadie. Sin embargo, a los dos minutos, ya de nuevo en la carretera, pude comprobar a través del espejo que volvía a tenerlo a mis espaldas.
Ya en territorio familiar, donde la A340 desvía uno de sus brazos hacia la izquierda para dirigirse a Pangbourne, traté de despistarlo girando bruscamente a la izquierda y remontando un breve tramo de la carretera que conduce a Englefield Park y a continuación nuevamente a la izquierda, bordeando el lago, para regresar a continuación a la A4. Me parece que me perdió en el primer viraje.
Espoleé mis pensamientos y los lancé a una febril actividad. Había acordado con Danny Leftwich que recogería el Colt 45 en el campo de tiro el miércoles por la mañana, pero me daba cuenta de que no podría esperar tanto tiempo. Estaba seguro de que ya habría terminado de limpiarlo. Así es que, después de Reading, enfilé la A4, casi en Sonning, y a continuación me desvié hacia la derecha para localizar la cabaña del siglo xvi en la que habitaba Danny, junto a la pista de golf. El invierno anterior había jugado varias veces al bridge en aquel sitio.
Lo primero que descubrí con las luces fue la joroba de su Volkswagen que asomaba por encima de la cerca de piedra. Y a continuación, la estructura cachigorda de su cabaña, con la techumbre de bálago. El humo, que subía en espiral hacia el cielo negro desde una de las chimeneas, me levantó el ánimo; el interior, totalmente a oscuras, en cambio, me desanimó profundamente. Me detuve junto al muro, seguí el camino serpenteante que discurría entre matas de alhucema, empapadas de agua, hasta la puerta de entrada, pulsé el timbre, escuché dos notas y me quedé a la espera, lleno de esperanza. Oí ladrar a un perro. Nada más.
De nada iba a servir volver a llamar. Entre las notas del timbre y el ladrido del perro, la mayor parte de la población de Sonning debía haberse enterado de que Danny Leftwich tenía visita. Tenía que haber adivinado que un hombre de las energías de Danny no era probable que se pasase las noches metido en casa delante del televisor. Al echar una mirada al exterior de la casa, descubrí un garaje de ladrillo, o quizá un taller, situado al extremo del jardín.
Algo era evidente, que el hombre no dedicaba demasiadas energías al jardín. Fue toda una hazaña encontrar un camino entre la hierba, que crecía sin mesura. Pero el esfuerzo valió la pena porque, al golpear ligeramente la puerta, al momento se dejó oír la voz de Danny:
– ¿Quién es?
Se lo dije.
– Un momento, Theo. En seguida estoy contigo -exclamó.
Esperé más de un minuto, después del cual se abrió la puerta y percibí una vaharada fugaz de productos químicos que me hizo comprender por qué había sido necesaria la espera. Aquel edificio estaba dedicado a cámara oscura para trabajos fotográficos. Me fue preciso agachar la cabeza para no tocar con ella toda una serie de fotografías húmedas, colgadas de hilos de plástico.