– No está mal, ¿verdad? -me dijo al ver que yo las miraba.
Eran desnudos. Un desnudo, para ser más exacto, una ampliación en blanco y negro, de la que había hecho diez copias; una muchacha ligeramente inclinada hacia adelante, con la cabeza vuelta para mirar a la cámara por encima del hombro, como en una carrera de relevos, pero con el trasero demasiado voluminoso para tratarse de un corredor y con una expresión en la que los labios fruncidos dejaban entender que no era un caramelo chupón lo que estaba esperando.
– Una verdadera novedad en el terreno de las industrias caseras… -le comenté.
– La carcoma me ha comido la rueca -dijo Danny.
– Me imagino que debes de tener salida para este tipo de material -dije.
En su mirada brilló un fulgor de malicia al pronunciar un nombre:
– Rikky Patel.
La sorpresa me dejó helado. Rikky era otro de los componentes del equipo de bridge, un técnico solemne y sin tacha adscrito al departamento de biología.
– ¿Rikky está metido en este tipo de cosas? -pregunté.
Después de sopesar la pregunta, explicó:
– El tío de Rikky es editor. En la actualidad, el subcontinente indio constituye un fabuloso mercado para el porno blanco.
Vertió el revelador de una bandeja en una cubeta.
– ¿Vienes a por la pistola? Te dije el miércoles.
– ¿Está lista? ¡Qué grande eres!
Danny se secó las manos y, a través de las matas de alhucema, me condujo a la cabaña. El Colt estaba colocado sobre un paño, en la mesa de la cocina, junto a unas latas de aceite y un montón de escobillas, palillos de aperitivo y herramientas de lo más variado: destornilladores, escobillas y llaves. Cogió el arma e hizo girar la recámara.
– No he ajustado la mira. Esperaba probarla.
– Lo sé -le dije-, pero ha surgido un imprevisto. ¿Tienes por casualidad…?
– ¿Cartuchos? Por supuesto que sí. Pero te costarán un riñón.
Le pagué generosamente sin informarle del uso que pensaba darles.
– A propósito -observé-, el Colt es un arma muy dura, ¿no te parece? Me refiero a que tiene un retroceso muy fuerte.
– Por lo menos tiene esa fama -admitió.
– ¿Crees que un niño de nueve años sabría manejarlo como es debido?
Frunció el ceño.
– Va contra la ley -dijo-, pero podría.
Me dirigió una mirada muy desorientada y dijo:
– Theo, creo que me dijiste que tú, siendo niño, la tenías que disparar con las dos manos.
Me di cuenta de que había cometido una estupidez. Por supuesto que recordaba haber hecho aquel comentario. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.
– Bueno, era como un juego; disparaba a una lata, colocada en medio de un campo.
Se encogió de hombros y dejamos el asunto.
Pese a que estaba chispeando, Danny insistió en acompañarme hasta el coche y, antes de que lo pusiera en marcha, me dio a entender que quería decirme algo. Con aire confidencial, inclinó la cabeza y la acercó a la ventana.
Para hablar con franqueza, me sentía algo molesto. Ya le había dicho que no se vería envuelto en líos con la ley. Me había hecho un favor y yo le había pagado con largueza. El asunto había quedado zanjado. Así pues, antes de que abriera la boca, le solté:
– Es fabuloso tener amigos en los que poder confiar. Gracias por echarme una mano, Danny.
Pero él siguió insistiendo en decirme algo, para lo cual tuvo que dominar con la voz el ruido del motor del MG.
– Tiene un montón de manías por lo de la pose. Que no se sepa, ¿eh, Theo?
Sin comprender palabra de lo que me decía, le aseguré:
– Confía en mí, Danny.
Había recorrido dos kilómetros de la A4 cuando de pronto se hizo la luz en mi cerebro, lo que era indicio de lo muy preocupado que estaba por la situación en la que me encontraba. Tuve que hacer un esfuerzo mental extraordinario para representarme a la muchacha desnuda que aparecía en la fotografía que acababa de ver. Cuando lo conseguí, no pude por menos de lanzar un silbido, no tanto por la sorpresa que causó en mí descubrir la identidad de la interesada, sino por la admiración ante el genio emprendedor de Danny. Se trataba de una persona conocida, alguien cuya presencia me era familiar, aunque en otro marco: sentada ante la máquina de escribir, el cuerpo cubierto por una blusa blanca y una falda a cuadros. Sí, la elegante secretaria del departamento de historia; nada menos que Carol Dangerfield.
Te felicito, Carol, me dije. No te preocupes, que sé guardar un secreto.
Con el arma en el bolsillo y la carretera despejada por delante me sentía más tranquilo que lo había estado en todo el día. Pero aquel estado no duró más allá del trayecto hasta mi casa.
El Jaguar negro que me había estado siguiendo desde Bath estaba aparcado en el caminillo que conducía hasta la puerta de entrada. Pensé en hacer marcha atrás y dejarlo con un palmo de narices. Pensé en los periódicos. Pensé en la policía. Al final seguí el camino hasta situarme junto al Jaguar, paré el motor, saqué del bolsillo el arma y los cartuchos que Danny me había dado, metí seis balas en la recámara y la puse en su sitio. A continuación escuché el ruido de unos pasos sobre la grava. Deslicé el Colt en el bolsillo de la chaqueta justo en el momento en que una mano abría de par en par la puerta de mi coche.
– ¡Fuera! ¡Rápido!
Conocía la voz. No me fue necesario levantar la vista más arriba de la mano regordeta que asía un trozo de tubería de plomo de unos tres palmos de longitud, indudablemente sacada de mi garaje.
– ¿Qué significa esto? -pregunté a Harry Ashenfelter, mientras sentía el redoble de mi corazón desatado.
– Dámelo -fue su respuesta.
Le tendí mi bastón, que él arrojó a lo lejos, en la oscuridad del jardín.
– Y ahora, sal.
– Estás loco -dije.
Descargó con fuerza un golpe sobre el coche, que resonó sobre el techo. El parabrisas quedó salpicado de briznas de pintura roja.
– Te pasaré factura -le advertí.
Volvió a levantar el trozo de tubo.
Esta vez hice lo que me había pedido, sirviéndome de los brazos y de la pierna buena para mantenerme vertical. Apoyándome en el coche y encarándome con él, le pregunté:
– Y ahora, ¿qué?
Con un gesto brusco de la cabeza me indicó la casa.
– Un poco difícil -le dije.
– Hermano, me importa un comino si tienes que ir a rastras.
Pero las cosas no llegaron a tal extremo. Moviéndome a saltos a lo largo del coche, pude trasladarme del MG al Jaguar y después, con un par de saltos más, alcanzar el porche. Busqué la llave y me colé dentro.
Harry iba pegado a mí, como para asegurarse de que no le daría con la puerta en las narices. Encendí la luz del vestíbulo y todavía pude resistir hasta el salón, donde me derrumbé en una butaca, aprovechando al mismo tiempo el movimiento para hacer saltar el Colt que tenía en el bolsillo de la chaqueta e incrustarlo en el espacio comprendido entre mi muslo derecho y el brazo de la butaca, ocultándolo a la vista gracias a un movimiento del cuerpo, pretendidamente para arrellanarme en el asiento.
Harry se encargó de encender las luces y de tirar del cordón de las cortinas para correrlas. La emoción, o quizá la rabia o unos sentimientos de los que el sadismo no era ajeno, había teñido de rojo el color de su rostro. Atravesó la habitación y se colocó de pie ante mí, con el tubo de plomo puesto horizontalmente contra mi cuello, obligándome a mantener la mandíbula dirigida violentamente para arriba.
– Y ahora, tío mierda -me dijo, echándome en la cara una bocanada de aliento fétido-, ya me estás diciendo por qué has pegado fuego a mi casa y has matado a mi mujer.
La prioridad establecida en sus reclamaciones era de lo más revelador, pero preferí guardarme los comentarios. En cualquier caso, el tubo encajado contra mi laringe me impedía hacer observaciones de cualquier tipo. Emití algunos sonidos ahogados y él aflojó la presión lo que me permitió decir: